Abel, mi vecina y la caza

Sólo Palmira

Yo, un chaval de treinta años, que a mi corta edad cazó una cabra montesa y soy bautizado por la sangre de esa pieza a la vez que mi vecina de la casa de al lado, “la pequeña”, me mira con minúsculas aguas en sus ojos profundos; a la vez que yo me siento orgulloso por ser un reconocido y merecido cazador, ella amante de los animales y de la naturaleza, yo noto como si me matara con su simple gesto, sin falta de escopeta. Eso me llamaba la atención.

Me llamo Abel, soy un paisano de un pueblo de Jaén, criado en los lares del olivo y cazador de la zona, habiendo sido bautizado a los doce años con mi primera pieza y por supuesto, orgulloso de ello. Nunca pensé en ver a la tontita de mi vecina de manera diferente, ya crecidita y con sus veinticinco años vistiendo con una minifalda a cuadros conduciendo su Renault 4 que le regaló su abuelo al aprobar el C.O.U.

Yo jamás pensé en esa niñata de trencitas con gomas rosas, jugando con esos montículos de arena, revoloteando hormigas negras enanas, y en verano las rojas carnívoras que yo pisaba con ganas… Ella me insultaba con palabrerías de niña tonta, a la vez que lloraba y corría zapateando con esos ortopédicos del cole de monjas.

Me la encuentro al salir de la casa, unos años después. Ella me mira como si no me conociera y yo me derrito ante su melena lisa. Tartamudeando me atrevo a decirle:

-Voy al bar. ¿Te invito a una caña y a unas aceitunas de la provincia? -le digo yo con mi gracia típica de la zona.

– No, gracias -me contesta toda borde.

Y acercándose a su arcaico coche se marcha haciendo un horrible ruido mientras yo la miro cómo se aleja marcando sus ruedas negras en la carretera.

Al día siguiente, yo la espero y le pregunto lo mismo, y su respuesta es

-No, gracias.

Así durante una semana, hasta que un día me dice:

-Te acompaño al bar o a cazar unas aceitunas o una Montesa, ¿qué quieres?

Quedándome inmóvil, le contesto:

-Pues la verdad, morena, podemos ir de caza y cuando veamos sangrar a la cabra, lo celebramos con una fresca cerveza acompañada de una tapa de olivas de la zona.

-¿En serio, Abel? Tanto tiempo esperando en mi puerta y lo que me dices es celebrarlo con un buen sangrado… Está bien, te acompaño a tu caza.

 

Yo, después de la metedura de pata que hice -o eso creía, porque sinceramente no le entendía; un día me ignora y otro día me invita a cazar-, estaba contento de llevarme a mi amor platónico, la niñata de trenzas, a la vez que mi cabeza me decía lo enfadado que estaba por el hecho de que mi corazón me guiara.

Un sábado, a eso de las seis de la mañana, recibo una llamada. Es ella diciendo que en cinco minutos me espera abajo. Yo todavía con las legañas y mis calzoncillos pegados a mis grietas oscuras, pensaba: “Tengo que ir a la recogida de la aceituna”. Me dije, “Todo por amor”. Mandé un WhatsApp a mi jefe, diciendo que me encontraba mal. “¡Bendita la tecnología!”, pensaba yo.

Me retrasé quince minutos en la quedada con ella.

-Abel, son y cuarto… Vas tarde… ¿Y tu escopeta? -me dice alterada.

-Sí, perdona, se me ha pasado -le respondo nervioso; con la mala leche que tiene, cualquiera le lleva la contraria.

Cuando se trata de naturaleza hay que ser puntual, los animales no tienen hora, es su quehacer diario.

Subiendo al ruidoso coche suyo, con su cinturón de copiloto alargado que no podía enganchar al coso rojo, una razón era porque veía por el retrovisor la cinta negra atascado a la puerta. Cuando conseguí bajar la ventana con la manivela y sacar la cabeza, vi cómo se arrastraba el cinturón por el alquitrán de la carretera, me recordaba la época de los noventa. Por el camino escuchando ese silencio súper incómodo entre los dos, ella por fin decide hablar.

-¿Sabes Abel? Siempre he pensado que, si algún día muero por circunstancias que no sean las marcadas del universo, prefiero que me mate un animal.

Me eché las manos a la cabeza pensando yo, prefiero el silencio incómodo; a estas horas de la mañana, profundizar no es lo mío, y más sin tomar un café. La miro para preguntar por compromiso:

-¿Por qué dices eso? No entiendo -mi frase favorita cuando me despisto.

-¿De verdad quieres saber mi respuesta? Está bien -dijo sin que yo interrumpiera-. Pues sinceramente tenemos más posibilidades de ser heridos o asesinados por un ser humano que por un animal, así que si algún día soy atacada prefiero que sea por un animal, porque sabré que será por hambre o por defender a su familia. En el caso de ser atacada por un humano lo más probable es que sea por odio, rabia, gusto, o simplemente porque estaba en el sitio y el momento equivocado.

Después de un silencio y unas cuantas curvas arenosas, el aparatoso coche se paró, ella me miro a la vez que se quitaba su cinturón diciéndome:

-Tu cinturón lo llevas arrastrando desde que subiste al coche, menos mal que no es de los coches modernos que tienen ese pitido horroroso… -me dijo sonriendo.

-Abel, tenemos un rato a pie, ¿quieres un plátano? -me dice, mientras abre su mochila. Yo le miro extrañado-. ¿Tú eres cazador? Pues sabes que esta es la hora.

-Lo sé, pero me sorprende que tú tengas tanta energía para subir el monte de caza. Vamos a por los cervatillos.

-Lo sé, así nunca dejaréis crecer la vida. ¡Cobardes!

Un rato después, ella me hace una señal con la mano de que me pare, yo me quedo quieto y le sigo con la mirada, asombrado cómo sube una pequeña montaña rocosa. Se para, quedándose inmóvil, se agacha y veo cómo una Cabra Montesa se acerca a ella, su cabeza se acerca a la suya y escucho “¿Cómo estás?”, a la vez que ella le toca su peluda y cornuda cabeza. Ella se sienta en la roca y se van acercando más cabritillos a la vez que todos miran al más allá. Yo me giro y veo el ocaso del sol, una foto maravillosa. Ella les habla murmurando a sus orejas que ha venido con un nuevo amigo, que es cazador y que es posible que en un futuro una bala entre en su lomo. Ella lo decía a la vez que acariciaba a uno de ellos con mucho amor. En ese momento se oye un disparo y todos los cuatro patas salen en manada a esconderse.

Mi vecina baja las rocas a la vez que sus ojos me miran fijamente:

-Abel, ahora saca la escopeta que llevas y haz que sangren.

Dos días después quería preguntarle que por qué tenían esa conexión con ella; llamé a su puerta. Al abrir ella, le hice preguntas.

-Subo todos los días a ver a mis cabritillos, todo empezó un día que me despisté y me topé con un cabrón de cuernos gigantes, yo sinceramente me acojoné y casi me meo encima, él me miró haciendo un ruido raro y llegaron más como él. A mí me dio la sensación de que me sonreían, me acerqué y me aceptaron. Desde entonces voy todos los días desde hace un año. Me encanta observar los olivos, los animales y la naturaleza, por eso no entiendo vuestro afán de cazar y destrozar todo.

A mí, esas conversaciones me hacían que pensar, pero mi padre me educó de otra manera: la caza. La verdad es que mi tontita vecina no quería convencerme, era yo el que quería saber y quería convencerla. Una de las veces me hizo pensar, me dijo que, si me sentía bien cazando, matando al hijo de una cabra, que me imaginara dando un disparo a mi hermana.

-Noooo -le dije-. No lo digas ni en broma.

-Tú haces lo mismo matando al hijo, al hermano de una cabra. Una cabra montesa, en extinción, y encima para poner su cabeza en tu salón, no por necesidad, no para comer.

Yo le pregunté:

-Morena, ¿no te da miedo que te ataquen?

-Abel, ellos tienen más miedo de nosotros que nosotros de ellos.

-Sí, puede que tengas razón, pero tú estás ahí sola con todos esos cuernos, con varios bichos enormes que parece que te están acechando.

-Mi teoría es que hay más posibilidades de ser herido o asesinado por un ser un humano que por un animal. Yo no suelo ver la televisión, pero por lo que escucho, hasta el momento, todos los noticiarios son “Secreto de sumario: la guardia civil archiva el caso pasional, se piensa que fue asesinada por amor y a la vez es acusado de una quema de dos niños, sus hijos, y por desgracia gemelos, siete años, queridos por su comunidad, pero de momento no se sabe nada hasta nuevo aviso”. Sinceramente, Abel, actualmente no conozco ningún archivo, ningún periódico, ningún canal televisivo que diga “asesinado un animal por otro animal por un arma blanca y al ser fallido el cuatro patas, el peludo se levantó y lanzó el cuchillo al humano porque la gallina le fue infiel, la policía después de una gran investigación llega a la conclusión de que fue un asesinato de corral pasional”.

Mi mente interiormente se reía a la vez que pensaba que algo de razón tenía la trencitas. Ella me comentaba:

-Tú sabrás, pero creo que has sido uno de los primeros humanos y cazador que ha sido aceptado en la manada montesa y campo olivar, has subido a su casa, a las montañas.

Una vez, en mi casa, oigo una voz fuerte.

-¡Abel! Vaa… que hoy hay buena caza. ¿Hoy no vas a la fábrica del olivo?

Ese era mi padre, orgulloso de su único hijo, para que le acompañara a la caza. Nos vestimos, preparamos las escopetas, y a eso de las cinco treinta salíamos a los montes. Yo pregunto:

-¿Por qué cazamos?

Hay un silencio, hasta que uno de sus amigos empieza a reírse y todos le acompañan.

-Anda, tu hijo tanto trabajar en la fábrica de aceite al final lo pierde.

Mi padre me echó la mirada más vergonzosa de su vida. Nosotros y sus compis aparcamos sus coches. Al rato todo en silencio, escondidos entre los matorrales esperamos a que saliera una buena pieza.

Oímos un ruido. Yo ya nervioso por no decepcionar a mi padre, disparo.

-¡Abel!, no has fijado la mirilla, te has desviado unos metros -me dice mi padre cabreado, y yo pensaba que con razón.

Yo me levanto cabreado para ver dónde ha caído mi bala y noto como mi padre me retiene el tobillo haciendo un gesto de silencio a la vez que me obliga a agacharme, diciéndome:

-¡¡Hijo!! ¡¡Le has dado!!  ¿Oyes el taconeo? Eso es la huida de los demás cervatillos.

Yo le sonreí, no muy convencido porque me venía a la cabeza todas las conversaciones en la roca sentados, con la puesta del sol escuchando las tonterías y verdades que me decía mi platónica vecina.

-¡Vamos hijo! Subamos a ver tu pieza -me decía mi padre con una gran sonrisa.

A medida que vamos subiendo la montaña acercándonos a la pieza, escuchamos un taconeo y el balar de las cabras.

-¡Qué raro!, nunca había escuchado ese ruido y llevo matando a estos cornudos como veinte años, jejeje -riéndose mi padre-, veremos algo nuevo, así lo podrás contar a tus compañeros del aceite -mientas me golpeaba la espalda.

A medida que vamos subiendo la montaña y nos vamos acercando a la pieza, mi padre y yo nos paralizamos, quietos. Mi padre saca el móvil para grabar lo inédito. Muchas cabras balando rodeando un charco de sangre. Me agacho manteniendo la distancia para ver la pieza.

-¡Hijo! No te acerques mucho, es muy raro el ritual que están haciendo.

Yo, confiando en mí y en el otro día que estuve con ellos, me acerqué como uno más de la familia. Esos peludos de cuatro patas abrieron su círculo para que yo pudiera entrar, acercándome poco a poco al bicho muerto, a la pieza que mi padre estaría orgulloso. Cuando mis ojos aclaran el plano, lo veo cristalino, no salgo de mí, una puñalada recorre mi cuerpo y todas sus palabras me vienen a la cabeza: animal, humano, herido.

Mi pieza…, mi bala, mi supuesto orgullo, mi gran pieza, mi reconocimiento a mi padre, ese hilo de sangre, mi disparo, el taconeo de las Cabras… Mi búsqueda en la mirada inocente de esos peludos acompañados. Mis lágrimas inesperadas. Era mi tontita, amor de trenzas, con un disparo en la espalda.

Yo me arrodillo llorando desesperado por lo que he hecho, le sujeto en mis brazos diciéndole

-Mi pequeña vecina tontita, no me dejes, te quiero con toda mi alma -a la vez que una cabritilla se me acerca y me lame la nuca.

Le miré y le agarré del cuello llorando mi desesperación.

Ese día colgué los hábitos de la caza. Actualmente voy todos los días a esas montañas rocosas viendo la caída del sol sobre los olivos.