Alma de barro

Escalare

Con maestría; las manos curtidas, de alfares expertos me engendraron.

La misma arcilla y la misma agua que alimentaba las venas de los nobles olivus (olivos), fueron el origen de mi existencia en la triunfal Isturgi (Andújar).

La sangre esmeralda, que vivificaba esos olivus, fue el origen del néctar que preñó mi vientre, para admiración y deleite de los afortunados que tuviesen la suerte de catarlo.

Con punzón hiriente marcaron mi antepecho y el aliento vulcaniano endureció mi piel, hasta conseguir que mis poros fuesen casi impermeables.

En dicha marca rezaba la identidad de mi propietario y el origen de mi cuna; con posterioridad recibiría también el anagrama identificador del contenido que habría de premiarme.

Cerca de Cástulo (Linares); acunada por el almagre Tugio (Guadalimar), inhalé mis primeros ambientes de calafates y brea. Me hicieron fuerte; pero a pesar de mi robustez, con denodado esmero fui tratada ya que, al igual que el acero; cualquier mal golpe podría hacer añicos mi oronda figura.

Esperando mi destino permanecí tranquila y después de algún tiempo; ceñida con maderas me portaron cerca de la dolia (tinaja) donde aguardaría mi momento. Allí el aire era profundo; denso y ácido, se mezclaban el de los sudores de los forzados trabajos, con el que emanaba del torcularium (almazara), creando un atmósfera particular e inconfundible.

Puede observar desde mi privilegiado lugar, cómo las olivas eran deshuesadas en la cella olearia (donde se realizaba un primer tratamiento del fruto: la separación del hueso y el ablandado de la pulpa). Todo empezaba a tener lógica; ya comenzaba a suponer cual sería mi cometido en esta ceremonia de los sentidos.

En ese agitado lugar; la pasta obtenida girando las orbis (piedras del molino) sobre el mortarium (mortero), era colocada sobre capachos, donde por presión supuraba la ambrosía, que curaría cuerpos y almas por todo el imperio.

Algún tiempo después, cuando la dolia había decantado ya lo impuro del néctar, llegaba el momento de saciarme con oleum flos (aceite flor o de primera prensada), que al decir de todos era puro “oro verde”.

Con el dicho momento llegó mi plenitud y con él, mi nuevo estatus de valor: ahora me transformé en cofre de exclusiva joya. Sin tregua enmudecieron mi boca con piel de alcornoque bien encajada, raptaba a mi huésped de todo contacto con el resto del mundo. Solo restaba ya, emprender el largo camino hasta la capital del orbe.

Con mil y un cuidados para proteger mi preciada carga; fui embarcada en una lyntre (embarcación de rio romana), donde mecida suavemente por el mencionado Tugio, nos deslizamos hacia el anfractuoso Beatis (Guadalquivir), el cual me acogió con el mismo carisma de buen anfitrión, aumentando mi marcha cauce abajo.

La riqueza de sus márgenes, solo era parangonable con la fortuna de un reino rico y fecundo; su flora y fauna, deleitaba los sentidos del más simple. De noche y día, la vida se mostraba; bella, cruel, tierna y áspera a la vez, cerrando el círculo de nacimiento y muerte, que en unas ocasiones se manifiesta de una manera comprensible, y en otras; con la mayor de la injusticia, pues cuando este juego acaba demasiado pronto, siempre sospechamos que algún Dios “está distraído”.

La profesionalidad; habilidad y conocimiento profundo, que del rio tenían los lintrariis (barqueros), aseguraba el éxito en la mayor de las ocasiones.

La preciosa carga que transportaban, no debía de sufrir la menor desgracia; para ello, dispuestos estaban a exponer sus vidas.

Navegábamos curso abajo, trazando escrupulosamente el rumbo; sorteamos bancos de arena, corrientes, remolinos y otras adversidades, que en un rio vivo como el Beatis, no eran pocas. Formábamos parte de una singular procesión, que nos llevaba inmersos en una ingente actividad de embarcaciones y oficios relacionados con el cauce.

Mi carga, encomendada a aquellos fornidos hombres “sabios del agua”, flotaba mansamente sin sufrir zozobra alguna. Íbamos en pos de un puerto fluvial de mayor calado, donde seria reembarcada en otra nave más amplia, con la que continuar travesía.

Según avanzaban las jornadas, se quedaban atrás las numerosas poblaciones que en torno al agua se asentaban; así vi llegar Epora (Montoro), y seguimos remando curso abajo, buscando Corduba (Córdoba), donde realizaría el primer cambio de embarcación.

La magnificencia de esta ciudad imperial, saltaba a la vista desde el ampuloso rio; sus fortificaciones, su grandioso puente fortificado, sus múltiples molinos y norias en plena productividad, hacían vislumbrar el notorio estilo de vida que para la época disfrutaba; por todo ello ostentaba el galardón de Colonia Patricia.

La patricia Corduba, elocuente y filosofal, nos acogió con serena cordialidad, sirviéndonos de mercado donde reponer fuerzas y vituallas, a la vez que disfrutamos de un merecido descanso.

Después de aprovisionar y cerrar algunos tratos, los barqueros encontraron algo de solaz en las cercanas tabernae (tabernas), y con buen ánimo reemprendimos travesía; esta vez en una embarcación con mayor calado y tripulación, para compartir de esta manera, el aumento de faena.

Nos dejamos llevar por la corriente y ayudados a la par que, de los remos, por una pequeña vela que diestramente manejaban, llegamos con rapidez a las proximidades de Carbula (Almodóvar del Rio o Palma del Rio), otro importante lugar de comercio.

Los rayos solares chispeaban sobre las suaves ondulaciones del agua, produciendo junto con la suave brisa y el arrullo del torrente, una especie de encantamiento, que los navegantes a duras penas eran capaces de resistir, cayendo en un sopor, sólo comparable al que se sufre al escuchar el susurro de Somnus (en la mitología romana, Somnus es la personificación del sueño).

Proseguimos navegando a buena velocidad; y cuando la jornada estaba al punto de concluir, fondeamos cerca de la orilla. Nos encontrábamos poco antes; de que el Singilis (Genil) tributase su caudal al Beatis, cual fiel compañero, que une fuerzas para acrecentar el poder mutuo.

Entre el crepitar del fuego, el grillar, ulular, croar y otros sonidos que llenaban el silencio de la noche, pasamos las horas a recaudo de nuestros porteadores y guardianes; los cuales hacían vigilia por guardias concertadas, con el fin que nada ni nadie pudiese hacerse dueño de lo ajeno.

En esos momentos ya compartía estancia con otras preciadas mercaderías; fueron subidas a bordo, en los distintos lugares que visitamos y habían ido ocupando espacio en nuestro al rededor.

Cereal y cerámica, componían de momento la mayor parte de la carga que, junto a nosotras, “las hermanas gemelas”, habrían de ser la satisfacción de nuestros consumidores y beneficio de quienes ostentaban nuestra propiedad.

Atravesábamos así la Betica; reposando cómodamente sobre la panza de maderos diestramente calafateados, fluyendo con denuedo por su arteria principal.

Al mostrar Apolo sus primeros rayos; levantaron el campamento y soltaron amarras, iniciando con ello una nueva jornada de trayecto que, para contento de todos, no traería inquietud alguna.

Pasamos al poco por Celti (Peñaflor), para a continuación buscar Axati (Lora del Rio); seguían aportándonos nuevos haberes, con la consiguiente sensación de agobio.

Ahora era Canama (Alcolea del Rio) quien nos veía pasar; meandro tras meandro, ya con el invictus en todo lo alto, seguíamos derrota hacia la magna Ilipa (Alcalá de Rio), por donde pasamos bien culminada la jornada.

Favorecidos por una resplandeciente Artemisa, y seguros por el conocimiento docto de aquellos barqueros, no paramos hasta estar ya en Hispalis (Sevilla).

Cuando atracamos en Hispalis, aprovecharon parte de los tripulantes para saltar a tierra, y pronto se dieron a la búsqueda de entretenimientos y placeres.

Por las proximidades del puerto; no faltaban cauponas (alojamiento para viajeros) y algún lupanar; donde los esforzados y rudos nautas, dieron rienda suelta a sus vicios y pasiones, con la consiguiente anemia económica que ello conlleva.

Fondeados apaciblemente, e iluminados por la anteriormente citada Artemisa; unos saccarii (estibadores), ayudados por entorchados, que para la ocasión se habían dispuesto, comenzaron de nuevo con nuestro trasiego de un lugar a otro; embarcando ahora en una nave mucho mayor, que denostaba su predisposición a mayores empresas.

Aunque el escenario fuese muy parecido, lo cierto es que el espacio donde nos ubicaron esta vez, era mucho mayor; pero al ir congregándose nuevos compañeros de viaje, este se viese de nuevo reducido.

Se unió al séquito un manjar; deleite de los entendidos a los cuales iba dirigido, el vino “elixir por el cual, fue Baco reverenciado y proclamado Dios del tal”.

También fueron de la partida, hallec (salazones de pescados) y garum (salsa preparada con vísceras fermentadas de pescado (que era considerada por los habitantes de la Antigua Roma como un alimento afrodisíaco), cuyo aprecio por los patricios era comparable al que sentían por el de mi contenido que, a todo esto, no había cambiado ni un ápice en su extraordinaria calidad, y que podría perfectamente servir en un futuro; como ungüento, cosmético, alimento e incluso ofrenda.

Bien pertrechados; dejando aún espacio para más artículos, que en la antiquísima Ceret (Jerez), aumentarían nuestro manifiesto, nos echamos a navegar en dirección a la desembocadura del imponente rio, para encontrarnos a nuestra diestra al poco de zarpar, con Caura Siarum (Coria del Rio), era la puerta al lago Ligustino (Marismas de Doñana), en donde nuestra corbitae (embarcación mercante romana), se mostraba poderosa y señorial al amparo del buen tiempo que disfrutábamos.

Lo navegamos por su margen izquierdo rumbo a Ebora (Sanlúcar de Barrameda); allí se realizaría el ultimo avituallamiento; y cargaríamos el anhelado Ceratanum (vino de Jerez), catalizador de alegría en los festejos, y contertulio habitual, en tantas conversaciones de amigos.

Posteriormente, nos dispusimos a salir al Atlántico, y comenzar la travesía costera del Mediterráneo; no sin antes seguir la costumbre de acercarse al luciferi Fanum (el templo del Lucero), para rendir tributo y sacrificio, rogando protección a la Diosa.

Zarpamos de buena mañana, aprovechando un favonius (viento del Oeste) moderado, alerta siempre a los escollos que nos vamos encontrando y, con una actividad mucho mayor a bordo, propia del cambio de navegación que ahora realizábamos.

El vigía oteó presto la vieja Gades (Cádiz); pero no realizamos, maniobra alguna con ánimo de fondear, pues tenían propósito de hacerlo en Baesippo (Barbate), llevados por la idea de aumentar la ya importante carga con más garum de esta zona, que había adquirido renombre y era muy apreciado en todo el Imperio.

La atmósfera había cambiado totalmente; el salitre marino lo impregnaba todo, sin embargo, el profundo aroma del garum y las salazones, apenas dejaban trascender el suave y fino efluvio que mi contenido emanaba.

Desde que dejamos la desembocadura del Beatis, no era ya tan apacible la estancia pues, aunque la mar no estaba picada, el vaivén del oleaje al romper sobre el casco, se reflejaba en el bamboleo consiguiente, agitándonos sobre el sitio, sin peligrar en ningún instante nuestra estabilidad.

El Dios astro; comenzaba a buscar su descanso sumergiéndose en la mar, cuando atravesamos entre Calpe y Abyla (las míticas columnas de Hércules); en ese instante el timonel maniobró para no perder la costa y puso rumbo a Malaca (Málaga).

Se sucedieron las jornadas con parecido transcurrir ya que, afortunadamente, ni el Circius (Cierzo), ni el Magister (Mistral), entorpecieron nuestro rumbo, viéndonos pasar fluidamente entre otras las poblaciones de Carthago Nova (Cartagena) y Tarraco (Tarragona), saliendo algunas millas más allá, de la territorialidad Hispánica y adentrándonos en las costas de la Galia.

Estas latitudes enmelaron algo el preciado aceite que portaba; haciéndolo más denso, pero sin perder nada de las características que la alquimia empleada en su eleotecnia consiguiera en su momento.

Fondeamos en distintos puertos Galos: Narbo Martius (Narbona), Massilia (Marsella), en ambos hubo intercambio de mercaderías, pero a nosotras sólo se nos repasaba el afianzamiento de vez en cuando.

En todo el trayecto, nos hemos ido cruzando con naves militares; que nos han ido protegiendo de la codicia, de los piratas que frecuentan estos mares.

Los trirremes, entre otras; pasaban marciales y prestas a defendernos de cualquier vil abordaje que tuviese por propósito el rapto de nuestros tesoros.

Surcábamos ya el mar de Liguria cuando un viento de proa nos entorpecía el navegar; pero de nuevo los excelsos conocimientos de los marinos, recondujeron la situación para perder lo mínimo el rumbo; que aproaba ya hacia Ostia.

La alegría en los componentes de la expedición era palpable; ya difícilmente ni los elementos ni los granujas, podrían poner mal fin al viaje; el evidente beneficio se presumía opíparo.

Ostia: por donde el Tíber se desangra en el Tirreno; es el puerto de la metrópolis; allí se intercambian valores de todo el imperio, se vuelven a reembarcar en navíos más prácticos para la navegación fluvial y se les da el último empujón rio arriba, para realizar su entrada triunfal en Roma.

Presentarlas y aquilatarlas, en medio de una expectación devoradora, fruto del lujo y el exceso, con el que algunas clases viven en la palaciega capital; es un laberinto sensorial.

En mi incapacidad motora; observo como soy ya desembarcada junto a mis hermanas, el tino con el que se nos sigue tratando, presagia un futuro esplendoroso.

Paso a ser transportada en carro, bien asegurada también, pienso: ¿cuál será ahora mi destino?, ¿alguna terma, donde sirva para ungir gloriosamente a algún patricio?; ¿la despensa de alguna buena Domus (casa romana), donde sepan apreciar mi sutil acidez y mis profundas notas?, o más aun, ¿podré servir como ofrenda; para el regocijo de alguna Deidad?

Pronto saldré de la intriga que me asalta; pues entrándome ya están por la Porta Ostiensis (puerta de las murallas de Roma, que abría la entrada de la vía que unía Ostia con Roma), a continuación, seguimos hacia un gran mercado cercano a los graneros de la Marmorata.

Ya veo el recinto donde me adentran; sobre unas escaleras cortas, dos hombres van asiendo a mis hermanas; después las voltean, y desparraman su olivácea preñez en una Dolia; comparable en inmensidad, a la que me regalase generosamente, el magno presente que he portado.

Ya me toca a mí; boca abajo, vomito la herencia de aquellos centenarios olivos, testigos de mi nacimiento.

Durante un tiempo permanezco de esta manera; así todo el bálsamo queda escurrido y por fin, lubricada pero liviana; me pasan a otras manos, que ya no me tratan igual.

Ahora, la prisa y el desdén son la norma y siento que ya, poco merito me atribuyen.

Con horror veo que mis hermanas, hechas añicos, van engrosando un nuevo carro, el fin se aproxima, y con golpes secos me desgracian.

Siento que el propósito de mi existencia culmino, ¿o no?… Pues me trasladan con presteza, a lo que ha de ser mi tumba; mi último lugar.

Con cierto orden me van apilando, donde ya somos muchas las profanadas; este lugar, donde capa a capa vamos formando colina, lo llaman Testaccio, y sirve de columbario cerámico, para las que, durante muchos siglos, hemos portado a la urbe, los distintos placeres gustativos.

Reposo ya para siempre; sin saber qué habrá sido de la cetrina ambrosía que llenaba mi ser. ¡¡Ojalá!! todos y cada uno de los que la cataran; hayan quedado absortos en su finura y exquisitez.