Las imágenes de mis raíces son campos de olivos, diseñados por los arquitectos de la tierra, los que trabajaron tanto para conseguir un pequeño trozo y sentirse dueños de aquello que a lo largo de su vida habían labrado y que otros tenían heredado por haber nacido en una familia donde todo les pertenecía.
Ese trazado paralelo, diagonal o simétrico lo miraras desde cualquier lugar, ha sido mi foto fija durante años, una imagen no estática. Sí, en tres dimensiones, porque nos adentrábamos en ella, durante unos meses al año para proceder a la recogida del fruto de esos árboles robustos y de esa tierra seca y pedregosa donde nos arrastrábamos para, una a una, introducir en la esportilla la aceituna, fruto tan preciado, tan diminuto y que ha curtido a tantos, a base de agacharse para no dejar ni una en el suelo.
En este paisaje participé en mi niñez, mis recuerdos alcanzan a la infancia más prematura. Mi abuelo materno era el capataz de una cortijada denominada «Torre Alcázar». En aquella casa de labor, residían mis abuelos durante la temporada de aceituna. Camas altas en habitaciones espaciosas y noches a la luz del fuego donde se cocinaba y en el exterior, los olivos. No había mucho ocio, para mí todo era un juego, ir en Navidad a una casa tan grande, rodeado de personas que no conocía y que formaban la cuadrilla que trabajaba a las órdenes de mi abuelo Wenceslao, todo un personaje, alto, enjuto, silencioso…, no malgastaba nunca una palabra, un hombre de ciertas letras para la época y de mucho convencimiento ideológico.
Las teorías psicológicas indican que en la más tierna infancia se forja todo, que los menores somos esponjas que absorbemos lo que ocurre a nuestro alrededor. Tomé conciencia de quién era y dónde estaba, desde muy pequeña, tengo recuerdos nítidos de ese descubrimiento del mundo que me rodeaba y de quién era cada uno, podía ver a través de lo que mostraban y aunque tímida, me mostraba contestataria. Con la mirada de hoy, pero con la reminiscencia del ayer, puedo decir que aquellos campos, forjaron gran parte de la personalidad que he ido desarrollando. Los campos de olivos y aquellas gentes baqueteadas, duras para el trabajo, con un gran corazón, me enseñaron que el tesón es un gran aliado.
Más tarde, cuando la tierra empezó a pasar fraccionada a pequeños propietarios, fueron mi padre y su hermana los que poseían alguna «fanega» de olivos. Mi infancia y juventud la pasé, como todos mis coetáneos, recogiendo aceituna, durante varios meses al año. Se trasladaba a meses, porque los «pegoteros», como se conocían en Torredonjimeno a los que poseían pequeños trozos de tierra, acudíamos al campo sólo los fines de semana y festivos.
Era costumbre de la época que la familia se juntara para ayudarse unos a otros y la nuestra no iba a ser diferente. Formábamos una pandilla pintoresca: mi tía casi ciega pero la mejor trabajadora que conoceré nunca; mi tío y mis tres primos; mi padre, trabajador y muy exigente; mi madre, mi hermano y yo. Todos juntos, más algún trabajador asalariado, nos dirigíamos al alba en el coche de mi padre, con todos los enseres. Al llegar, mi padre buscaba la forma de hacer un fuego, el crudo invierno matutino te perforaba los huesos y aunque abrigados con varias capas de la ropa más vieja que teníamos y las mujeres con rodilleras para protegernos del duro suelo. Mi padre empezaba a dar órdenes. Primero las mujeres recogían “la solá”, el fruto maduro que había debajo de las estacas, antes de que los hombres las pisaran al varear la oliva; después colocar las lonas, las primeras eran blancas de una gruesa tela que por supuesto al finalizar el primer día ya tenían enormes manchas de color tinto; más tarde llegaron los grandes manteos sintéticos y que ayudaban a recoger más fruto alrededor del olivo y de ahí a otras mantas más pequeñas donde se le quitaba la mayor parte de ramas. Entre mi hermano y yo, cargábamos las espuertas y las llevábamos hasta una pequeña limpia de madera. De rodillas, intentaba que la aceituna que iba cayendo quedara libre de cualquier resto, después entre los dos la envasábamos en el saco. Sin perder un minuto volvíamos, mi hermano a seguir con su piqueta tirando aceituna, y las mujeres a los olivos ya vareados a realizar el salteo y recoger hasta la última aceituna. A mediodía, parada para comer, un hoyo con aceite, acompañado de huevo duro, bacalao y fruta. Nos enganchábamos de nuevo y seguíamos hasta la puesta de sol. A veces, mi padre se iba solo al molino a depositar lo recogido. No cabíamos todos en el coche, por lo que se hacía de noche esperando su regreso para volver a casa. Durante esos ratos, acompañada de mi madre y del silencio de los olivos que al anochecer se convierten en hermosas sombras, me sentía muy pequeña y soñaba con un futuro mejor. Al día siguiente, volvíamos al tajo y había que madrugar. Las agujetas de los primeros días, se iban silenciando, mi mirada puesta en todos los que trabajaban en el campo, nunca escuchaba una queja ni de las mujeres que luego tenían que llegar y ocuparse de la casa, ni de los hombres, por realizar ese trabajo tan duro, que nunca me gustó por penoso e inclemente, y que se ganó todo mi respeto para las personas que han dedicado su vida a él y que no han visto reconocido el esfuerzo que requiere.
Mi vena inconformista me llevaba a protestar de forma permanente y a hacer bromas. Recuerdo que a los olivos que se les realiza una poda integral en la que sólo se deja el tronco se le llama en la jerga aceitunera «hacer un fraile». Me desagradaba tanto ir a la aceituna que cuando me cabreaba y mi tía decía que los sobrinos heredaríamos la tierra, le decía a un primo mío que participaba de mis bromas:
–Primo, cuando heredemos esto, los hacemos frailes y montamos un convento.
Me marché del pueblo, en busca de los sueños cultivados a las sombras de un olivo. Mi llegada a la ciudad, hizo depositar mi mirada en otros horizontes que no me devolvieron nunca mi paisaje conocido. Dejé de acudir a ayudar a mi familia cuando tuve obligaciones laborales, al igual que mi hermano y nuestra pandilla familiar se fue diluyendo. Mi padre se quejaba, y aunque no podíamos colaborar, creo que ambos nos hemos sentido mal durante todos estos años. Cuando regreso a mi pueblo natal miro los campos de olivos y recuerdo el ayer, con nitidez. No añoro esa vida, pero sé que aprendí mucho de esa época y de las personas que siempre trabajaban alegres, en recogida de la aceituna.
La historia de los campos de olivos forma parte de la España profunda y sus gentes. Todas las personas que pasaron una y mil veces debajo de un olivo, se han marchado. Los olivos escucharon sus sueños, la mayoría rotos, sus penurias y lamentos. Sus grandes copas protegen los misterios de la “buena gente” que tanto los cuidó. Honro a los aceituneros altivos, a los que no están y a los que todavía quedan, aunque el paso del tiempo no ha dejado que puedan seguir con lo que sabían hacer. Mi padre se ha hecho mayor, mi tía octogenaria sigue manteniendo la tierra. La cuadrilla ya no es familiar, ni nos une ese hoyo con aceite como almuerzo, tirados en la tierra.
Los más jóvenes dejamos de recoger el fruto preciado. La tierra y sus olivos continúan, testigos silentes de generaciones. Hoy, son otros los que recogen, y de otra forma. El apego al trozo de tierra, no significa la libertad que sentían nuestros antecesores. Algún triste día heredaremos y desde nuestro lugar, no sabremos cómo gestionar algo que costó tanto sacrificio y significó tanto para mis antecesores.
Esta es la historia de mis campos de olivos, los que me acompañaron en mi llegada y los que están grabados en mi corazón. Es la historia de las gentes trabajadoras que desearon un futuro mejor para nosotros. Es la historia de muchas personas que lucharon en una época y en un contexto social muy difícil y con la complicidad de los olivos, ha quedado oculta para la gran historia.
Mi primo y yo maduramos, como la aceituna. Los olivos siguen su existencia centenaria y aquel cuento de frailes y convento, ha quedado en la memoria de una niña que creció viendo trabajar duramente a los suyos, que sufría y siguió sufriendo cuando sus padres, ya mayores y con dolores, seguían recogiendo su propia cosecha.
He indagado por qué les cuesta desprenderse de su pequeño trozo de tierra y ahora más que nunca comprendo lo que en su día me costaba tanto aceptar. Mi familia depositó sus esperanzas en su pequeña cosecha, en el aceite que retiraban para todo el año, y el ánfora que lo contenía guardaba todo el oro que había en casa.