Con la cabeza yerta reposando sobre la tierra roja, donde apenas una hora antes recogía aceituna, murió, mirando los débiles rayos de sol que se colaban caprichosos entre las ramas plateadas, pequeñas franjas de luz en las que se apreciaban partículas de polvo en suspensión.
El manijero dio el día libre a los jornaleros, por su cuenta y riesgo; algo que, sabía de sobra, no le gustaría al amo, pero no le importó demasiado. Cuando todos se hubieron marchado y mientras esperaba a que el médico tuviese la humanidad de acercarse hasta allí, se sentó junto a los pies de la joven, posando los dedos nervudos de su mano derecha sobre el pie izquierdo de la chica, acariciando su empeine y mientras agachaba la mirada hacia la tierra que trabajó toda su vida, no pudo evitar que una lágrima escapara furtiva del lugar donde con tanto ahínco se empeñaba en guardar. A esa primera le siguió otra y luego otra. Todas quemaban. Los pájaros del campo seguían cantando.
En los anaqueles de su memoria guardaba recuerdos envasados al vacío en frascos de cristal que abría muy de vez en cuando. Su mente fue hasta ese lugar y destapó uno de ellos. En la etiqueta ponía: ¨Cuando la conocí¨.
Los tejados, las casas, las calles y los patios de Corona de Plata estaban salpicados de un sol indolente aquella mañana de principios de octubre. La guerra había terminado unos años antes, pero su estela, como la de un cometa, seguía viva, coleando como rabo de lagartija, y se podía apreciar en todos y en todo. El manijero se encontraba en el patio terrizo de su casa, de cara a la puerta abierta y desvencijada que daba a la calle, sentado en una silla de enea con las patas de madera cortadas adrede para estar en una posición baja; frente a él un tocón de madera de olivo, donde iba colocando pequeños puñados de aceitunas de cornezuelo que iba machacando, con una piedra, con la fuerza justa para no romper el hueso. Cuando estaban todas machacadas, en un gesto rápido de maestría, y con el mismo pedrusco, las empujaba dirección a su regazo, donde tenía una orza que colindaba con el madero. Todas caían dentro. Iba a coger otro puñado cuando escuchó el chiflo conocido y lejano y detuvo su tarea.
—¡Piruriruriiiiii…! ¡El afilaooooooooor!
A su espalda, el burro contestó rebuznando. El manijero se quitó la boina y se enjugó el sudor de la frente, colocando el antebrazo derecho sobre ella y desplazándolo hasta el dorso de su mano, justo hasta los nudillos. Al alzar la vista se encontró con la niña. Tras ella, fugaz como una estrella, cruzó el hombre del chiflo empujando pesadamente una bicicleta destartalada, con una piedra de afilar colocada en la parte trasera.
Estaba allí, de pie, en medio de la puerta y mirando al manijero. Llevaba un vestido que en otro tiempo debió de ser azul. Iba descalza. Tenía las manos sobre su regazo, sujetando con las dos una pequeña maleta de cartón. Era delgada, hasta el punto de que parecía que en cualquier momento levitaría, alzándose unos palmos por encima del bardal de piedra y barro. Y parecía frágil, como si llevase huesitos de roedor en su interior. Calculó que debía de tener unos diez años. Su cabello parecía caer sobre sus hombros como una fina lluvia. Las facciones de su rostro eran suaves, tan solo rotas por unos ojos grandes, duros, hermosos y curiosos. La niña avanzó hasta ponerse frente al manijero y ambos permanecieron en silencio durante unos segundos. Quizá fueron minutos. No dijeron ni una sola palabra. El hombre entrado en la cincuentena se levantó, fue hasta la pared, donde colgaba de un clavo una chaqueta de pana con tantos remiendos como años tenía él, se la puso y se marchó. La niña se quedó mirando la superficie del madero donde se machacaban las aceitunas.
—Las de cornezuelo son las mejores, al menos para mí.
La niña se volvió. Tras un cortinón apareció una mujer entrada en carnes y años, secándose las manos en el delantal que llevaba como si fuese una prolongación de sí misma, al menos eso fue lo que pensó la joven. La mujer dejó de frotarse las manos con aquel paño y se acercó hasta la chica. Le tendió una sonrisa, y una mano, y la conminó a que la siguiera. Ella se dejó de llevar.
Cuando el manijero volvió las encontró en la cocina, su mujer de rodillas, lavando los pies de la niña entretanto le contaba algún hecho que les debió de parecer gracioso a ambas, porque reían. ¿Cuándo fue la última vez que escuchó reír a su mujer? Tuvo que admitir que no lo recordaba, como también tuvo que aceptar que eso mismo le había ocurrido a él en el patio, unos minutos antes. Pero el manijero sabía camuflar sus emociones. Podía reír por dentro sin que se notara por fuera. Había tantos muros construidos por él mismo que apenas si reconocía al hombre que era ahora, cuando se miraba en espejo de su alma. Su mujer terminó las abluciones y fue él quien ahora se arrodilló, y tras desenrollar las hojas de un periódico viejo aparecieron unos zapatos de segunda mano, aunque lustrosos y con poco kilometraje. Miró a su mujer. Ella sonrió, los tomó y se los puso a la niña. Le estaban algo grandes, pero… igual con unos calcetines gruesos no se notaría tanto, pensó. La joven se levantó y dio unos pasos por la cocina, mirando sus pies y luego a las dos personas de ojos brillantes que acababa de conocer y que reaccionaban como si fuesen familiares de a diario. Sus tripas gruñeron. Las sonrisas del matrimonio desaparecieron. A la comida aún le quedaba un rato.
El hule llevaba dibujos de hortalizas, fue desenrollado de una caña y extendido sobre la mesa por el manijero. El cucharón de madera, con agujeros, sacó de una orza trece aceitunas, las mismas que años tenía la chica, y fueron depositadas sobre un plato. La niña cogió una, y luego otra, hasta que los trece huesos descansaron sobre el plato junto a una ramita de tomillo, un ajo y un trocito del tallo de un hinojo que se colaron en el cucharón.
Hablaron de temas banales en aquella cocina, omitiendo preguntas directas acerca del pasado de la chica, por una simple razón: podía ser doloroso. Lo sabían bien. No repararon en el hecho de dejarla entrar en su casa con tanta facilidad, ni el acto del manijero de comprarle unos zapatos, ni en el de su mujer de sentarla en la mesa. Tan solo se dejaron llevar por la idea conjunta de que el hambre de una persona es el hambre de todos, así de simple, y así de complejo.
—Dime niña, ¿qué llevas en esa maleta? —preguntó la mujer, mientras le echaba un vistazo al interior de la cazuela de hojalata.
—Todo lo que tengo. Una foto de mis padres fallecidos, un lápiz y unas cuantas cuartillas para escribir. Vendo palabras.
—¿Cómo es eso?
—Imagino historias que plasmo en papel. Historias de amor a menudo, pero con finales felices siempre.
— ¡Vaya! Así que sabes leer y escribir. ¿Y hay quien te las compra?
— Si, por supuesto, hay personas que les gusta y alguna peseta he conseguido para sobrevivir. Fue mi madre quién me enseñó, a mi padre no lo conocí, murió en la guerra. Esa maleta es todo lo que me queda de ella, y cuando sea una escritora de fama me acompañará a todos los lugares donde vaya: A Madrid, Barcelona, Francia, Estados Unidos. A todos. Porque será como llevar a Mamá cerca, y cuando la mire también me recordará que hubo una época en que fui descalza por el mundo.
El manijero observó que los ojos de la niña comenzaban a brillar y de manera hábil cambió de tema, hablándole de olivos, pero sin dejar de pensar en las esperanzas güeras de aquella chiquilla que poseía una sonrisa familiar, dulce, que por alguna razón le daba algo parecido a la tranquilidad, una paz pueril.
—Entonces, ¿dices que la vara busca la salida? —preguntó la niña. Ayudándose de los brazos, y de una vara y un olivo imaginarios.
—Exacto, la vara debe peinar la rama y tener salida, para que el palo dado haga el menor daño posible. Así se varea el olivo. Antes se ordeñaban las ramas a mano, y aún se hace, pero el amo considera que pierde mucho dinero al ser más lenta la labor. Dice que los jornales están muy caros. De todas maneras, varear, es cosa de hombres. Es una labor dura e ingrata. Vosotras tan solo recogéis la que está en el suelo.
—¿Tan solo? —preguntó la mujer del manijero—. Estar de rodillas todo el día, cogiendo la aceituna una a una, le parece poco. Cuando los campos amanecen blancos por las heladas ellos calientan los huesos dando palos, pero a nosotras se nos mete el frío hasta el tuétano, no se va. Los dedos helados tardan en ser gobernables —contestó, dirigiéndose a la niña.
—No es para tanto. Cuando hace ese frío, siempre mando a algún hombre para que encienda una lumbre y podáis calentaros.
El matrimonio sonrió. La niña escuchaba atenta y cambió el semblante, diciendo algo que desconcertó al manijero. Algo que se repetiría como un patrón durante los siguientes años y que era peligroso.
—¿Amo?… Odio esa palabra con todas mis fuerzas. ¿Acaso eres un esclavo?
El matrimonio no esperaba aquellas palabras, y la cocina se sumió en un silencio incómodo, tan solo roto por los hervores de la sopa, escasa de forraje, que se cocinaba en el fuego del hogar. El manijero agachó la mirada. Su mujer, no. Ella atisbó en esas palabras y en los ojos de la niña una brizna de algo que no supo reconocer en ese momento, pero que le despertó una novedosa sonrisa y un viejo dolor, a la vez. El hombre siempre había utilizado esa palabra corriente, como un ¨buenos días¨, sin pararse a pensar en su significado. Pero la contestación de aquella niña, aunque no la entendía en su totalidad, ponía en evidencia su pensamiento real, la desnudez de una verdad que trataba de vestir con ropajes de auto mentiras. Se vio frente a ella, cara a cara y… sí, se sentía un esclavo, sin más derecho que el de no tener derechos. Pronto se quitó aquel pensamiento de la cabeza, era peligroso pensar, lo suyo era trabajar de sol a sol. Vistió a la verdad con ropajes andrajosos de nuevo, y quiso contestar a aquella mocosa insolente como se merecía, utilizando el cinto si hacía falta, pero no pudo. No pudo.
Nada más terminar de decirlo se arrepintió. Pensó, mientras miraba sus pies, que había sido demasiado dura con esas personas que le abrieron las puertas de su mesa. Y eso era mucho en estos tiempos que les tocó vivir.
Se levantó de la silla, abrió la maleta y tomó algo entre sus manos. Luego alcanzó a dar, con sus zapatos nuevos de segunda mano, los cuatro pasos que la separaban de aquel hombre que tenía la mirada en las baldosas desgastadas, hasta que se puso frente a él. Se quedó unos segundos mirándolo. Luego posó su mano derecha sobre el hombro izquierdo del hombre. Este alzó la mirada y sus ojos se encontraron de nuevo.
—¿No reconoces estos ojos míos? Mi madre siempre me decía que los tenía igual que mi padre.
A continuación, mostró la foto que llevaba entre las manos y señaló al chico sonriente que aparecía en ella. La mujer del manijero se llevó las manos a la boca, para acallar un grito.
El amo bajó de su vehículo con agilidad, raudo y con cara de pocos amigos. Se puso frente al manijero y antes de hablarle se santiguó mirando el cuerpo inerte de la joven. A continuación, cerró el puño y estiró los dedos índice y meñique, de esta manera creía ahuyentar a la parca. Tras el ritual, habló.
—¿A qué cojones ha venido lo de dar el día libre a esos desgraciados? ¿Eres tú el dueño de la finca ahora?
—No, jefe.
Era la primera vez que no se levantaba en su presencia. Ni tan siquiera le miró. Seguía sentado, con la mirada en la tierra, acariciando el pie de la joven.
—¿No, jefe? —Dijo con desprecio el antes llamado amo—. Estás chocheando ya, viejo. Llevo aguantándote estos últimos tiempos por mi mujer, que es una santa, pero ya has acabado con mi paciencia. Las jornadas perdidas de hoy te las cobro. Aquí ya no pisas más.
Se dio media vuelta y se dispuso a subirse en el auto. Al abrir la puerta escuchó la voz del manijero.
—¿Vendrá el médico?
—¿Para qué? Ya está muerta.
Acto seguido se montó y, tras un portazo, arrancó el coche y se marchó sin mirar atrás.
El manijero no levantó la vista en ningún momento. Buscó en la alacena de su memoria un estante donde reposaba otro recuerdo. En la etiqueta ponía: Idiota.
—Estoy embarazada.
La cocina se sumió en ese silencio que precede a la tormenta. El manijero adivinó enseguida que su mujer ya estaba al tanto. Se sintió engañado, enfadado, avergonzado. En más de una ocasión había tenido que utilizar el cinto contra su nieta, para enderezarla, como aquella vez que le dio por poner palabras que estaban prohibidas en esos cuentos suyos que escribía. Fue el propio cura quién le advirtió tras leerle algunos pasajes de esas historias, porque él no sabía leer. “Libertad”, “Amante”, “Huelga”, “sexo pasional”, “Lucha obrera”, etc. O el título de uno en concreto: “El amante homosexual”. El cura le advirtió a la chica primero, pero viendo que no hacía caso y que se podía meter en problemas serios, decidió hablar con el abuelo. Y si lo hizo fue porque le tenía cierto cariño a la escritora, y era consciente de su talento. El cura creía en ella, de la mima manera que no creía en Dios, pero si iba por ese camino acabaría pronto y mal. No era un cura al uso.
Fue una paliza como tantas otras. Él le decía que era por su bien, que ya lo entendería algún día, pero nunca llegó ese día, ni lo entendería por muchos siglos que viviese. Durante los años que siguieron a ese primer encuentro en el que les confesó que era su nieta, se fue convirtiendo en una mujer cariñosa, bella, trabajadora, valiente, con carácter, y lo más peligroso: insurrecta, rebelde, con pensamiento libre. A sus dieciocho años era así.
Lo del embarazo fue demasiado. No quisieron decir el nombre del padre, porque no se iba a hacer cargo. Cobraron las dos. Y la nieta tuvo que abandonar la casa, porque no iba permitir tal agravio y vergüenza. ¿Qué diría la gente? Fue la decisión más dura que tomó en toda su vida, pero irreversible.
Se fue a vivir con una anciana que alquilaba habitaciones para no sentirse sola y a la que no le importó que estuviese embarazada. Le pagaba el alquiler con labores domésticas y lecturas en las noches bajo el quinqué que ponían en la salita de estar. Meses después, sola, repudiada, embarazada y sin dinero, fue adquiriendo la misma apariencia que cuando pisó por primera vez Corona de Plata. Un aspecto ajado que le dio fuerzas para pedirle a su abuela, con la que tenía encuentros a escondidas, que le diera trabajo en la recogida de aceituna. El manijero accedió a la súplica de su mujer sin apenas resistencia, sus motivos tendría, pero puso una condición: que no le hablara. Les dolió a todos, pero la joven pensaba más en el hijo que crecía en su vientre.
Y así fue como una mañana de invierno, de rodillas recogiendo las aceitunas desperdigadas por el suelo, sintió los dolores de un parto que se adelantó. Y nació una niña, bajo las haraperas de un olivo centenario, sobre la tierra roja a la que volvían cada año los temporeros para recolectar la aceituna, entre el frío de enero. Y el manijero, Amable Romeo, sudó pese al frío, aferrado a su vara, apretándola hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Y cuando todo acabó, se llevaron a la niña recién nacida a su casa, y Amable Romeo se quedó con su nieta a solas, arrancando una a una las cascaras de mentiras y miedos con las que se había ido recubriendo a lo largo de los años. El miedo es el arma más poderosa que existe, pensó. Y cuando estuvo desnudo quiso pedirle perdón, pero entendió que el tren salió y no era eso lo que ahora tocaba, sino un entierro. Despedirse de una de esas personas que pone color a un tiempo en blanco y negro, un tiempo casi oscuro, gris. Una pincelada de verde olivo.