Capítulo 3: Existencia

Lisístrata

Le miro y, aunque es de noche –al igual que recita Rosalía en una de sus emotivas composiciones musicales–, me percato de que su mirada tiene un sentido diferente, una pigmentación particular entre un verde oliva y un marrón dorado que me paraliza y me evoca… el qué, eso aún no lo sé.

Le analizo detenidamente y admiro su belleza imperfecta. Un corpus que resulta un tanto desproporcionado y en cierta forma asimétrico, pero que, a su vez, transmite una armonía canónica de belleza mitológica que no desagrada y que, por tanto, atrae, en concreto a mí. Me atrae.

De una altura ordinaria, que no llega a destacar, presenta una construcción corporal robusta, aunque no puedo decir hercúlea. Sus piernas no son comunes, pues esos músculos quieren rasgar el pantalón que, inevitablemente, se le ciñe y que parece oprimir la evolución natural de sus extremidades inferiores. Transmite estabilidad y un estado de reposo firme, saludable y, paradójicamente, enérgico. Una dinamicidad que traspasa la tendencia de la postura estática que adopta en todo momento y que consigue evidenciar su tranquilidad y paz interior. O eso parece.

Sus brazos, prolongados en el espacio, parece que ansían tocar el cielo y están tan bien definidos, tan bien esculpidos, que me recuerdan a las obras maestras de Miguel Ángel. Veo sus venas marcadas, como si se tratase de un terreno abrupto y con relieves pronunciados o de los numerosos ríos que recorren el globo terráqueo de extremo a extremo. Fluyen por esos conductos sanguíneos la sangre de múltiples generaciones, el agua fluvial que proporciona al ser la anhelada vida. También, esas visibles venas me recuerdan inevitablemente a los caminos, los cuales, según la cultura popular, todos llevan a Roma.

Y es ahora, en este preciso momento, cuando me remonto a la era de la cultura clásica y recuerdo el significado del olivo para los griegos y los romanos. Rescato de mis paupérrimos conocimientos sobre dicha cuestión el mito relativo a la creación de la actual capital griega, Atenas, ciudad que debe su nombre –valga la redundancia fonética– a la diosa Atenea. Pero ¿por qué razón se le otorgó tal nombre a esta célebre y antiquísima ciudad? La explicación del origen la encontramos en esa rica tradición mitológica que nos narra la contienda entre Atenea y Poseidón, dioses que ansiaban donar su nombre y convertirse en los “patronos” de una civitate creada por el Rey Cecrops. Fue tal el deseo, que Zeus, dios de todos los dioses, les puso a ambos a prueba. Atenea, triunfante, se ganó el honor de dar su nombre como ofrenda, pues, al contrario que Poseidón –quien al golpear la roca terrestre hizo que brotase un manantial de agua salada –, Atenea consiguió proveer al pueblo de un hermoso, fuerte y productivo olivo. No solo era alimento, sino era un producto que servía para proyectar luz y para mejorar la desatendida salud y la belleza estética del gentío. Su fruto, la aceituna, y la madera, extraída de los nobles troncos, ofrecían una gran diversidad de usos, entre ellos la confección de instrumentos. Era un símbolo y un árbol sagrado que abastecía a los ciudadanos de la metrópolis de creencias y de una cultura vasta y natural.

En fin, después de semejante inciso de índole culto, vuelvo a mirarle y a darme cuenta de su belleza me resulta aliciente, tanto que creo que lo estoy convirtiendo en olivo. Empiezo a considerar que su belleza exterior se convierte en un perfume grecolatino que me atrapa, en el ungüento que me quiero aplicar para sanar mis heridas, para conservar mi belleza interior y, por ende, exterior, para convertirlo en el aceite nocturno que roza y abraza mi piel antes de acostarme. Bueno, antes, durante y después de la madrugada a poder ser.

Dicho esto, comienzo a ser consciente de que muda en algo afrodisiaco y que anhelo, alguien que me resulta tan deseable que me asusta. Empiezo a darme cuenta de que su presencia me inquieta y de que mi actitud metamorfosea de forma ridícula. De que ese olivo de naturaleza salvaje manifiesta un halo de misterio que no me termina de convencer ni de satisfacer. Dudo y me planteo si hablarle o no, porque mis sentidos se han visto modificados, trastocados. Esta sensación no me gusta. Es como si hubiese conseguido colapsar mi pensamiento crítico y racional, como si hubiese potenciado mis cinco sentidos y mi instinto más primitivo y animal: le huelo, le miro, le toco, le oigo y puedo decir que hasta le saboreo –o eso me gustaría–. Me pregunto a qué variedad pertenecerá cuando sus carnosos labios rosados se acoplen a los míos. ¿Serán sus besos de un sabor intenso y afrutado como la arbequina o me ofrecerá una mescolanza de sabores entre lo amargo y lo dulce como la variedad picual? Lo que tengo claro es que, si consigo alcanzar a rozarlos, serán dignos de etiquetarlos como un aceite de virgen extra.

¿Pero qué demonios te pasa por la cabeza? Reprendo a mi persona incansables veces a causa de la pérdida de mi juicio. Reflexiono y recapacito paulatinamente sobre la sensación que me transmite este individuo. No es un olivo, ni una rama de olivo traída por una columba. Definitivamente, no puede significar ni pretender la paz. Básicamente porque de su existencia solo nace el aturdimiento. Me niego a aceptar que quiere ser el símbolo de tregua o de unión que buscaba atribuirle la religión cristiana a dicho árbol. No puedo creer que persiga convertirse en el máximo premio otorgado por los dioses y que su naturaleza intrínseca sea la humildad ingenua. Desgraciadamente, percibo con mi sexto sentido felino que algo huele a lo que coloquialmente denominaríamos “chamusquina”. Y no yerro.

De repente, una voz acaricia mis oídos, despertándome de mi enajenación mental. Mierda. Tocado y hundido el barco. Es la suya. No voy a reproducir en estilo directo nuestra absurda conversación porque carece de sentido alguno. Solo os diré que me ha hablado para prevenir que mi torpeza ganase la batalla y fuese mi propia víctima. Todo por no haberme atado los cordones con un “conejito doble”. Parece ser que no aprendí nada de mis mayores siendo infante. Bueno, esto es otro tema que ahora no nos atañe. Prosigamos con mi encuentro fortuito con este ser sacro y divino.

En pocas palabras, me alerta con una voz amable y que evidencia un tono preocupado – real o fingido, esa ya es otra cuestión–. Yo le respondo y no puedo evitar que mis mejillas adopten un color bermejo que odio con todo mi ser. Se ríe. Sí, se ríe en mi cara. No puedo controlarme y le espeto de forma un tanto tosca para mi gusto un “¿Qué te hace tanta gracia?”. Yo, persona que huye de todo contacto con entes animados –en concreto con ese tipo de creaciones, que reitero, están tocados por la mano divina– no podía creer lo que estaba haciendo. Tengo un mal presentimiento, es decir, una reacción química que se convierte en escalofrío y que recorre capa ápice de mi cuerpo. Mi inesperada pregunta cambia su expresión y simultáneamente le invita a que sus labios vuelvan a ser una línea totalmente horizontal. Bingo. Se ruboriza y se disculpa rápidamente. Error.

Fue en ese preciso momento cuando percibo que su cuita es honesta. Entablamos una conversación de lo más absurda y banal. Mientras verbaliza sus pensamientos y sus ideas, focalizo mi atención en su cabeza de dimensiones grandes y que no es muy acorde a su cuerpo. Decido entonces zanjarla porque sinceramente no me aporta nada. Solo un estado de inestabilidad y de descontrol que me pone de los nervios. Intento darle a entender que me tengo que ir, pero parece que no me quiere dejar ir. Me pregunto qué demonios quiere y cuál es la razón de esa insistencia anómala.

Entonces, me arriesgo y de una manera burda le vuelvo a formular una pregunta que creo que muestra mi incomodidad. “¿Podemos proseguir el diálogo en otro momento, por favor? Me tengo que ir.” Él se queda estupefacto y se disculpa de nuevo, avergonzado, por retenerme y por haberlo hecho tan visible. Joder, odio este tipo de situaciones. Me considero una persona bastante afable –a veces en demasía–, pero estas circunstancias, poco menos que forzadas, sacan de mí las facetas que menos me agradan para un trato social óptimo. Le echo la culpa de mi actitud, sí, lo reconozco. No debería, pero indiscutiblemente es un estímulo y mi respuesta, por desgracia, es esta.

En definitiva, su rubor ha cesado y vuelve a proyectar ese semblante inexpresivo, pero cálido, que transmite estabilidad, seguridad y confianza. Me saca de quicio. Parece saber qué desea en la vida, aun siendo tan joven. Aparenta conocer su identidad y su origen al completo, percepción que me evoca de nuevo la imagen del olivo. Veo sus raíces, bien arraigadas en la árida tierra, en ese terreno que no ha sufrido la mínima erosión y que es reflejo de una imperceptible pérdida de agua, es decir, de vida. Un olivo saludable que ha crecido tanto como se lo ha permitido su natura, pero que no se quiere limitar y, en consecuencia, busca ascender constantemente, tocando no solo el cielo, sino todo el universo.

No obstante, ese escalofrío al que hacía referencia antes sigue ahí y me tranquiliza deducir que no todo es lo que parece. Y, efectivamente, puedo decir con cierto orgullo que mi sexto sentido está tan desarrollado que percibo la verdadera esencia o energía de las personas. En comunicación no verbal –véanse el factor proxémico, kinésico y prosódico– puedo decir que soy insuperable. A lo mejor por esto huyo del contacto con las personas, porque las leo y las desnudo demasiado rápido –no en el sentido en el que estáis pensando, sinvergüenzas–.

Volviendo al chico, puedo confirmar sin duda alguna de que tiene heridas abiertas que aún no han cicatrizado. ¿Por qué? Por varias razones, entre ellas está la forma en la que se comunica, por los pocos gestos expresivos que me regala en este espacio tan corto de tiempo y por el lenguaje utilizado. Porque el vocabulario seleccionado para confeccionar su propio discurso le delata. Es un olivo lleno de escudetes –no me refiero a escudos metafóricos, sino al Camarosporium dalmaticum–, esa enfermedad que se aprovecha de las debilidades y de las aflicciones ocasionadas en el pasado.

Sí. Otra vez ha conseguido atraparme en su juego. Jaque mate. Ha creado un sentimiento de curiosidad que difícilmente voy a poder obviar en esta ocasión. Decido finalmente partir con paso firme hacia la dirección opuesta después de dedicarle un “adiós”, pero antes de dejarme ir se asegura de preguntarme mi nombre.

–Oye, por cierto, ¿cuál es tu nombre?

–Me llamo Raúl –respondo firmemente mientras le miro a los ojos–. ¿Y el tuyo?

–Me llamo David, como el de Miguel Ángel –dijo entre risas.

Le odio por esa respuesta, pero finalmente ha conseguido sacarme una sonrisa. A partir de hoy me propongo desayunar todos los días tostadas con aceite de oliva. Lo prometo.