Algún día recordarás…

Emilio Prieto Hurtado

Fue uno de los otoños más lluviosos. El cielo gris capeaba, cada día y sin tregua, al verde mar de olivos. Los charcos inundaban los regadíos, el viento azotaba los toldos y la palabra “ciclogénesis” apareció en el titular de cada periódico. Los informativos echaban la culpa a la contaminación y al cambio climático. Los ancianos de los pueblos más pequeños aludían a que las cabañuelas ya advirtieron de este desastre. No dejaba de llover y, tras la ventana, Yovana observaba cómo las gotas de agua serpenteaban hasta el marco. Sus recuerdos se ahogaban en cada una de las estelas acuáticas.

—Cariño, vas a coger frío —con una manta y un beso en la frente, Oliver abrigó su cuerpo y alma, pero ella no le reconoció.

El silencio se hizo respuesta.

Nadie supo jamás qué pasaba por su mente cuando contemplaba, ensimismada, el temporal. Aquellas horas frente a la tempestad le permitían estar relajada. El término portugués “saudade” definía perfectamente su estado. Sin embargo, ella nunca lo aclaró. Apenas hablaba. Se sentía sola, extraña, a veces perdida, siempre desorientada. Aquel no era su lugar y, si lo era, no lo recordaba.

—¿Sabes algo? —continuó, sentado a su lado—. Tras la tormenta, llega la calma.

Sus labios intentaron sonreír, pero no lo lograron. Oliver no se percató de este amago. Se incorporó y dibujó frente a ella medio corazón.

—Te quiero, Yovy.

Él se secó las lágrimas y se marchó. Y allí se quedó ella, vigilando cómo la borrasca se cobijaba sobre su casa y destrozaba con rabia todo cuanto ella no podía. Entre truenos, su impotencia se vengaba del olvido. Pero Yovana no lo sabía, solo lo sentía, y ni siquiera estaba segura de entender qué era eso.

—El Alzhéimer es una grave enfermedad. Cuando no se puede poner nombre a algo, se hace irreconocible. Se borran las imágenes. Es un proceso paulatino que adormece la mente —Oliver recordó las palabras del médico que trató la enfermedad y se resguardó en lo más hondo de su ser, junto a su impotencia y debilidad.

—Pero, habrá algún tratamiento, ¿no? ¡Algo se podrá hacer!

—Lo siento —apoyó la mano en su hombro y susurró—. En este caso, no.

La desolación le abofeteó y sintió que todo se derrumbaba. Hubiera dado cualquier cosa por evitar aquello. Pero la realidad le golpeaba cada vez que lo recordaba.

—Recuerdos… —susurró en su habitación— son un castigo tenerlos y perderlos.

Suspiró para calmar su llanto, volvió al lado de su mujer y miró por la ventana.

—A este ritmo será imposible recoger la aceituna…

Yovana sonrió. Esta vez sí, pero él tampoco la vio.

Así pasaron los días. El sol no apareció. Las temperaturas fueron cada vez más bajas, y todos advertían que ese sería el año más lluvioso del último cuarto de siglo.

—Este es el día que nos casamos —Oliver se sentó a su lado, con un vaso de leche caliente y un álbum de fotos—. Estabas radiante, ¿lo ves? Fuiste tan feliz…

Ella no respondió.

—Ensayamos mucho el baile y cuando empezó la música, olvidamos los pasos… —su mirada se cristalizó, pero aguantó para controlar sus emociones—. Aun así, lo hicimos genial. Contigo todo es diferente, ¡como una aventura! La mejor de todas.

El sonido del viento intervino en la conversación, pero no era lo que él espera oír.

—Toma un poco, anda —le acercó la leche y ella le dio un sorbo.

Después se incorporó y, sobre la ventana, volvió a dibujar medio corazón.

—Algún día recordarás cómo es la otra mitad —la besó en la frente y se marchó.

Así pasaron los días hasta que, una mañana, un pájaro despertó a Oliver. La luz parecía atravesar sus párpados.

—¿Qué es eso? —susurró.

El sol despuntaba por las montañas. No lo pudo creer. Pegó un salto de la cama y fue corriendo a la habitación donde dormía su mujer.

—Cariño, ¡despierta! —ella le apartó— ¡Mira por la ventana!

Yovana gruñó.

—Cielo, amor mío. ¡Llegó la calma! —la zarandeó emocionado, pero ella gritó.

Oliver, asustado, retrocedió, pero ya era demasiado tarde. Su esposa no dejaba de temblar, llorar y gemir angustiada.

—Tranquila…

Ella le miró como un animal acorralado que no sabía defenderse.

—Emergencias —se alejó y con el móvil pegado a la oreja—. Ha pasado algo…

Una unidad móvil se desplazó hasta su casa.

—Ha sido un ataque de ansiedad —le comentó la enfermera—. Le hemos suministrado un calmante. No recordará nada cuando despierte, aunque es posible que se muestre reacia. Algo en ella le indicará que no está segura. Haga como si nada.

—Así haré.

—Oliver —musitó— Yovana no sabe quién es usted. Si la despierta, no verá a su marido, sino a un extraño. Es por eso por lo que le aconsejamos dormir en habitaciones diferentes. Tenga cuidado. Este tipo de situaciones destruyen cualquier avance que haya hecho en las últimas semanas. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Sí…

—Sé que es duro, pero su apoyo es vital para ella. Tenga esperanza.

Mientras su mujer descansaba tras irse el equipo médico, Oliver se preparó para recoger la aceituna. Llamó a su cuadrilla y quedaron a primera hora de la mañana. En el campo, sentía que sus problemas desaparecían. Rodeado del verde olivar, entre útiles y tierra, amigos y siembra, hundía en el fango su preocupación y vareaba para sacudir y alejar sus miedos. Allí no existía la derrota. Era una lucha a contrarreloj.

Durante la campaña, Oliver se encargó de los árboles más cercanos a su casa. No perdía ojo por si Yovana necesitaba algo.

—Lo pasamos mal con la lluvia, pero, ¿sabes? Recogeremos más aceituna —le contó—. El fruto es grande y las olivas están cargadas. Será una cosecha increíble.

Sin embargo, algo pasó que hizo que su historia perdiera toda importancia. Ella lo miró de reojo. Giró la cabeza y clavó sus ojos en él. Por un momento, creyó que iba a decirle algo. ¿Estaría recordando? ¿Sospecharía quién es? Pareció, incluso, que estaba ubicándolo en su memoria. Entonces Oliver sostuvo su mano y con la mirada, le rogó que dijera su nombre. Ella apretó con sus dedos, como si estuviera presa en una cárcel de carne y hueso y le mandara una señal. Él la entendió y no desistió.

—Yovy… —suspiró.

Pero no ocurrió nada. Agachó la cabeza y dejó de observarle. Entonces se incorporó, cogió un pintalabios, volvió a dibujar medio corazón en la ventana.

—Algún día recordarás cómo es la otra mitad… —indicó.

Las semanas pasaron y la campaña, cada vez, se hacía más dura. La ilusión de los primeros días tras la lluvia se desvaneció. Eran pocas personas para tanto trabajo.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó uno de sus compañeros.

—Está bien…

—Pero, ¿te habla?

—Aún no.

—No sabía que los autistas no hablaban.

—¡Ella no es autista! —le corrigió.

—Bueno, pues lo que sea…

—El Alzhéimer se manifiesta de muchas maneras.

—Pero, es tu mujer. ¿Ni siquiera os acostáis?

Oliver lo miró con desdén.

—¿Cómo te atreves…? —se abalanzó sobre él y tres miembros más de la cuadrilla se acercaron para separarlos.

—¿Qué te pasa? ¡Vas a perder la cabeza igual que ella!

—¡Márchate ahora mismo de aquí! ¡Fuera!

—El karma te está castigando —le increpó mirando hacia su casa.

—¡Que te vayas!

El trabajador se marchó y él se quedó en el suelo, con el labio partido y sangrando.

—¿Estás bien?

—Sí. Solo es hora de volver al trabajo.

Esa tarde no habló con Yovana. Le sirvió la cena y ella se percató de que estaba intranquilo, pero no dijo nada.

A la mañana siguiente, un coche aparcó frente a la puerta.

—¡Oliver! ¡Cuánto tiempo!

—Hola Claudia. Tu hermana está en casa.

—¡Fenomenal! Le he traído unos regalos.

—Recuerda no alterarla ni agobiarla.

—Tranquilo, Oli —sonrió—. Hay cosas que no se olvidan…

Él se adelantó para ver cómo estaba su esposa.

—Cariño, alguien ha venido a verte…

—¡Sister! —gritó Claudia— ¡Estás desaparecida!

Yovana ni se inmutó ante su presencia.

—¿Qué le pasa? —le preguntó a él.

—Ha empeorado…

—Hermana, ¡ey! ¿Me oyes? —le movió la cabeza— ¿Por qué no respondes?

—Claudia…

—¡La tienes muerta en vida! —le acusó— ¡Por tu culpa está así!

—Eso no es cierto.

—¡Claro que sí! La sacaste de la ciudad para traértela a este maldito campo.

—No fue así y lo sabes.

—¿Acaso olvidaste que mi padre os pidió que os quedarais? Yovy, ¡díselo!

—Ella no se acuerda.

—La tienes así por el dinero de la familia. ¿Crees que no nos damos cuenta?

—Está bien, Claudia. Márchate —respiró profundamente.

—¿Me estás echando? —dio un golpe en la mesa y Yovana se asustó.

—La estás molestando. Te ruego que vuelvas cuando te calmes.

—¿Y ahora me llamas histérica?

—Por favor…

—Muy bien —miró a su hermana—. Ahí tienes un par de perfumes. Un detalle…

Caminó hacia la puerta enfadada y se paró frente a su cuñado.

—Para ti no hay nada.

Un acelerón levantó una polvareda frente a la casa y el coche desapareció. Oliver se quedó con su esposa hasta que sintió que sus pulsaciones volvían a recuperar su ritmo.

—Regreso enseguida, mi amor —susurró.

Tras unos minutos allí, sola, contestó:

—Siempre vuelve la calma… —pero nadie la escuchó.

La temporada de aceituna concluyó y llegó uno de los días más esperados: la cata del primer aceite. Esa mañana, Oliver preparó un café y tostadas. En la mesa dejó zumo de naranja, magdalenas, servilletas y un folio con medio corazón dibujado.

—¡El desayuno está listo!

Yovana apareció al instante.

—Hoy es una mañana muy especial —sacó la botella de aceite—. Feliz aniversario.

Ella sonrió y oteó el verdor de ese líquido.

—¡Pruébalo! —le animó.

Lo miró con complicidad y le hizo caso.

Ese olor. Ese sabor… ¡algo causó en ella! Su memoria despertó unos segundos, tiempo en el que Yovana tuvo lucidez y rememoró algo. Cogió su pintalabios y el papel, contempló el medio corazón y lo completó.

—Yovy —Oliver le cogió la mano con los ojos llenos de lágrimas…

Su marido la abrazó con todas sus fuerzas y entonces la lluvia comenzó a regar de nuevo el campo. El olor a tierra mojada y las gotas de agua sobre el cristal reseñaron la presencia del invierno y la llegada del frío, el mismo que no tenía acceso ya a dos corazones bautizados por el aceite de oliva, el amor y el recuerdo.