Azul azabache

Luisje Moyano

Vomitó, y al levantar la mirada varias personas le observaban atentamente. Nunca había soportado viajar por la mar, era superior a sus fuerzas, incluso podía asegurar que el inmenso azul le daba realmente terror.

La compañía no era muy agradable, desconocidos de ojos oscuros como él que lo miraban y se miraban sin saber bien su destino, con un fuerte olor a miedo.

El mar bravo de finales de agosto presagiaba más de un vómito no voluntario. Se abrazó a sus propias rodillas y rezó aquella oración que le enseñaron de chaval cuando corría por calles llenas de tierra secana. Se la enseñó su abuela, una anciana azabache de amplia risa llena de dientes blancos, suave en su andar, con genio al sobrevivir.

Cada envite de la mar en popa era pura náusea, arcada, y algo de lágrimas al ver y notar el frío de la noche clavarse en lo más profundo del alma. Destino incierto y su tierra ya apenas un punto lejano en el horizonte, adiós a esa risa que abraza cada noche antes de irse a dormir, adiós al atardecer por entre montañas desérticas que tanto le gustaba ver, adiós a los lejanos pozos de agua, adiós al balón de fútbol hecho con harapos, adiós a su amado hogar.

Después de unos agotadores días, pasando hambre y sed, algo a lo que ya estaba acostumbrado, Amadou levantó su mirada al oír el grito de la tierra que ya aparecía a la vista. Nunca hubiese creído que esa palabra le iba a dar tanta alegría: TIERRA. Un pequeño atisbo de felicidad que superó al frío, principalmente por sí mismo, puro instinto de supervivencia, y luego por la mujer que iba casi recostada en proa, embarazada y prácticamente inmóvil.

Ya les avisaron, si tocaban tierra, había que correr, y mucho, sobre todo ante un futuro incierto que llegaba en forma de ola gigante y violenta.

Amadou no conocía el mito de las sirenas, pero cuando aparecieron en el horizonte con sus luces azules, rezó. La barcaza estaba cerca de tierra, y no se lo pensaron, saltaron al agua, Amadou miró levemente a la mujer, se santiguó y se tiró al agua sin dudarlo. Al principio nadó un poco, en sus ojos negros apareció la imagen desenfocada de su abuela que reía ante una cazuela de guisantes. Guisantes humeantes y calientes; ¡qué hambre!

El agua salada se le colaba por la nariz y la boca, agotado como estaba no veía el momento del final de la travesía, hasta que una ola enfurecida lo lanzó contra la arena. Quedó un instante que pareció una vida, tumbado boca abajo, mojado, cansado y hambriento… El sonido de las sirenas que se acercaban en su cantar le hizo clavar una rodilla en el suelo, luego la otra, y por fin notó la fría agua y la suave arena en la planta clara de sus pies.

Corrió, y corrió tanto que creía que iba a salir volando, como aquellas avecillas de su tierra, que prenden el vuelo después de unas zancadas torpes hasta elevarse del suelo.

Amadou llegó a un sitio de nadie, a un lugar totalmente extraño, mundano y en ese momento hasta doloroso. No era capaz de situarse, de encontrarse, de trenzar un pensamiento medio lúcido, sólo pensaba en llevarse algún bocado y beber algo de agua dulce.

Una tierna anciana acostumbrada a los dolidos y hambrientos varados tocó el hombro de Amadou, que dudó en seguir corriendo, pero las fuerzas eran más bien escasas.

–No temas, ven.

Amadou no entendía qué decía esa mujer de sonrisa iluminada, pero decidió seguirla por el asfalto empedrado de aquel desconocido pueblo. Llegaron hasta la puerta de una casa que la anciana abrió lentamente, para después invitarle a pasar. Esa hospitalidad tan normal en su tierra no la esperaba en ese lugar tan lejano… tan lejano que había que cruzar la brava mar.

Así pasó el tiempo, ayudando en las labores del hogar, jugando al fútbol con chavales motivados tras un balón de cuero, cortando hierba a los jardines de la localidad, mujeres obsesionadas con el sabor del potaje del día siguiente, con hombres rudos, distantes algunos, con agua limpia y fresca que brotaba de fuentes adornadas, con mercados llenos de fruta fresca, pescado plateado y carnes apetitosas, pensó que aquellas gentes eran afortunadas… y Amadou, tímido pero ilusionado, se hizo un habitante habitual en el pueblo, conocido y querido por los vecinos por su buen humor y sus ganas de vivir, y un día consiguió los papeles para poder trabajar. La cotidianeidad no le hizo olvidarse de los suyos, que a kilómetros seguirían luchando por el día a día, por un sorbo de agua lejano. En el lugar que ahora habitaba, hizo familia, hizo salud.

El primer día de trabajo en los olivos fue motivante, estaba acostumbrado a madrugar para ir a los pozos que a kilómetros estaban, así que no le costó ver los primeros rayos de sol a través de las ramas del olivar. Le habían explicado el día de antes cómo era el trabajo que tenía que ejercer, apenas entendió nada, aunque ya chapurreaba alguna palabra en español. Amadou se hizo aficionado a los coches, y le gustaba verlos, oírlos, entenderlos, y el Land Rover en el que iban le pareció un verdadero toro, una bestia de los terrenos pedregosos. Se sonrió en el asiento trasero mientras miraba el paisaje por la ventana, al compararlo con los elefantes de su tierra, y soñó con tener algún día uno de ellos, un Land Rover gris capaz de trepar por las montañas y de llevarlo a los pozos de agua.

En la cuadrilla estaban al menos diez personas, mujeres y hombres con ganas de trabajar a pesar de las horas y lo duro del trabajo. Amadou se puso en cabeza de los chicos que con palo en mano echaban la aceituna al suelo, varias horas sin descanso, varias horas en silencio con el único sonido de las máquinas que abrazaban con un amor profundo al árbol, siempre dispuesto a ofrecer su fruto, una comunión casi perfecta entre el servicio de la tecnología, y el servicio que durante siglos nos ha dado la madre tierra… naturaleza y maquinaria al servicio del ser humano, que con esfuerzo y sudor recolecta el fruto que luego le dará da de beber y comer.

Amadou iba sonriente y concentrado en su trabajo, agradecido a la vida por darle vida, quitándose el sudor con el dorso de su mano, sintiendo el barro bajo su par de botas recién estrenadas, nunca antes tuvo un calzado tan agradable al tacto, él, que junto a su hermano tenía que ir descalzo o casi descalzo por las calles de su poblado natal. Miraba a las gentes blancas que a su lado trabajaban, y sintió emoción al verlos trabajar, alguno cantar, otros callar, todos sudando, todos por un pedazo de pan, hermanos, a fin de cuentas.

Todos pararon a una voz del capataz, soltaron sus arreos, era el momento del almuerzo, unos se sentaban bajo los árboles, otros en una roca buscando un rayo de sol, otros en el paragolpes del Land Rover, todos con un pedazo de pan en la mano, “todos por un pedazo de pan” volvió a pensar Amadou, y se sintió feliz al verse con esas gentes que, como él, soñaban lo mejor para sí mismos y para los suyos… “¿por dónde andarán ahora su abuela y su hermano? ¿Qué será de sus amigos, seguirán jugando al fútbol en los arenales o habrán intentado cruzar a este lado de la mar?”.

Amadou decidió sentarse solo, no muy lejos de la gente, sacó su bocadillo y comenzó a comérselo. Le gustaba contemplar su entorno, a su lado un olivo majestuoso, bello, de tronco ancho y ramas llenas de aceituna verde dorada por los rayos de sol, el olor de ese fruto le gustaba, un olor característico y apetitoso… el sol se escurrió por entre las hojas y comenzó a cegarle, cerró los ojos para sentirlo palpitar en su azabache piel, y se sonrió, levemente, pero se sonrió, era feliz.

–Hola…

Una mujer con un pañuelo atado a la cabeza estaba frente a él, le tapaba algo el sol, no del todo, así que cuando Amadou abrió los ojos apenas le veía la cara.

–Hola.

–¿Te importa si me siento a tu lado?

–Claro que no.

La chica se sentó a su lado con una amplia sonrisa, en sus manos llevaba un bocadillo y en el ojal del traje de trabajo una flor amarilla. Los dos comieron en silencio, y de vez en cuando se dedicaban una sonrisa. Aquellas mujeres andaluzas eran muy blancas de piel, ni aun dándoles el sol despiadado del sur cogían color, y eso le hacía cierta gracia a Amadou, a la vez que las veía atractivas; blancas y con ese pelo tan negro, largo y bello, un contraste digno de una paleta del mejor pintor.

–¿De dónde eres?

–Del mismo mundo que tú.

Los dos sonrieron.

–¿Cómo te llamas?

–Amadou, ¿y tú?

–Teresa.

“Teresa…” se lo repitió varias veces para sí mismo, “Teresa”…, qué bonito sonaba, pensó Amadou mirando hacia el sol… “Teresa”…

–¿Tienes agua?

–No.

–Voy a por un poco.

Amadou la miró levantarse e ir a por agua, y se la imaginó a cámara lenta, caminando entre olivares, con el sol sobre ella y en pleno apogeo. Ella cogió una botella de agua y volvió al lado de Amadou. “Teresa… Teresa…”.

–Te he traído agua.

–Gracias.

Bebió suave para sentir el frescor, todo era silencio a su alrededor, los pozos ya no estarían lejos nunca más.

Un silbido hizo levantarse a Amadou y Teresa. Se miraron una vez más en silencio y cada uno fue a su trabajo.

Al final del día Amadou estaba agotado, pero se sentía bien ante esta nueva oportunidad de la vida. Tumbado ya en su cama, con sábanas limpias y suaves, reflexionó y oró pensando en los suyos.

Los lazos entre Amadou y Teresa fueron estrechándose, fue una amistad bella que estuvo a punto de terminar en algo más, pero que nunca jamás ocurrió, a pesar de las vecinas y los compañeros de trabajo.

Amadou nunca supo con certeza el día de su cumpleaños, el día que vio por primera vez la luz, el día que su madre con sudor y sufrimiento lo trajo al mundo, ese día en el que ella murió y en el que él pensaba continuamente, aunque no supiese qué día fue. Así que celebraba su cumpleaños el primer día de primavera, un día especial, ya que a Amadou siempre le gustó esa época del año, una época en la que por fin su tierra se regaba con alguna lluvia espontánea que hacía florecer la seca hierba.

Ese año, ya terminada la recogida de la aceituna, y ya echado en la tierra el abono para esperar buen fruto al año siguiente, Amadou se planteó volver a su tierra para ver de nuevo a los suyos, intentar arreglarlo todo bien para poder traerlos a este maravilloso país que tan bien le acogió, y volver a fundar hogar. Teresa le animó a ello, y le dijo que le ayudaría dentro de sus posibilidades a que su sueño fuese real. Amadou sabía que era difícil por el dinero que se precisaba y aunque ahora la cartera estaba fresca, se quedaba corta para lo que se necesitaba.

Una llovizna fresca y suave comenzó aquella tarde a regar los campos, a Amadou siempre le gustó la lluvia por aquello de que para él y su pueblo era algo extraño, esporádico. La sierra de Jaén se iluminaba a lo lejos tras unos rayos, el sonido del trueno después y todo en compás de un olor suave a hierba y tierra mojada. Amadou no iba a correr, no, él prefería caminar tranquilo y despacio bajo aquella agua tímida y refrescante, ese día en el que él celebraba su cumpleaños, el primer día de la primavera.

Amadou llegó a casa de Teresa, como habían quedado, llamó al timbre y ella le invitó a subir, en él afloró un poco la timidez, nunca antes lo había hecho. Teresa abrió con un vestido ligero de flores amarillas y anaranjadas, bajo él se disimulaban sus formas, y Amadou decidió mirar hacia otro lugar, tímido, en silencio, como que miraba atento a las fotos que realmente no le importaban. Al pasar por la cocina, que quedaba a un lado, le vino el olor a guisantes de su abuela, aquellos simples pero deliciosos guisantes humeantes y calientes.

–Ven, te enseñaré mi terraza, verás qué vistas del olivar.

Teresa abrió las puertas de su terraza, una terraza cubierta y maravillosa, y como ella casi susurró, las vistas eran espectaculares. La tormenta era el complemento perfecto para terminar de colorear ese cuadro al más puro estilo William Turner.

Amadou se apoyó en la barandilla y quedaron los dos en silencio un instante, un suspiro.

–Ahora vengo, voy a por un vino, ¿quieres?

–Sí, gracias.

Teresa salió de la terraza y Amadou quedó mirando la sierra tormentosa de Las Villas, y con su mente viajó a su pueblo natal, donde los suyos seguirían luchando cada día para poder sobrevivir, pero siempre con una sonrisa blanca de dientes.

–Mi pequeño Amadou, ¿quieres un plato de guisantes?

Esa voz… pero no puede ser… Amadou se giró y bajo el techado estaba su abuela, por un instante creyó que pertenecía al pensamiento, a ese pedazo de tiempo apoyado en la barandilla, olvidado ya. Tras su abuela, apareció Teresa llena de sonrisa, y fue cuando Amadou supo que no era un dulce recuerdo, se abalanzó sobre ella y la abrazó, la miró, la acarició, y ella a él, y las lágrimas de emoción de Amadou se mezclaban con el agua de lluvia que recorrían su rostro, y apenas se distinguían… y se fundieron entre los brazos azabache llenos de amor y ternura, y el cielo se iluminó tras un rayo, y la lluvia golpeaba sobre los cacharros de metal, y Teresa se emocionó, y el trueno rugió, y las campanas del campanario dieron las nueve.

Alrededor de la chimenea, Amadou, su abuela y Teresa comían unos guisantes con jamón y pan tierno. Amadou contó su experiencia en aquel maravilloso pueblo, su trabajo en los olivos, sus nuevos amigos… Teresa contó cómo entre las gentes del pueblo habían podido traer a la abuela de Amadou, la fiesta que después tendrían en el pabellón cubierto con todos los vecinos y amigos para celebrar el encuentro, y la llegada de la primavera… y la abuela contaba cómo le hacía vomitar el cielo, ya que la trajeron en un gran pájaro de alas grises y metálicas, y como veía abajo el infinito mar… Amadou se recordó surcando por esa mar brava e intratable, como un pequeño punto insignificante en medio de un inmenso frío azul… azul azabache… Se sonrió tras pensar en ese contraste, y se llevó a la boca una nueva cucharada de guisantes humeantes, jamón suave y tierno pan.