¡Buenos días, buen hombre!

Joaquín Fco. Castro Vigaray

Algunos días el hombre mayor se sentaba en un rústico banco de madera, hecho por él mismo con cuatro tablas viejas; apoyaba la espalda en las duras chapas de su viejo Land Rover, buscaba el tibio calor de un sol que poco a poco iba apareciendo detrás de la densa niebla que subía del valle, en un día del recién estrenado invierno; desde su posición, en un promontorio, observaba el ganado. Las vacas pastaban las primeras hierbas de un otoño que no había sido lluvioso, las ovejas, una detrás de otra, caminaban cabizbajas, floreando, buscando aquí y allá los tallos más frescos que iban encontrando, alguna cabra, de pie, alcanzaba las ramas más bajas de una encina.

Recostado en el Land Rover el hombre dormitaba plácidamente. Su sueño era ligero, más bien un duermevela; a veces lo despertaba el ladrido de algún perro, el mugido de alguna vaca, la campañilla de una chota en una carrera alocada; los acelerones de algún coche al salir de una curva, al ascender las primeras cuestas de la carretera que poco a poco iba saliendo del valle, del olivar, para meterse en la árida sierra morena. Carretera que atravesaba su pequeña finca, la que compró con los ahorros de toda una vida, los que, como pacientes hormiguitas, fueron guardando él y su mujer con tanto esfuerzo, con tanto sudor, a veces con tanta humillación, trabajando día y noche en el cortijo del señorito, donde siempre vivió, desde que nació hasta que se jubiló. Apenas le dio tiempo a jugar, apenas le dio tiempo a aprender a escribir, porque su padre, desde que apenas era un niño se lo ofreció al señorito para que le guardara los marranos, para que le ganara las primeras pesetas.

Cuando se jubiló compró algunas vacas, algunas cabras, algunas ovejas, para que pastaran en su pequeña finca, para entretenerse, para tener algo que fuera suyo, sin el miedo de antaño a que alguien le regañara, sin miedo a que cualquier encargado pelotillero le echara una bronca por cualquier tontería; tranquilo, sin miedo, a que de un momento a otro lo sorprendiera el imponente señorito. También, de su finca, de sus animales, sacaba algún dinero que añadir a la mísera jubilación que le había quedado después de más de sesenta años de trabajo duro al sol, en la finca del señorito de Madrid que tenía más de cuarenta mil olivos en la campiña de un pueblo de la provincia de Jaén, muy cerca de la de Córdoba.

Pero esta sería una historia normal, la de tanta gente de otro tiempo si no fuera porque, desde hacía un tiempo, cuando menos lo esperaba, sin una rutina fija, un corredor saltaba la antigua valla de piedras y corriendo atravesaba su finca, muy cerca de los bidones partidos que le servían de comederos, donde en tiempos de pocos pastos, les echaba paja o alfalfa seca a sus vacas. El corredor, con su camiseta de colores chillona, sus ajustados pantalones, sin miedo, sin ningún tipo de reparo pasaba por en medio del ganado, éste, algo asustado, corría, daba unos pasos, para al rato volverse, con la cara en alto, las orejas de punta, los ojos muy abiertos siguiendo la trayectoria del corredor, después, como si nada, seguía comiendo. El hombre, como un resorte, saltaba de su banco, de su aletargamiento, de su duermevela, para vociferarle todo tipo de improperios “Esto no es una pista para correr”, “Como pases otro día te voy a denunciar a la Guardia Civil”, se le escapaba algún insulto, alguna blasfemia. El ágil atleta, en un correr sin aparente esfuerzo, sin dejar de hacerlo, sin detenerse, con una amplia sonrisa, con la mano en alto lo saludaba, como única respuesta le decía “¡Buenos días, buen hombre!” y se perdía por las veredas, entre las encinas, entre las jaras, para desaparecer, para, en apenas unos minutos volver a saltar la débil valla y salir de la finca, para perderse en el olivar, entre las camadas de viejos olivos que rodeaban la pequeña ciudad, buscando el camino asfaltado que lo llevaría de vuelta a su casa. Algunos días, si le daba tiempo, el hombre montaba en su viejo Land Rover y en una inútil persecución corría tras el corredor en una carrera imposible campo a través, cuando lo volvía a ver, a lo lejos, el astuto corredor había saltado la valla. Tras estos días, enojado, con una larga vara de acebuche, el hombre lo esperaba, para ponerse en su camino, para pararlo, para advertirle, para denunciarlo, para en un arrebato darle un palo. Pero el ágil corredor no pasaba todos los días, o al menos el pobre hombre no lo veía, la mayoría de las veces la espera no daba sus frutos, el hombre, tras unos días, cansado de esperar, volvía a su promontorio, a su banco de madera, volvía a recostarse en su Land Rover, volvía a dormitar escuchando las vacas, las ovejas, las cabras, los acelerones de los coches subiendo las primeras cuestas de la sierra.

A veces, la férrea rutina de un hombre mayor se ve alterada, casi siempre por lo mismo, para acudir al hospital, a una de tantas revisiones, y tras una insoportable larga hora en una concurrida sala de espera, desesperado, pensando en sus vacas encerradas, en sus cabras, alguna de ellas haciendo alguna trastada, entraba en la consulta para, en silencio, con algo de miedo, escuchar al médico decirle lo mismo, lo que ya sabía de otras veces, las mismas recomendaciones, las mismas prohibiciones, la cita para la próxima visita. Aquel día, después de dejar a su mujer, después de cambiarse de ropa, cogió su viejo Land Rover para, con prisa, dirigirse a su finca a través de un atajo, un camino asfaltado en medio del olivar, para llegar lo antes posible a su pequeña finca, para echarle de comer a las hambrientas vacas en los viejos bidones, para soltar las cabras y las ovejas. En lo menos que pensaba ese día era en cruzarse con el maldito corredor, pero sí, era él, inconfundible, con su camiseta de colores chillones, sus pantalones ajustados, su correr sin aparente esfuerzo. Cuando se dio cuenta el hombre mayor, en una ancha camada, había dado la vuelta para acelerar todo lo posible su viejo coche, para alcanzar al corredor, para decirle lo que durante tanto tiempo se había guardado, lo que no le había podido decir, lo que durante tantos años lo había atormentado.

Encolerizado, mientras lo perseguía por el estrecho carril, pensó en su infancia, en su niñez, en el cortijo donde trabajaban sus padres, donde vivían, donde él nació, donde trabajó durante casi toda su vida, primero, apenas siendo un niño, guardando los animales, después, primero con la yunta de mulos, después con el primer tractor que compró el señorito, arando interminables hileras de olivos. Allí paso toda su vida hasta que se jubiló, donde algunas noches, cansado de trabajar, a la luz de un candil, alguien le enseñó, apenas a escribir, a mal leer, a con dificultad sumar y restar. Con rabia, mientras aceleraba, mascullando entre dientes, pensó en esos días donde el hijo del señorito venia de Madrid para pasar unos días en el cortijo, pensó en los ridículos pantalones blancos que se ponía, tan cortos que creía que algún día se le podría escapar algo, recordó aquella extraña camiseta con unas letras grandes en el pecho, para después de aquellos estrafalarios ejercicios gimnásticos, salir corriendo, con agilidad, sin apenas esfuerzo, por entre las camadas de olivos, por los carriles, por la carretera, alrededor del cortijo. Recordó las risas del hijo del señorito, cuando corriendo le espantaba los animales, que luego él tenía que recoger con tanto esfuerzo, recordó cuando algunos años después le espantaba la yunta de mulos, recordó los tirones de orejas cuando pasaba a su lado, recordó los insultos, las risas, recordó aquellas humillantes palabras, recordó aquella pregunta ¿Qué haces, cateto? Recordó las innumerables veces que, con fanfarronería, le dijo que era campeón de España.

En la mesa, después de un largo día de trabajo, mientras cenaban, mientras rebanaba con la navaja un pan duro, el padre maldecía los lujos del señorito, maldecía al hijo y a sus carreras, entre dientes más de una vez le oyó decir “si estuviera harto de trabajar no tendría tantas ganas de tanto correr”.

Recordó, en aquel corredor que saltaba la valla, que le espantaba las vacas, al hijo del señorito, recordó, en los pocos minutos que duró la persecución, su desdichada vida.

Cuando el hombre tuvo al corredor a su alcance, aceleró para ponerse a su altura, para prohibirle el paso por su finca, para decirle cuatro palabras, para pedirle explicaciones, para pedirle el nombre, para denunciarlo a la guardia civil.

Pero las retorcidas patas de los viejos olivos, con sus nuevos brazos, buscando el sol escalaban el terraplén, buscando el espacio que le daba el estrecho carril, demasiado estrecho para un viejo Land Rover, para las temblorosas manos de un hombre nervioso, viejo; un carril demasiado rápido por el alquitrán que los vecinos tantas veces habían pedido. Mientras nervioso bajaba la ventanilla sintió el fuerte golpe, con el rabillo del ojo lo vio caer por el terraplén. Aturdido paró el coche, miró hacia abajo, vio al pobre, inerte, con el cuerpo y la cabeza apoyada en una las viejas patas de un olivo, los brazos colgando a los lados. Corrió sin cuidado hacia abajo, resbalándose, arrastraculo, agarrándose en alguna rama, hasta que estuvo a su lado. Lo llamo, le grito, lo sacudió, mientras lo hacía vio la sangre que mansamente salía de su cabeza, que, poco a poco, como pequeños arroyuelos iban inundando las grietas de la corteza del viejo olivo. Con las manos en la cabeza exclamo “¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Lo he matado!”.

Resbalando, con gran esfuerzo, fue subiendo el terraplén, sin dejar de llorar, sin dejar de exclamar, cuando alcanzó el Land Rover, apoyo la cabeza y brazos en el cristal. No se dio cuenta del corredor que en ese momento pasó a su lado, no escuchó su respiración, no vio su ágil correr sin apenas esfuerzo, no vio su camiseta de chillones colores, no vio sus pantalones ajustados, no vio aquella mano en alto que lo saludaba mientras le decía “¡Buenos días, buen hombre!”.