Saboreabas la aceituna, desde niña decías saboreabas la aceituna. En los sueños las escondías en los puños las metías en los bolsillos te las llevabas a pasear contigo. Aquellos campos de las tierras del sur invitaban a tocarlas, pero estaba prohibido y lo prohibido era el llamado del cuerpo cuando se acomoda en las paredes descascaradas de una casa, eterno e imponente como el mismo olor de las cosas perdurables.
Me diste olivo, esta tristeza vana: fue culpa de la madre dijo el padre que desde el vientre se colgaba de la rama decía una plegaria por cada hoja que arrancaba y bañada en agua de rosas la madre mantenía vínculos estrechos con la flor, y en las noches de nostalgia cuando la penumbra del espejo era mucha la madre juntaba las hojas las rociaba con limón y vino frío y te hacías un te provocado y entonces volvías a tener diez años estabas segura de que todo era parte de algún mecanismo interno que solo se entiende si te lo explica alguien que sabe. Y no le temías al destierro para ti la vida transcurría entre dos caminos: el ancho y el difícil.
Amabas por igual a las mujeres y a los hombres. Para ti no existía sino la mano que no puede ser feliz sin la otra y estabas orgullosa de la fragancia del olivo sobre la tierra fresca la seguridad la recompensa del olivo como una buena luz. Adulta o no amabas el verde como si de veras le habitara alguien y mezclabas el aire el fuego y la tierra y el agua en el te del desayuno y en el pan negro cotidiano de la espera.
Fue así que se corrió por el pueblo la voz de que te había poseído la estupidez de amar, que estabas hechizada que la fuerza de diez hombres habitaba tu cuerpo, que en ocasiones te habían observado quedarte sin respiración y que ya habías hecho varias mutaciones. Las mujeres con su tesón habitual te ofrecían algo de ellas, se decía que de darte un hijo el fuego de la vida les premiaría con estabilidad eterna la continuidad infinita de la suerte y con la eternidad.
Intentando vivir de forma armónica eras la alquimista o la vieja loca te decían los borrachos y los policías, los trabajadores sociales y las putas: poco a poco la muerte se fue encargando de cada uno de ellos y a ti ni hambre ni sed ni cansancio te lograron vencer, producías en un instante la ilusión, le hacías un lugar un pueblito casi igual al anterior libre de borrachos policías de trabajadores sociales y de putas.
Cuando estudiabas para ser maestra te enseñaron que las flores de aquel árbol milenario eran indefinidas del nombre propio hermafroditas, de cuando en cuando las escondías en los puños las metías en los bolsillos y olías al aceite de la tierra mojada y todos venían al pie del olivo para besar tus piernas (todo en perfecto equilibrio) venían desde tierras lejanas viajaban cientos de kilómetros para fecundar la flor. Limpios al fin de dicha y listos para salvar tu nombre del carbón nadie llegaba tan lejos: recién enamorados caían sobre otro hechizo de una suave anestesia con sabor a tu boca y a te de oliva.
No eran los mismos árboles, pero podrían serlo. La dulce muerte de la poda cuando tu padre insistía en mantener el equilibrio entre hoja y raíz. No era la disputa ni acaso la pérdida, tu padre no creía en alquimia ni en hechizos ni en putas tu padre no creía ni en la madre que lo parió ni en el amor ni en manos que se multiplican al final del día. Tu padre nunca supo de ese dolor indescriptible de lo que está unido para siempre, tu padre solo creía en la poda en la producción por eso quería que le dieran un nieto cuando antes posible o mejor un nieto y una nieta para asegurar el crecimiento de la flor y para conseguir que la relación hoja/madera fuera la mayor posible, podaba, sustituyendo las ramas envejecidas por otras jóvenes renovando así la masa foliar del olivo, se adaptaba la intensidad de la poda a la variedad del olivo a su marco de plantación y a las condiciones climáticas y tipo de suelo.
La constancia del riego era esencial y en cada verano cada árbol exigía más de 40 litros de agua de por día. Lo más importante era la época de polinización que solo duraba un periodo de 48 horas y si llovía todo aquel precioso polen era lavado y el árbol se quedaba estéril. Solo cinco de cada cien flores darían frutos, tu padre sin embargo insistía en conseguir los máximos rendimientos económicos por medio de la poda. Aquel dolor era lo mismo que un coágulo de sangre en la nieve, caía verticalmente una parte de ti en cada poda, de un modo abrupto, como si hilos invisibles te sostuvieran oh misterio del corazón de los que amamos pensabas en dios y en la muerte, pero sobre todo pensabas en la vida, en la algarabía del bosque y en las pocas cosas que gana un hombre cuando usa su violencia.
De modo que también así solo eran tantos los intentos fallidos que te aferraste a la idea de la autopolinización, de modo que sabías que de alcanzarlo el fuego de la vida te premiaría con estabilidad eterna, la continuidad infinita de la suerte y con la eternidad, lejos del vértigo. Así que para conseguirlo fabricaste jugos entrañables, con pasos breves y discretos evitaste los adjetivos y usaste adverbios moderadamente y en condiciones seguras excavabas el terreno alejada del gráfico elemental de los ríos. En tu poder se había desarrollado del todo la misión precisa de quien dedica las tardes de sábado a la humedad y el encierro.
Estabas segura de que, aunque te escondieras tu padre te iba a encontrar. Ensayaste algo como si fuera la peor de las situaciones (la peor de las situaciones era la rama del olivo presa en la próxima poda y tu crío el sustento que te mantendría atada al contorno de las cosas y a algo que estaba por colapsar) una suma de ínfimas posibilidades, presentías el filo que habría de vencer al árbol.
De modo que te aferraste a la idea de la autopolinización y cuando llegó el otoño nada garantizaba que pasaras el invierno. Las mujeres se presentaban solas, como podían llegaban con las palabras correctas y el acento errado, querías sentir pena porque al principio sentían tanto miedo, pero en vez de eso no sentías nada.
Con los hombres sentías un poco de hambre. Te entristecía la promesa de una felicidad segura, no avergonzada perdías el equilibrio después de tantas horas esperando y nada sucedía, te dabas cuenta de que se reducía la lista finalmente a tu imaginación. Volvías a decir que por algo será, si hubieran direcciones la vida no sería tan siquiera un abismo y llenabas de miel artesanal un frasco de vidrio y metías en él la mano entera: uno a uno todos los dedos sin pudor y te los llevabas a la boca y en ti no había ni hombres ni mujeres perdidos, no había personas a la vista, las llamas de algunos cirios oscilaban y ahora era ya tarde para volver atrás.
Cuando tu padre abrió de par en par las puertas del evidente mediodía, te encontró como quien muere en aquel éxtasis de quien puede apagar la voz enloquecida de la noche. Tenías la flor del escándalo prendida a la ropa y la soltura del agua esperada como un bálsamo, ningún significado: debería ser el amor o la muerte lentísima de las noches a medias antes de dar lugar al fruto.
No participaste de la fiesta suave de los días por venir. Por primera vez suspiraste de placer al sentir ese ser lento saliendo de su escondite y abstraída en la tarea del momento te exigías al esfuerzo físico con un ritmo especial. Llegaste a pensar que el tiempo iba pasando y la semilla se hundía cada vez más dentro del frasco y pasabas los días mordiendo la oliva. La cosecha estaba en pleno apogeo eran grandes y carnosas a diferencia de cualquier oliva que hubieras visto antes, al morder la fina piel exterior evocaba sabores de almendras frescas y aguacates y así brillaba apenas el consuelo inquietante de quien ha hecho todo lo posible, era la época de perseverar antes de ser valientes.
Nadie pudo explicar la presencia de un nuevo fruto en la parcela, a mediados de octubre era un pequeño olivo en el que todas sus flores parecían ser masculinas, por lo que no producirían aceitunas. Era un caso extraño. Tu padre se enfadó de tal manera que fue atravesado por los tristes rostros del final. Cegado por el orgullo sus últimas palabras fueron que lo normal sería arrancarlo y plantar otro olivo que generara frutos. Decidiste quedarte con él. En cinco años pudo llegar a medio metro y muy a pesar de todos dio frutos.
Era un caso extraño. Los locales contra los turistas en la batalla de crear la combinación perfecta de sabores, para ti las mejores fueron los diamantes verdes, aquel verde hoja ligeramente amarillento cuando la pulpa comienza a modificar su consistencia, justo antes de que se ablande, eran bastante buenas, pero lo más importante era que venían de tu cuerpo que seguía estando vivo.
Ese año tuvieron la mejor cosecha.