A ordeño

Masirah

Las muchachas llegaron demasiado pronto a la casa del hombre del antojo en la sien izquierda y le observaron dormir por la ventana, con la placidez incondicional y el quid de los pros ennegrecido. Escondidas detrás del garrotal que circuía el perímetro de la propiedad, aguardaron a que amaneciera. Sintieron el hambre de venganza encajada en las mandíbulas, pero las sílabas continuaron empadronadas en los corazones sin atreverse a volar. Se dieron la mano y enseguida se soltaron porque el sudor, artífice de tantas y tantas complicidades envalentonadas, de repente les resultó raro. Vieron pasar las figuras fijas de la alborada, la de los que iban a escamujar olivos más allá del cerro y la del trigueño que poseía las llaves del almijar cercano. Les conocían de vista, como a todos los del pueblo. En ese instante pensaron en la recua de los allegados y, principalmente, en las lágrimas que sus padres derramarían. En cualquier caso, el dolor era algo tan humano que parientes y vecinos, entre conjeturas magníficas, desnaturalizarían la sencillez de la adversidad y entenderían el zas de la acción. Cuando la luz del crepúsculo apareció en el cielo, se aproximaron hasta el postigo y vieron cómo el durmiente se daba la vuelta con la pereza enroscada a los mechones del flequillo. Lanzaron un hueso de aceituna contra el cristal, inquietas, como niñas excitadas frente a la contundencia de una tarta de chocolate en la merienda. Sin embargo, no hubo respuesta por parte del individuo que las había violado una semana antes.

Dicen que ha sido el hijastro del cantinero, y el reguero de las voces se hundía en la oscuridad del alpechín, la indignación de los toconales tremebunda, las costumbres de la vecería tazadas.

Las dos muchachas no se anduvieron con chiquitas. Echaron abajo la frágil portezuela que les impedía el paso, fundamentadas en el sustento de la ira, y se mezclaron a la perfección con el ritmo de la saña. Fueron hasta la cama, abombadas por la hostilidad de los duros palos de acebuche que blandían, y comenzaron a golpear al homúnculo con el ímpetu de cien orcas. En un pis pás de andanada, el vértigo de la anarquía se transmutó en una balumba inextricable de brazos desnortados y piernas que daban patadas. El tipo se defendió de mala traza, rodeado por una avalancha de insultos y vapuleado por la pujanza de dos hembras fuera de sí. Al final, sin permisos ni complacencias, brotó la premura del silencio absoluto. Los tres se miraron alanceados por las alabardas del esfuerzo, estrafalarios, llamados a ser enemigos acérrimos durante el resto episódico de las vidas. Antes de que las palabras emergieran del abismo de las mentiras, el tiempo se detuvo lo suficiente y tendió una trampa a la serenidad. Entonces ellas, tranquilas de repente, con los nudillos esquilmados por la virulencia de las trompadas, se escabulleron con culebreo de lagartijas. Escaparon a la carrera hasta la cabaña construida a pocos metros del trujal de la familia, arrimadas a la plenitud ruborizada de la infancia, amparadas en una fraternidad de diosas incólumes donde jugaban de pequeñas a ser princesas del reino de las mil colinas. Allí se acurrucaron contras las tablas sueltas de una pared que todavía olían a borujo y lloraron, empeñadas en perpetuar los espasmos oleaginosos del delirio, conscientes de la dificultad de asumir los prolegómenos del olvido.

Dicen que ha sido el yerno del alcalde, y el estandarte de las habladurías naufragaba en los remolinos del tinaco, los óleos entronizados, el tiento de los remecedores acompasado.

Siete horas más tarde, minadas y rabiosas, comprendieron que antes o después deberían afrontar la realidad y regresar al hogar. A pesar de la trabazón granítica de la angustia, en casa les esperaban con los brazos abiertos. Cenaron las dos solas, concentradas en el pollo frito y la ensalada de lechuga aliñada con las vinagreras de siempre, y se acostaron en el mismo lecho, como venían haciendo desde la antigüedad del puerperio. Las dos fueron arropadas por la madre que, enfundada en una bata de satén antiguo, les dio las buenas noches, harta de la irascibilidad de los correveidiles, con el cariño adecuado al vínculo de murgas y vareos que unía el atavismo de la familia. Les costó coger el sueño. Fantasearon con las palpitaciones del día entre la trama de los olivos, la sucesión desbocada de los golpes contra el hombre y la dureza de vivir amarradas al estigma irracional del escarnio. En el duermevela, ansiosas como taladrillas, reflexionaron sobre la invención de un futuro halagüeño, pero las baldas de la habitación, repletas de libros de aventuras barbilampiñas, no les hacían señas cómplices, sino que se limitaban a custodiar los embalajes ásperos de la sinrazón. A la postre, se durmieron con la humildad encastrada en la belleza y las pesadillas, crueles, tragadas por el sumidero de la incomprensión, rebosaron alrededor de una tarde de recuerdos innombrables.

Dicen que ha sido el sobrino del tendero, y el ronroneo de las hablillas se difuminaba en los zambullos del horizonte, los orujos aprovechados, los vestugos de la estacada endebles.

El hombre del antojo en la sien izquierda, en estado de extrema gravedad, fue operado de urgencia en el hospital de la capital mientras el pronóstico se alborotaba con una complicación de hemorragias internas. El médico encargado de la intervención, secándose el sudor que le chorreaba por la nuca tras horas de incesante concentración, se asombró al enterarse de que habían sido dos mujeres las autoras de la paliza. En todo caso, poco después, el corazón del apaleado se paralizó por motivos ignotos y, dado que ningún pariente aguardaba novedades en el pasillo, el cadáver fue llevado a la morgue escoltado por una soledumbre de anacoreta. El finado, enterrado en el más estricto sigilo por la beneficencia municipal, reposó celado por el extatismo de un par de cipreses bajo un cielo del color de la jámila. El cura se santiguó desganado y expelió un sermón corto, trufado de estereotipos feligreses que las urracas del camposanto, libertinas e hinchadas como aceitunas gordales, contestaron con la generosidad de un quinteto de garlidos.

Dicen que ha sido el primo del sepulturero, y los esquilmos de los olivos se convertían en símbolos para evaluar la cordura del señalado, las drupas carnosas, los efluvios de la morga omnipotentes.

Tras el dislate de la agresión sexual, la perfidia de las murmuraciones, aglutinada en el espinazo de los varones del pueblo, creó un malestar general que se palpaba por doquier. Todos sospechaban de todos, ya que jamás de los jamases se había producido un acto de semejante calibre en aquellas tierras de aceite y honra. Aquella conducta se consideraba propia de gente corrompida que vivía en los confines de la ciudad. La posibilidad de que el culpable fuera un lugareño desató los perros suspicaces del asco entre los presentes, con la supremacía del enojo, apalancando las rencillas en un millón de reproches inscritos en el pasado. Cuando las chicas optaron por tomarse la justicia por su mano, nadie reclamó los servicios de la autoridad para imponer un castigo de acuerdo a la ley y los vecinos, con el alcalde a la cabeza, comprendieron la reacción de las mancilladas. Entretanto, en la cantina, tras el entierro del felón, se instauró un velo de mudez respetada y la franqueza, demolida, engurruñó el blablablá de las contradicciones. Los tragos brincaron sobre la pátina arcaica del mostrador y los encurtidos de los domingos, para no perder la costumbre, se avinagraron en el mar de la acidez hasta que cada mochuelo se fue a su olivo.

Dicen que ha sido el suegro del herrero, y el arrebato de las angarillas crecía a marchas forzadas, el terrón de los capachos denso, el tronco de los oleastros encomendado a la soberbia celestial.

La vida de las muchachas continuó por los derroteros habituales de un par de jóvenes en medio de la campaña de la aceituna. Cuando terminaban con las obligaciones escolares, colaboraban a ordeño, acumulaban las morcas y almacenaban el oro líquido. Acudían al baile de la romería, barnizadas por el recato, sin exponerse en demasía a la maledicencia, y coqueteaban con los mozos que las rondaban asemejados a moscas en torno a un tarro de miel abierto. La fama encomiable de la modestia se extendía a lo largo y ancho de los olivares, pero ningún pretendiente obtenía el beneplácito de los padres. En cualquier caso, el asunto de la violación parecía relegado y nadie lo sacaba a colación. Ellas se mostraban felices, ingenuamente columpiadas en el balancín de la prosperidad, compenetradas en todo momento con las características en cierto modo aburridas de la existencia. Sin embargo, el armazón del sosiego cambió una tarde de viernes, pletórica de pájaros pizpiretas y aceitunas rutilantes, cuando apareció un rubio en el garrotal que circundaba la heredad familiar. Preguntó con educación monacal por las muchachas, extrajo un papel de un morral que portaba en bandolera y se identificó como hijo del muerto. Una suerte de hechizo embriagó el sopor del aire mientras los ojos del mundo calibraban las consecuencias impredecibles de la visita de aquel galán con un antojo en la sien izquierda. Al cabo, bajo el reinado de la hospitalidad bautizada por siglos de cristiandad, el recién llegado fue invitado a pasar a la sobriedad interior de la casa.

Dicen que ha sido el cuñado del vaquero, y el pitón de las alcuzas esbozaba un panorama de escamas metálicas, la turbiedad del aceitón categórica, los hongos de la negrilla malsanos.

El chico, convidado a cenar, borró la incomodidad del silencio de un plumazo demostrando que se trataba de una persona de bien, sin rencores antañones, guarecido de la aversión gracias a un porvenir prometedor en una de las mejores escuelas de contabilidad de la capital. Impactó a todos desde el principio con las maneras cautelosas de aprendiz, los iris garzos y la ligazón de la cordialidad trenzada a un cuerpo de formas proporcionadas. Comentó un par de anécdotas jocosas, relacionadas con el tiempo libre del que disfrutaba tras los quehaceres capitalinos, y las muchachas, maravilladas a bote pronto, asilvestradas como gazapos, ensancharon la estrechez de las risas en pos de un señuelo de aguas bravas. El amor nació entonces imprevisible, cándido, arrollado en la simplicidad de una gota de lluvia, erigiéndose en árbitro y señor de un futuro contingente que no entendía de escudetes ni de soleos.

Dicen que ha sido el marido de la maestra, y el furor de la tropelía absorbía el afán de los arriscadores, las heces del chivo impertérritas, las maquilas de la molienda cabales.

El día que cumplieron la mayoría de edad, las hermanas discutieron con juramentos de almazarero habituado a las inclemencias toscas del aguardiente. Se dijeron de todo, delante de la presencia sagrada de los progenitores, fuera de la órbita de un universo fraterno que se desmoronaba a la velocidad de la luz. Las dos, con naturalidad de torrente, apalancadas en el egoísmo de la pasión, amaban al forastero. Desde ningún punto de vista era posible compartir a un hombre, por mucho que hasta la fecha se hubieran dividido el mundo en dos mitades simétricas. Ni siquiera la mediación armoniosa del padre fue suficiente para firmar un armisticio entre la angurria de las contendientes. Los vecinos, por su parte, aspaventosos e irredentos, incrustados en las infinitas y arduas labores de la aceituna, se alegraban de que por fin un escarmiento divino viniera a poner a cada cual en su sitio. Es cierto que en su momento comprendieron la reacción de las vejadas, pero luego, repasadas la multiplicación del tiempo y la tiranía de las circunstancias, muchos estimaban que ya era hora de que recibieran el envión del correctivo adecuado. Mientras tanto, el hijo del muerto volvía de la ciudad cada fin semana, encopetado, artísticamente reacio a las escenas del incordio, convertido de hecho en un novio de anchas espaldas que se alojaba en la única fonda de la localidad.

Dicen que ha sido el hermano del panadero, y la injusticia barajaba los agracejos de la ojeriza con habilidad de tahúr, el infierno inundado, la faramalla de los apuradores picajosa.

La situación era insostenible a todas luces. Los padres pidieron al pretendiente que se alejara en la medida de lo posible, pero las enamoradas amenazaron con colgarse del olivo milenario que, desde la plaza mayor, regía los quehaceres del pueblo en caso de que el muchacho desapareciera por arte de magia. Nadie se atrevía a vaticinar un desenlace para tamaña mezcolanza de intereses sentimentales y una madrugada sabatina de luna llena, frágil y diáfana como cristal de Bohemia, una de las muchachas tomó la iniciativa. Se escapó del hogar paterno por una ventana de la planta baja y avanzó a grandes zancadas por los bancales hasta cubrir la distancia que la separaba de su amante. Llegó al lugar de la cita previamente pactado con el chico del antojo en la sien izquierda y se apoyó en el tronco retuerto de un acebuche, alelada, presa de la combustión del amor primigenio, sin sentir que, detrás del espoleo de la excitación, se levantaba un monstruo de mil caras con rostro de donjuán cinematográfico. En un santiamén de clarividencia, sin remordimientos de ninguna laya, el cuerpo femenino fue ultrajado a discreción, acuchillado y arrojado a la fosca de un lagar abandonado. El ululato de las lechuzas corrió un tupido velo sobre el hecho y los caprichos del alba se adaptaron a la irregularidad del espanto. Cuando el sol se enterneció con las rapas de los olivos, antes del tañido de las campanadas que anunciaban el día del Señor, la desolación de la agonía ya había terminado.

Dicen que ha sido el novio de las muchachas, y el cacareo de los aceituneros emborronaba el lienzo de la jornada, el laberinto de las cortezas retorcido, las verdiales atristadas.

El clamor de la desaparición por parte de la familia desembocó en una búsqueda generalizada en la que participó todo quisqui, menos la otra hermana. Provistos de largos palos para tantear aquí y allá, los vecinos iniciaron la labor con la convicción exacta, esgrimida hasta la saciedad por las beatas adosadas a la pila bautismal, de que el diablo, o alguno de sus más pérfidos adláteres en el paraíso terrenal, andaba detrás del asunto. Mientras revisaban trochas y rincones a conciencia, entre nombres propios gritados a los cuatros vientos, un cincuentón encanecido de carrillos protuberantes aludió a la ausencia del vástago del muerto. Nadie le había visto y, por supuesto, no estaba entre los presentes que, rezagando el esmuir de las aceitunas, se ocupaban de hallar al precio que fuese a una de las hijas del pueblo. Las pesquisas continuaron sin éxito y a las tres, con la tripa huera, cada cual se fue a su hogar para coger fuerzas y proseguir enseguida con tan ingrata faena. A media tarde, cuando la esperanza de los pesimistas iba en aumento, un lugareño descubrió el guiñapo del horror. No aulló ni las arcadas acudieron a la llamada de la renuencia, pero la sangre, tintada de morados solferinos, encuadró la escena en un óleo de pinceladas grotescas. Un par de horas después, con el entrelubricán tiñendo de ámbar las copas anchas de los olivos en cierne, apareció la otra muchacha, occisa, con los ojos abiertos en pos de una nada grávida de aceites rancios.