Acerca de la felicidad

Ramón Rodríguez Pérez

Tarde de verano. Duermen en los solares del barrio, como reflotados pecios, los cascos vacíos de la Cruzcampo, hermanados con el escombro y las chutas usadas. Ronronean los aires acondicionados al delirio del mercurio. Pocos vecinos han escapado este verano del cemento furibundo; la mayoría suda bajo el hormigón y la uralita mientras sueña con mares lejanos e imposibles. En los televisores de agosto del barrio siempre hay un escapado subiendo el lago Enol, un ciclista que pedalea como huyendo de la muerte, con vacas rumiando, palmeros, y la soledad de fondo.

En la taberna de Cosme los pensionistas se entretienen ahorcándose unos a otros el seis doble, mientras llega el final de sus días. Por las mañanas el mostrador huele a aguardiente de Rute y a café torrefacto, entreverado con el humo de los ducados y el de la lejía los tres sietes. Un puñado de clientes fijos se apoya en la barra esperando el porvenir, como buenos flamencos, esperando no se sabe qué: una señal, algo indefinido. Allí están, desmadejados, con la tele de fondo, confundiendo los días unos con otros. Allí, donde nunca sucede nada, confiando en que algún día torne azul aquella gris rutina.

En aquel ángulo de la barra se solía situar Blas, el cobrador de seguros de los muertos, un hombre que, quizás por trapichear con la muerte ajena, no pensaba mucho en la propia, aunque guardara un secreto íntimo: nunca confesó a nadie que tenía miedo cerval a quedarse encerrado en una cabina de teléfonos, por lo que siempre que hacía uso de alguna de ellas ponía la pierna de modo que no se le cerrara la puerta del todo. Aquel hombre se llamaba Blas por su abuelo, coleccionaba sellos de temáticas variadas y bebía el café a ruidosos sorbos. Blas era imprevisible. Aparecía por allí sin hora determinada; un día venía de la droguería donde había comprado polvos de la marca Flit para combatir las hormigas que le campeaban por la despensa y otro con un pan de cantos recién horneado. Blas también, todo hay que decirlo, admiraba al caudillo Dux Hispaniae Gratia Dei. Tanto lo admiraba que, allá por 1964, escribió una carta manuscrita al Pardo felicitándole los veinticinco años de paz, carta de la que nunca obtuvo respuesta y por la que maldijo bastante tiempo al servicio de Correos pensando que se la habían perdido. Blas poseía una lupa de calidad con la que también se entretenía mirando las estrellitas a los duros y a las pesetas. Por lo visto dicen que ahí anida el misterio insondable de la numismática. A veces nos pasamos el mayor tiempo de nuestras vidas haciendo cosas sin sentido, otros escriben poemas al mar o pescan truchas para soltarlas luego. Blas fumaba Mencey y tenía los dedos de las manos del color de las almendras tostadas. Hablo de él en pasado porque hace poco se lo encontraron muerto. Al parecer cayó fulminado mientras se lavaba los pies en una palangana. Paradójicamente, su viuda ha tenido que entramparse con el Monte de Piedad por no poder pagar del tirón el sepelio. Eso sí, ha podido conseguir que el trabajo del padre lo herede su hijo mayor, un gañán atolondrado con pinta de onanista a tiempo parcial, el cual no tiene aún la sana costumbre de frecuentar las tabernas. A Blas lo echamos mucho de menos por su bonhomía, aunque nos contara cosas y aficiones que nos importaban un pimiento. A la gente le coge uno afecto; si se le toma cariño a un chucho o a una moto cascarriosa que lleva tiempo con nosotros, cuando menos a un señor con bigote con cara de no haberle hecho nunca daño a nadie.

En el bar de Celso para también Jacinto Cerezales, un jovenzuelo lánguido y enjuto, con esa mirada acuosa que suelen portar los ociosos y los poetas de provincias. Suele entrar a menudo acompañado de su novia, Ercilia, moza con cierto parecido físico a la Olivia de Popeye. Allí Jacinto se enfrenta cada día a los ojos vacunos de su amada ante dos fantas de naranja y un plato de aceitunas de ajo. A veces, cuando el estío se deja caer con todo su rigor, entran en el bar carleando como dos chuchos de lana. Pero de los labios de Jacinto nunca surge una queja. Jacinto es un epicúreo que aspira a la ataraxia, a la turbación ausente. Jacinto agradece a la vida cada minuto de su existencia. Por ello Jacinto es poetastro, y por eso le recita a Ercilia versos propios o ajenos con exquisita sensibilidad y cadencia.

“Palacio, buen amigo, ¿está la primavera vistiendo ya las ramas de los chopos…?”.

Y Ercilia suspira y se le aflojan las carnes de puro arrobo mientras muerde una aceituna.

Ercilia se emociona hasta tal punto atendiendo a los versos de su amado que no advierte las gotitas de caldo aceitunero con el que la ley de la gravedad ilustra el plisado de su falda. Ercilia no puede estar atenta a todo, ni a la luz hiriente del agosto sureño, ni a la extinción del lince, ni a las acciones de Iberdrola; el mundo está lleno de muladares donde a Ercilia no se le ha perdido nada; Ercilia entonces solo parece mirar para adentro y se traspone, y se olvida por momentos de los lamparones. Entretanto la luz, allá afuera, muerde la tarde con rabia. Blanco refulge el cielo y sierran la tarde las chicharras en los plataneros.

Jacinto suele competir en certámenes poéticos de la flor natural, con desigual éxito. Ahora viene de obtener un quinto accésit en Peal de Becerro, provincia de Jaén, con un soneto fecho al itálico modo, al estilo de Petrarca. Pero aspira a más. Quiere dar el gran salto hacia la narración y así se lo ha hecho saber a Ercilia. Porque Emilio comparte todo con su novia, ya sean ilusiones, logros o pipas tostadas de calabaza. Rara es la tarde que no entrecruzan sueños y organizan su futura vida marital sentados en un banco de cualquier parque. Allí ven languidecer la tarde mientras el suelo alrededor de sus pies se va cubriendo del albor tristón de las cáscaras roídas. Poco a poco, Jacinto va urdiendo en su cabeza el argumento de un relato sobre olivos y olivareros, de ahí la querencia a las aceitunas de ajo. Jacinto tiene fe ciega en las teorías relacionistas, aquello de que somos lo que comemos y todo eso. Hay que nutrirse pues con los mismos alimentos que inspiraron a los grandes bardos griegos, por si se le pega algo. ¡Ah, aquellos árboles sagrados del Ática, y aquellos otros de Cicione, los crasos olivos que cantara Virgilio! Es por eso que Jacinto come aceitunas constantemente. Tanto en los bares como en casa, donde consume las de la marca “El zorzal”, de tersa textura y punto óptimo de sal.

Jacinto es un escritor de pulcro y aseado estilo. Asimismo, mantiene como un particular credo los tres tiempos preceptivos de la narrativa: el planteamiento, el nudo y el desenlace. En su magín intenta acomodar personajes principales y secundarios en la trama jornalera del relato con el que pretende cubrirse de gloria. Hombres rudos y mujeres vigorosas que esconden en sus pechos grandes corazones, alentados por esa fuerza telúrica que emana del instinto de supervivencia y la tierra feraz. Aún no tiene pensado el título, pero baraja algunos posibles. Títulos donde podrían tener cabida palabras como orgullo, sol o raza. Oro líquido tampoco quedaría mal.

A Jacinto la parroquia lo mira de una manera un tanto extrañada, como si estuvieran ante la presencia de un alienígena o, cuando menos, de un personaje preñado de exotismo. Algunos lo invitan a refrescos, aceitunas o tapas de sangre encebollada a cuenta de que les recite algunos versos improvisados, como el que ofrece un cacahuete a un chimpancé antes de hacer una gracieta. Jacinto, en su inocencia, a veces cede y declama como versos propios versos hurtados en jardines ajenos, versos que la audiencia aplaude a rabiar.

“Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo…”.

A la clientela de Cosme, según qué cosas, se la puedes dar con queso. Si le hablas de Rubén Darío posiblemente lo asocien a un lateral del Betis o a un cantante melódico de los que cantan en las terrazas nocturnas de Fuengirola. El vulgo es así. Y aplaude, aplaude con regocijo mezclada la mofa y la admiración. Aunque no siempre es de esta manera. Esta vez, Jacinto, alentado por la temática que lo trae de cabeza, le ha salido del alma aquello de “Andaluces de Jaén, aceituneros altivos…”.

Y aunque el auditorio de casa Cosme es bastante ignorante, aquello les suena tantísimo que silba intuyendo la estafa. Pero Jacinto insiste, transportado en una suerte de ensoñación pseudomística, y sin dar marcha atrás, continúa:

“¡Cuántos siglos de aceituna, los pies y las manos presos…!”.

Entretanto, Ercilia asiste a espectáculo con la cara encendida como un tomate.

Pero el exotismo de Jacinto llegó a su más alta cumbre el día que pidió al tabernero olivas en lugar de aceitunas. Nombrar a las aceitunas como olivas en la taberna de Cosme resulta algo cercano a la provocación. Lo mismo da que Jacinto use la acepción latina en lugar de la de origen árabe por su amor a la estética clásica; allí de poco vale. No se lo permitieron ni a aquel que se le pegó el vocablo de marras tras haber trabajado algún tiempo en Valencia haciendo hormigón para la central de Cofrentes. A la tercera vez que dijo olivas le retiraron el saludo y tuvo que recular. A Jacinto le han dado otra oportunidad, porque es poeta almibarado y da cierto juego para el cachondeo, pero nuestro hombre ya se está dando cuenta de los silencios sepulcrales y las miradas de reprobación del personal cuando pronuncia la palabra de marras.

La felicidad era representada en la antigua Roma como una señora con una rama de olivo en la mano. Sea ésta efímera, como dicen algunos, o no, tanto el difunto Blas como nuestra pareja siempre la practicaron de oído y sin haber leído a Séneca, lo cual tiene más mérito. Observamos ahora a Jacinto mientras rumia una aceituna con gesto bovino. De vez en cuando esboza un amago de sonrisa y dilata las aletas de la nariz, como hacían los románticos alemanes cuando encontraban el adjetivo preciso. Entretanto afuera sigue la vida la rueda de los días, el despiadado verano aplastando cualquier atisbo de nervio; si acaso la leve queja de una paloma como banda sonora de este agosto cruel, de este barrio proletario donde nunca parece pasar nada.