Al otro lado del mundo

Roberto Baena Herrera

Él sabía que algún día vendrían.
No sería tan raro que pudiese pasarle algo así, y él lo sabía.
Todos allí eran tan especiales, y tan importantes, que solo era cuestión de tiempo, no medido como nuestro tiempo, pero sólo era cuestión de esperar.
Nunca dijo nada, pero él estaba seguro. Convencido de que algún día se cumpliría lo que, desde hacía años, había estado imaginando. Presintiendo.
Podía notarlo en el ambiente.
Lo decidió desde aquel terrible enero en tiempos de la guerra, cuando el dolor amargo de la muerte de aquella mujer, bajo sus brazos, le hizo insoportable seguir atado a esas tierras. Supo que algún día no aguantaría tener tan adentro el vestigio de algo tan hermoso y tan doloroso a la vez, como el recuerdo de aquel amor entre humanos, que ella había escondido en él, y que tan trágicamente había finalizado acurrucándose en su sombra, sin poder hacer, sin poder decirle nada. Abrazado a Carmen, sintió el sueño que ella había tenido siempre de querer vivir con una ventana al mar de olivos, pero la mujer cerró los ojos y solo hubo silencio.
Silencio, solo el silencio le había acompañado desde entonces, campaña tras campaña, elaborando en su lenta memoria un plan para huir de todo aquello que le seguía recordando lo que vivió ese frío invierno, para poder llevarse con él aquel secreto escondido entre alguno de sus nudos, lejos, muy lejos de allí.
¿Pero cómo?
Años y años sin decirlo. Solo él sabía cómo podría conseguirlo, totalmente convencido de que ése debería ser su destino.
Un destino para el que no había nacido, pero del cual no quería librarse, sin desearlo, pero que ya hacía casi un siglo desde que le prometió a sus ancestros que él cuidaría de sus hermanos hasta con su vida, e incluso si fuera necesario, abandonando aquellas tierras (su mundo) para que a ellos no les tocaran ni un centímetro de sus robustos cuerpos.
Las primeras luces de una fresca mañana le pusieron en alerta mientras sus hermanos aún dormitaban, con el rocío y la escarcha derramándose por su piel entumecida, arrugada, dura y retorcida, pero tan llena de salud, que irradiaba a sus longevos cuerpos fortaleza y plenitud en cada una de sus células.
El sol empezó a cubrir el monte de resplandecientes brillos, retirando las tinieblas adormecidas de la noche que lo cubrían todo minutos atrás, dejando tan solo algunas sombras a sus pies, y deshaciendo la escarcha de entre los verdes anversos de sus dedos.
Los demás, parecían querer hablarle, pero seguían mudos.
Ahora se daban cuenta, todos, engañados por él, precisamente el que debería defenderlos (decía, eso dijo), defenderlos con su vida, y ahora ellos se daban cuenta de que les engañó a todos como a niños.
Siempre se jactaba desde su posición de haber llegado hasta allí el primero, como si eso le hiciera merecer más de lo que ya eran o tenían, pero era así, toda su vida haciéndoles sombra con su altanería de primogénito. En tan solo unos años, llegaron casi todos los demás, llenándolo todo de vida, de brillo, de hermosura, de alimento.
Él los confundió, o al menos no tuvo más remedio que hacerlo para salvarlos.
No hacía ni dos años, pero les engañó adrede aquella primavera, al tiempo que parecía que se marchaba aquel duro invierno, tan sólo días después de que aparecieran aquellos extranjeros de ojos rasgados, cuando justo a sus pies, les escuchó por primera vez hablar de llevarse al mejor de todos al otro lado del mundo.
Llevárselo.
Arrancarlo de cuajo, mejor dicho, esa era la idea.
¿A cuál escogerían? Todos se parecían entre ellos. Eran hermanos, y muchos, casi idénticos; en nobleza, en calidad, en hermosura, en presencia, en compostura y, sobre todo, en fruto. Un pedigrí excepcional, de los que ya casi no quedaban por Andalucía, de esos que causan envidia y acrecentaban aún más la leyenda de su señor, de su dueño, el dueño de casi todo vegetal de aquella fértil comarca: Don Jesús Galván.
Por increíble que parezca (casi ochenta años después de la muerte de Carmen), aquella mañana de abril, los ojos más hermosos y raros con un tono verde del color del aceite, paseaban por su colina entre aquella comitiva de empresarios de Corea del Sur, que habían sido invitados por la consejera de exportaciones de agricultura, para conocer a pie de campo la que era la mejor y más valorada almazara de Jaén, que desde hacía años regentaba Jesús Galván con su hermano, y que exportaban al mejor pagador su mejor aceite, “Flor de la oliva”, una marca líder por su calidad y excelencia, no sólo en el sabor del virgen extra, sino sobre todo por su color.
El color de los ojos de Alba, la consejera.
Ella había llegado hacía tan solo unos días a la capital del Santo Reino para los premios de la temporada y para la presentación del increíble aceite de Jesús, y caminaba ahora junto a él entre los coreanos por la campiña de una de sus plantaciones filiales de Lopera, y él se comprometía a regalarles un ejemplar de olivo que sería un lujoso presente para su país en gratitud al inmenso contrato exportador de su aceite, y que pretendía llevar a tierras de Seúl, prácticamente en su totalidad, el Virgen Extra Calidad Suprema.
“Al otro lado del mundo”. Se repetía desde lo más profundo de sus raíces, pareciendo así que retumbaban sus pensamientos con cada suave vibrar de sus hojas. Sólo faltaba que lo escogiesen a él dentro de casi veinte meses, en diciembre, cuando todos los trámites y papeleos para un transporte así, estuviesen preparados, y por supuesto, para esa fecha, el plan que él tenía reservado no podría fallar, y para eso debería engañarlos a todos, y asegurarse de que ninguno ocupase su puesto, pues él prometió dar hasta su vida si fuese necesario para protegerlos (pocos árboles son tan fieles como éste) y además, ansiaba como nadie llevarse su “secreto” lo más lejos posible.
La tramitación del papeleo, y la logística, le daban casi dos años, (bianual), lo suficiente que necesita un olivo para preparar la inflorescencia y floración de sus yemas, eso sí, que condicionadas por el frío y por la hidratación del suelo, hacen que el olivo se prepare para “madera” o para “fruto”.
Y ahí estaba la clave de nuestro enigmático protagonista.
Desde aquel mes de abril, después de la visita coreana, indujo a todos sus hermanos a preparar madera más que fruto para la que sería la temporada de dentro de casi dos años.
Ellos siempre se fiaban de su consejo.
Y así, cuando regresasen al cabo de ese tiempo para la posible elección, él, y sólo él, sobresaldría entre todos por sus racimos de gordas y brillantes olivas de ébano que doblarían hasta la última de sus ramas, para aparecer ante la plantación como el más digno y precioso árbol del aceite jamás contemplado. Sus cuatro metros de alto por casi ocho de diámetro le hacían ser un ejemplar espectacularmente bello, y sus ovalados frutos resplandecían con el suave rocío de la mañana, apareciendo como perlas negras suspendidas de entre sus hojas.
La suerte estaba echada; elección directa.
No hubo ninguna duda.
Ahora, todos, le comprendieron y no le guardaron rencor.
Los papeles para él y otros cuatro ejemplares más estaban preparados, haciendo un total de cinco hermosos olivos jiennenses que pasarían a manos del gobierno de Corea del Sur, y que quedarían emplazados en el Parque Forest de la capital.
Los otros cuatro habían sido elegidos de entre un mismo número de plantaciones que aquellos orientales habían visitado hacía ya veinte meses, y que destacaban por algo especial en sus aceites: unos ecológicos, otros afrutados, otro por su recolección en verde y uno más por ser un olivo del último ganador del premio “Jubilación del año”, que recayó en don Aquilino Buenamesa, que llegó a ostentar más de setenta y cinco años al frente de sus olivares en la Sierra Sur alcalaína, y recibió el galardón y mención de honor de los empresarios andaluces a toda una vida entregada al aceite de oliva, el mismo día de la presentación de su biografía.
Cinco magníficos ejemplares camino de Seúl, haciendo un servicio como embajadores permanentes para un producto andaluz de calidad y prestigio, que ya no tenía fronteras.
Al otro lado del mundo.
Ni siquiera con el platillo volante de Terry, (ya saben, el simpático extraterrestre que el año pasado visitó “Sierra Mágina”), sería fácil llegar hasta allí. Pero estaría bien descubrir qué cosas diría o qué le gustaría comer por esas tierras, eso sí, siempre con un buen aceite de oliva.

El mismo día de la replantación y colocación de los cinco árboles en el centro de aquel parque, Teayang Park, un trabajador de una empresa de exportaciones alimenticias afincada en uno de los grandes edificios colindantes de la zona, y que hablaba perfectamente español, se despidió de su antipático jefe, y se tumbó a descansar a los pies de uno de esos enigmáticos recién llegados, como hacía cualquiera de otros tantos días con el resto de árboles, y con su cabeza apoyada al tronco lanzó los brazos hacia arriba para abarcarlo y, dejándose llevar por su tacto hasta entrar en uno de sus huecos, palpó algo allí escondido…
Y el olivo se estremeció con un escalofrío de paz y satisfacción.

Dedicado con respeto y cariño a
Carmen Torres, Jesús Galván, Aquilino Buenamesa , Teayang Park y a nuestro querido Terry
Todos ellos, presentes en relatos de la primera edición del certamen.