Claudio

Fran Cano

—Cago en tó.

Claudiu maldice en La Tasca de Julio.

Es un bar sin mesas y con restos de barro en cada baldosa, con cuatro taburetes medianos de madera y una barra pringada de aceite. Detrás de la barra está Julio. Tiene el pelo largo blanco, un bigote del color de la barra, y se mueve con problemas, la pierna izquierda, un par de segundos más lenta que la derecha. Aparte de Claudiu, solo hay un anciano, sentado en uno de los taburetes. Lleva un sombrero verde y baraja una brisca española como si ensayara un truco.

Claudiu —alto, rapado salvo una línea rubia en el medio de la cabeza, tripa cervecera— bebe de pie, con los codos hincados en la barra y el peso del cuerpo hacia adelante. Tiene un vaso ancho con dos cubitos, el güisqui flotando y la botella de Coca-cola abierta, aún llena. Al lado hay una copa de coñac a la mitad, sin hielo. Claudiu vierte el refresco y luego vuelca el coñac. Después bebe un sorbo.

—Leonardo lleva ya días en la aceituna. Dicen que no vas a ir con él. Que te ha engañado el Montero este año. Pues te digo una cosa: te equivocas. Te lo digo como que me llamo Julio: aquí no se cambia de patrón.

***

En Alcalá todos lo conocen por Claudio con o, porque así lo bautizó Leonardo, el único patrón que ha tenido Claudiu desde que llegó con 18 años a la Sierra Sur.

No sabe qué ha pasado con Leonardo. Pero ha pasado. Fue hace un mes, a comienzos de noviembre. Leonardo aparcó la moto de gas detrás de la casa cortijo de Claudiu. En Villalobos. Cuando escuchó el motor desacelerando, el rumano pensó que el patrón vendría para explicarle algo sobre los papeles del cortijo.

Fuera de la casa, Claudiu fumaba un cigarro de liar grueso como un puro. Leonardo se desabrochó el casco en un gesto rápido. Se acercó deprisa al rumano.

—Tienes que ser hombre, Claudio.

Claudiu soltó el cigarro y habló rápido, los sustantivos amontonados. Le dijo a Leonardo que sólo tenía pensado ayudar a Montero dos semanas. La idea era iniciar la campaña con Montero hasta que Joseli, el hermano de Montero, volviese al pueblo desde Francia.

—Ahora te buscas la vida con Montero. Para la aceituna y para los papeles de la casa.

Leonardo se subió a la moto, enroscó el casco en el manillar y se fue acelerando. Claudiu pensó en la casa. Su casa.

***

Mañana helada de mediados diciembre. Jadean los hombres de Montero. La excepción es Claudiu, que varea con golpes secos. Montero engaña. La panza y la espalda deformada lo hacen parecer cualquier cosa menos un jornalero con brío.

Claudiu acelera en la tarea sin dejar de ser preciso en cada golpe. Quiere que los otros cuatros jóvenes se den cuenta de quién mete una marcha más.

A la hora del almuerzo los seis están sentados en torno a una lumbre que ha encendido Claudiu. Montero saca de una bolsa de supermercado dos tripas de salchichón melladas y otra de chorizo ennegrecido. También saca una bota de vino.

—¿Cerveza? —pregunta Claudiu.

Montero dice que no se ha acordado.

—Vino entonces —dice Claudiu, y es una orden.

Montero le pasa la bota por encima de la cabeza del joven con cara de púber que los separa en el almuerzo.

—Mi hermano Joseli viene mañana de Francia.

Claudiu se levanta, aún con la bota en la mano, bebe y después la lanza con fuerza.

Se acabó el almuerzo.

***

Sin jornal, Claudiu no quiere estar nervioso. Delante tiene ahora una mujer de pelo rizado y ojos negros diminutos. Ana mira a la pantalla de un ordenador y alterna media sonrisa con el mentón tenso.

Ana dice que él todavía no tiene derecho a prestación, y cuando Claudiu repite ‘paro, paro’, ella niega con el mentón. Lo más que puede hacer Ana es registrar los datos personales y esperar que un propietario necesite un jornalero. Claudiu asiente sin abrir la boca. Hay más personas en la cola: un hombre en sandalias; una adolescente embarazada y un africano calvo con el chándal del Madrid.

Claudiu todavía tiene el coche, un Peugeot negro de cinco puertas.

***

El móvil rojo Alcatel tiene una pantalla que se abre y se cierra a poco que Claudiu pulse una ranura con el pulgar, como hace ahora. Hay siete llamadas de Montero distanciadas la segunda tres minutos de la primera; la tercera un cuarto de hora de la segunda; la cuarta un minuto de la tercera; la quinta la hizo a la media hora; la sexta la demoró un minuto después que la anterior, y el séptimo tono de llamada ha sonado hace tres minutos con ese timbre de videojuego roto.

Claudiu no tiene jornal a finales de diciembre. La idea que se repite después de abrir la segunda litrona de la tarde, acomodado en un columpio que no es suyo, en un cortijo que no es suyo, mientras echa cuentas de la rueda delantera casi desinflada de un coche largo como una limusina que no es suyo, es que diez años de trabajo después él es a ojos de todos lo mismo que el primer día: un sin papeles.

Suena la octava llamada de la tarde.

Quien llama desde Rumanía es Dan, el hermano de Claudiu. Enseguida hay gritos. Dan le pide que mande dinero.

La tarde va perdiendo luz. El cortijo, porque Claudiu ahora se queda mirando la entrada del cortijo en un plano cerrado que comprende los matorrales y las mierdas de cabra acumulados delante de la casa, necesita una tarde de poda.

Al hermano le dice que no se preocupe.

***

Loto —la melena rubia y lisa, alto y delgado— vende aceite. Él y Claudiu están ahora en un banco de cemento de un parque, y desde ahí ven que hay agua en el río de Frailes. También hay dos patos apeados en la orilla. Son las siete de la mañana. La fiesta de Nochevieja acaba con ellos mirando a los patos. El pub del pueblo está junto al parque, y ya no queda música, pero sí hay aún cinco personas en la puerta, apiladas como en un botellón. Sobresale entre la luz de la madrugada la única cabeza de tinte rosa.

—No tengo euros —dice Claudiu.

—¿Y yo sí, Claudio?

A Loto se le quiebra la voz. Claudiu intenta no reírse, pero cada vez que abre la boca suelta un gallo y el rumano tiene que contener la risa.

—Claudio, qué favor me harías si te casaras con esta que viene por aquí.

La que ‘viene por aquí’ es Mariana, la chica del pelo rosa. Mariana —jersey de pico, estatura baja y de carnes repartidas por la cintura— se acerca al banco caminando firme. Se queda mirando a Claudiu cuando lo tiene a dos metros, y ahí se para. No habla. El único movimiento que hace es esconder las manos detrás de la espalda. Claudiu también la mira. La ha visto antes, pero no sabe ni cómo se llama. Loto se encarga de las presentaciones después de pedirle a Mariana que se acerque y que tome asiento entre ellos. Ella accede, y Claudiu advierte que apenas habla. No sabe si ella está también tocada por el alcohol. Loto le cuenta a Claudiu que Mariana es su prima. Sentados los tres, con el río y aún los patos de fondo, Loto aprovecha que la chica parece desorientada, y él le hace un guiño a Claudiu. El rumano está por reírse, pero otra vez hace un esfuerzo, se limpia los labios con los nudillos, porque tiene la boca reseca y le da pudor que el aliento tome vuelo al lado de la chica.

—¿Tú vives aquí? —le pregunta a ella.

***

Días más tarde de aquella madrugada en el parque, Claudiu le da vueltas a la proposición que le hizo Loto, después de que Mariana se levantara del banco y se metiera en los asientos traseros de la furgoneta naranja de Loto. Claro que Claudiu también hizo su propia contraoferta. Loto no dijo nada. Dejó el intercambio en el aire. Por cómo carraspeó la garganta y se quedó mirando a Claudiu, con cara de quien descubre algo en medio de la nada, quizá la idea fuese hacia adelante. Quizá. Claudiu espera hoy una respuesta.

La espera hoy después de que Leonardo le haya retirado el coche sin apenas mediar palabra.

—Me lo llevo —le ha dicho, y Claudiu sólo ha podido farfullar que hay una rueda, la izquierda de atrás, que está pinchada o tiene poco aire.

Leonardo se mesa la barba. Luego mira de un vistazo el cortijo en Villalobos, los cuellos de las litronas que asoman enterradas a los pies de la casa, y suelta un ruido que suena como ‘jum, jum’. Leonardo viene acompañado de un chico de tez rojiza, pómulos hundidos, tan joven que no debe de tener aún veinte años. El chico también es rumano, porque cuando Leonardo le ordena que se lleve la moto, contesta primero con dos palabras en rumano y luego afirma en español. Antes de marcharse, Leonardo le pide a Claudiu que le ayude a cambiar la rueda. Mientras el chico se va a golpe de gas en la moto, los dos trabajan en silencio; Claudiu ha colocado el gato y Leonardo asume el resto de la tarea. El rumano está tentado de entrar en la casa, coger una lata de cerveza y ofrecérsela al que fuera su patrón. Pero no hace nada. Leonardo se hinca de rodillas, ajusta la rueda y luego la palpa con la mano. Después se levanta y echa en peso la pierna derecha.

—Ahí te quedas —le dice a Claudiu.

Se monta en el coche, echa primero marcha atrás y luego sale hacia adelante dibujando medio círculo.

Claudiu llora sin parar.

***

—Hoy te la acerco al cortijo.

Ese es el mensaje de texto que recibe Claudiu a las doce del mediodía.

El trato con Loto está hecho. Claudiu respira, porque ya el dinero sólo le da para macarrones y alguna litrona, se ha quedado aislado sin coche, su familia espera un dinero que no llega y a finales de enero no hay tajo.

El trato está hecho. Al cortijo llegan dos vehículos. Esta vez son la furgoneta naranja de Loto y un Audi A4 verde, que le sigue los pasos como si quiera adelantarlo. Primero aparca Loto la furgoneta. Lo hace derrapando y levantando humo. Enseguida sale del coche, y le señala con el índice a la conductora del automóvil para que aparque justo detrás. La conductora es Mariana. Claudiu ha visto el pelo rosa, y ahora la ve con una maleta blanca de ruedas. Ella camina hacia él, con la maleta y pasa de largo, abre la puerta de la casa y entra dentro. Claudiu no dice nada. Mariana no dice nada. Quien habla es Loto:

—Aquí la tienes —y señala a la furgoneta—. Mañana empiezas. Todas las tardes te llamo y me dices cuánto vendes.

***

Fuera de la casa Claudiu se adapta a la faena. Le gusta conducir, el trato con la clientela no es del todo incómodo y el aceite se vende. Claro que tiene la sensación de que Loto paga menos de lo que debería, pero no es momento de consideraciones. Pasan las semanas. Febrero avanza. Claudiu tiene trabajo, y en cada pueblo que visita hay particulares, como el abuelo tuerto de Santa Ana, o dueñas de bares, como la Señora Calata de Alcaudete, que compran el aceite de Loto. Las horas en la carretera, comer bocadillos en la furgoneta y aparcar el alcohol sólo para la noche son inconvenientes sin importancia, porque el dinero va sumando y ya ha hecho su primera transferencia a Rumanía. Dan ha tenido una forma particular de agradecérselo: le ha dicho que tiene que mandar más. Claudiu está tranquilo. Ahora sí tiene trabajo.

Dentro de la casa es feliz. Mariana hace la cama, barre cada dos días y se ocupa de ordenar la comida que él compra. Se ha adaptado a vivir con ella. Qué problema hay en estar con alguien que conversa poco, posterga el encuentro sexual aun cuando duermen juntos desde la primera noche, pero siempre parece tranquila, indiferente al mundo. No ordena como Leonardo. No fanfarronea como Montero. No grita como Dan. Y no le hace trampas como Loto. Claudiu se ha inventado un hogar de la nada. Le gusta pensarlo cuando conduce.

Es esta noche, con el ramo de rosas que él ha traído y ha colocado en la habitación, el momento de ser sincero con Mariana. Cenan los dos tortillas de queso, comparten litrona a morro, y fijándose él en los huesos robustos de las muñecas de ella, dice justo lo que quiere decir:

—Te quiero.

Mariana abre los ojos, enseña las paletas de sarro y luego se ríe.

—Gracias —contesta.

Él nota algo raro en la respuesta, aunque prefiere seguir comiendo. A la noche la rutina continúa en la cama.

***

Marzo acaba con la campaña. Llueve a mares en la Plaza de la Constitución de Valdepeñas. Son las cinco de la madrugada, y Claudiu está empapado mientras sigue con el cuarto vaso de vodka sin hielo en la palma de la mano derecha. La tasca continúa abierta, porque el dueño —un hombre de semblante morado y de figura inflada de gimnasio— se ha inventado una fiesta. Ha dado una fiesta que aún no acaba, y por eso Claudiu sigue tomando vodka desde la puerta, sin importarle que las gotas resbalen desde el techo y le caigan en la cabeza y en los hombros. Una mujer de melena engrifada, las arrugas desde la frente hasta el final del cuello, aguanta a su lado.

—Mi novia… —dice, como queriendo hablar con la mujer.

—Nada. No te preocupes ahora. Tu novia te quiere, hombre.

Pero Claudiu duda, y cuando se le cae el vaso al suelo y se rompe, le dan ganas de entrar y pedir otro vodka. Lo piensa aun cuando la mujer le dice que mejor se meta adentro, deje el alcohol y aproveche el jamón y el queso que pronto servirá el dueño. Claudiu no pide otro vodka, pero tampoco le apetece comer. Intuye que el trabajo con Loto se acabará en diez o quince días, de manera que es momento de trazar un plan. En medio de la lluvia deja atrás la tasca, rodea la plaza y llega a la esquina donde ha aparcado la furgoneta. Se ha olvidado las llaves puestas. Es una ventaja, porque así entra rápido al asiento del conductor, pero cuando desde dentro voltea la mirada hacia la parte de atrás y no hay rastro de cajas de aceite ni de garrafas piensa que fue malísima idea dejar las llaves puestas.

Arranca la furgoneta. Un grupo de borrachos sale del bar y todos le hacen señas con las manos para que no conduzca. También le gritan que se quede. Le gritan ‘rumano’, y es entonces cuando acelera. Algunos se tambalean y se caen al suelo. La lluvia aprieta.

A Claudiu le da igual conducir con viento y agua, con un solo parabrisas, y cruzar una y otra curva destino Frailes. Ha perdido litros aceite que no son suyos y que no podrá pagar, de modo que tampoco será grave si desaparece una furgoneta que devolverá pronto. Y si no la devuelve. Y si se come la siguiente curva y la deja caer cerro abajo. Qué importa. Claudiu ha aprendido a conducir con tanta destreza que a veces fantasea con la carretera, como si estuviese en un videojuego. Hoy tiene que hablar con Mariana. Quizá es mala idea que sigan viviendo juntos. Es mejor decirle la verdad: todo fue una maquinación de Loto que él consintió porque estaba desesperado. O mentir, no contarle nada del intercambio, pero hacerle ver que, si no son pareja, una pareja normal, mejor que ella se marche.

La lluvia remite justo a la entrada de Frailes. Claudiu da tregua al acelerador. Los párpados se le han caído un par de veces. Mañana no trabajará. Se inventará algo. El cansancio asoma, y otra vez piensa que podría dejar la furgoneta, soltar el volante y que todo se haga sin que él haga nada. No suelta el volante, pero sí cierra los ojos. Lo ha debido de hacer, porque acaba de empotrar la furgoneta con el quietamiedos. Él está bien, pero tiene un golpe atrás, en las cervicales y la cabeza ahora le duele. Claudiu se baja del coche. El faro y la rueda delantera derechos están rotos, hechos cristales como el vaso que dejó en la tasca.

Le gustaría fumar. Nunca lo ha hecho. Mejor darle patadas a la furgoneta. Dos, tres, cuatro y hasta cinco patadas para hundir la chapa. La lluvia se vuelve fina. Claudiu no puede más. Tiene que dormir en la furgoneta.

A las horas, alguien lo despierta con capirotes en la frente. Cuando abre los ojos, asoma la barba roja de Leonardo. Éste le pide que salga de la furgoneta y que se monte en el coche. Claudiu sólo obedece. Ya en el coche, Leonardo dice que por fin ha arreglado los papeles.

—Si te vas a casar, te hará falta una casa.