Cuando tú naces

Mistral Martel

A la Posada del Cairel se llega por un camino estrecho que asciende trazando mansas curvas por la costanera. Al final nos hallamos en lo alto del collado, frente al Aznaitín, oteando la senda por la que los neveros transportaban, en otros tiempos, su gélida mercancía hasta Cambil. Águeda había ido a recogerme a la estación. Yo, acomodada en el asiento de atrás de su Land Rover, miraba, algo impresionada, cómo levantaba la pequeña cabeza sobre el volante; una mujer menuda pero fuerte que, a sus setenta años, se había hecho a vivir sola. Sin pedírselo me había dado la habitación más grande, la más alta, la que mejor dejaba atisbar las azuladas crestas de Mágina en aquella tarde oscura de febrero.

Mi padre había muerto en Navidad. Desde chiquita yo lo recordaba en el taxi, dando carreras por Vitoria para ganarnos el pan. Un hombre con cara de bueno, no muy alto, pero con las manos grandes, gruesas, como hechas para otra profesión. A mí me hacía gracia que, llamándose Cristóbal, se hubiera dedicado a conducir, y me gustaba imaginarlo alcanzado por algún tipo de sobreprotección al compartir nombre con el patrón de los chóferes. Pero mi padre no era un hombre al que pudieran sacársele muchas confesiones. Entre otras cosas, se había ido sin contarme por qué le llamaban «El Minguillo», o por qué, al dejar su tierra, se había marchado tan al norte, donde no pudiera encontrar olivos, como había dicho alguna vez.

Sin embargo, pasados unos años, había plantado aquel esqueje en el terruño negro de nuestro patio. Y se afanó día a día en ver cómo agarraba, cómo se abrían camino sus raíces, cómo cobraba porte el joven árbol hasta ofrecer sus primeras aceitunas, que mis amigas recibieron poco menos que como exóticas perlas de otro mundo. Pero, sobre todo, yo quería saber por qué guardaba aquella rama seca y olorosa entre las hojas de un libro de Machado, junto a las primeras líneas de una carta que nunca llegó a enviar…

«Te quise como a nadie. Te esperé. Me esperaste. Te cansaste de esperar, de que no fuera el que esperabas…». Así comenzaba aquella carta roída y amarilla, que yo leí en el tren. Allí encallaban aquellas palabras breves, detenidas mucho antes de llegar a su destino. A la noche, en el fuego, se la enseñé a Águeda y esperé a que ella me contase.

—Tu padre estuvo pretendiendo a una mujer; era un hombre sereno y callado, pero era sabido que él la pretendía—, dijo Águeda, sin querer asegurar, por miedo a herirme, que aquellas líneas estuvieran escritas para esa mujer desconocida.

Luego, espoleada por mi deseo de saber, me contó que se llamaba Mercedes, y que le decían «La Polaca». Que era hermosa, bien compuesta, viva:

—Aunque quizá no la clase de mujer que a tu padre convenía. Aun así, él bebía los vientos por ella. Vivía en una alquería aislada, por el camino de Albanchez, y no había tarde que él no atravesara los parajes de quejigos y encinas que lo separaban de ella para estar a su lado un par de horas.

—¿Y por qué dice que no era la mujer que le convenía? —me animé a preguntar.

—Porque Mercedes conquistaba enseguida, tenía un gran donaire, pero arrastraba tantos requiebros de amores a las espaldas y guardaba tantas ganas de medrar, que pocos veían en ella más que una cara bonita y un cuerpo deseable.

Águeda aseguraba que mi padre fue siempre poca cosa para Mercedes. Yo lo imaginaba aquellas noches, a la luz tenue de un candil, casi arrodillado a sus faldas, ante su mirada impasible.

—Tu padre no era rico, pero tampoco un pordiosero. Hacía tiempo que juntaba dinero para comprar una finca de olivos, en las mismas faldas del Naitín. No era gran cosa, pero le había prometido que la trabajaría, que compraría maquinaria y pondría de nuevo en uso la vieja almazara abandonada.

—¿Y con esa finca qué pasó? —pregunté impaciente.

—Nunca llegó a ser suya. Tu abuelo, el padre de tu padre, ya estaba muy enfermo por entonces, y todo el dinero que guardaban se fue en médicos, para intentar curarlo, por más que todo fuera en vano. Así, la promesa se quedó en promesa.

Era tarde, pero yo no tenía ganas de dormir. Águeda movió los rescoldos para avivar el fuego, que crepitó enseguida en la chimenea. Fuera, una fina aguanieve comenzaba a caer y resbalaba por el oscuro cristal de la ventana. No me costó imaginar cómo habría reaccionado Mercedes ante la palabra incumplida.

—Tu padre siguió visitándola, pero ella le había empezado a dar de lado. Había ocasiones en que caminaba de noche para verla y no la encontraba en casa, o le decían que estaba ya acostada, que no se encontraba bien. Cuentan que una de esas noches, cansado de desplantes, tu padre siguió camino hacia Mata Bejid. Tú no lo conocerás, pero era ese un lugar precioso. Hace más de un siglo lo habían comprado unos hacendados catalanes y quisieron construir ahí su pequeño paraíso. De vez en cuando organizaban bailes a los que podía ir todo el mundo. Era uno de los pocos sitios a los que uno podía ir a divertirse. Por el camino ponían farolillos y al llegar se veía aquella gran mansión, pintada de blanco y azul, con sus escalinatas y sus fuentes en forma de león, de cuyas bocas manaba un chorro de agua rumorosa. Del interior salían los compases de una orquestina y uno podía perderse entre sus jardines y estanques, era lo más parecido a un cuento…

Yo imaginaba, sin embargo, a mi padre ante el amargo final de aquel cuento. Llegando a la elegante casona, quitándose el sombrero, entrando tímidamente en el salón, y viendo a Mercedes, casi en el centro, risueña, rodeada de varios cortejadores, como una luz refulgente en medio de una noche de verano en torno a la cual circunvuela una ávida cohorte de polillas.

Mata Bejid me pareció un lugar melancólico y triste. Aquella mañana, tomando prestado el coche de Águeda, había salido muy temprano. La nieve de la noche se había derretido y encontré los caminos escarchados y solos. Al llegar, la elegante casa, las fuentes, los jardines, todo parecía abandonado, como una vaga fantasía trasnochada de la Belle Époque, un remanso romántico imposible, perdido entre olivares. Plantada ante la escalinata, no me costó, sin embargo, evocar aquella noche. De repente, incluso la lejana música llegaba a mis oídos, recreaba las risas, los vestidos de vuelo, el tintineo de las copas, los galanteos a media voz, y era capaz de sentir el agrio desengaño de mi padre, su tristeza y su resolución de abandonarlo todo.

Al regresar encontré en silencio la Posada del Cairel. No había nadie en el pequeño comedor, pero un aroma intenso y afrutado se coló por mi nariz, como un genio travieso salido de una lámpara. Una vaharada de olor a hierba verde y hojas de aceituna se meció, danzarina, por los resquicios más hondos de mi cabeza. Sobre una mesa, junto a la ventana, un plato blanco de porcelana aparecía cubierto por un espejo de aceite, sobre cuya superficie se adivinaban unas gotas de agua caprichosamente derramadas. Yo no había desayunado, estaba hambrienta y tuve el impulso de partir un bollo con las manos y llevarme a la boca el migajón bañado en aquel líquido fragante que, como un etéreo sátiro, había flirteado de repente en mis sentidos. Iba a hacerlo cuando la voz de Águeda me detuvo.

—Espera, no lo toques —dijo, acelerada—. Ese no es para comer.

Más tarde, saciado mi apetito y sentadas, de nuevo, al amor de la lumbre, Águeda me habló de aquella costumbre de poner los «espejos de aceite»: «Si algún desvelo te agita el corazón, pasada santa Martina, si ha nevado, cubre de aceite un plato llano y arroja unas gotas de agua de nieve sobre la que hayan dormido flores de azahar. Déjala reposar toda la noche y a la mañana siguiente te hablará». Me pregunté enseguida qué pesar sería el que agitaba el corazón de Águeda.

—Águeda, ¿usted sabe por qué a mi padre le llamaban «El Minguillo»?

—Mi buena Fuensanta, ¿pero tú no oíste mentar el viejo dicho? «Andad de día, que la noche es mía». Tu padre también debía saberlo, pero no siempre lo cumplía…

No entendí del todo qué quiso decirme. Lo que sí espoleó mi ánimo fue la vieja tradición del plato junto a la ventana. Tendida sobre la cama veía la cumbre nevada del Aznaitín. Entonces mi mente pergeñó la loca idea de preguntar por ti al espejo de aceite. Precisamente por ti, al que siempre había esperado, al que aún no conocía, al que había imaginado mil veces, de mil formas distintas; mi amor, mi esperanza, quien me salvara, también a mí, de esa soledad que se había enseñoreado de mi alma.

El espejo requería agua de nieve. Calculé que para alcanzar las primeras coladas blancas del Naitín tendría que caminar dos horas, ladera arriba. Si no me demoraba podía estar de vuelta antes del anochecer. Tras calzarme unas botas, tomé ropa de abrigo e inicié la marcha sin avisar a Águeda de mi ocurrencia. Durante un largo trecho avancé entre espinos y cornicabras. A mitad del ascenso, mis piernas ya acusaban el esfuerzo. La montaña se volvía rala, salteada de enebros y retamas, ventosa y oscura. Recordé entonces las palabras de Águeda cuando, la noche anterior, las dos musitábamos al calor del fuego. Las leyendas de aparecidos que se contaban por los alrededores, los encuentros con seres imposibles que merodeaban por el lugar. Nunca había sido un alma impresionable y sonreí, condescendiente, ante la fertilidad asombrosa que emanaba de la fantasía popular. Debí distraerme largo rato con estos pensamientos pues, casi de repente, noté cómo la luz del día se apagaba, cómo se desplomaba la temperatura. Una cascada de nubes bajas comenzó a desprenderse desde las alturas del monte y enseguida me vi envuelta en la niebla, completamente desorientada. Al borde mismo de la nieve que se mantenía viva en la ladera encontré un refugio de pastores. Era apenas un rudimentario cubil, una majada burda con una pequeña pared de piedras y argamasa que aprovechaba una oquedad natural en el terreno. Supe que esa tendría que ser mi morada aquella noche si es que quería sobrevivir a la heladora madrugada.

A veces la línea entre lo soñado y lo vivido es tan delgada como el trazo de un lápiz. Aquella mañana, cuando, muy temprano, salí medio aterida del refugio, no recordaba nada. Arrebujada sobre la pared de tierra, el cansancio hizo que el sueño me venciera. Cuando, mucho más abajo, me encontré, entre los linios de olivos, con una cuadrilla de aceituneros, me abordó ese chico de hombros altos, pelo cortado a cepillo y sudadera verde militar, a juego con el campo. Eras tú, ¿no te acuerdas? Tú y tu padre debisteis pensar que se trataba de una aparición. No huía de nadie, ni estaba herida, como pensasteis, pero tenía hambre y sed, y estaba cansada, y sucia, y asustada. Todo eso lo viste enseguida en mis ojos. Me diste de comer y de beber, me diste abrigo, me llevaste hasta el pueblo, donde Águeda me esperaba rota por los nervios.

—Soñé que llamaban a la puerta de tablas. La puerta estaba ajada, tenía delgadas grietas a través de las que podía verse el exterior. Delante había tres hombres muy pequeños. El más bajito portaba un candilón que iluminaba sus caras. Entonces vi que las barbas cubrían su rostro y que vestían su cuerpo con una especie de traje de hojarasca. Hablaban entre ellos en susurros y estuvieron allí mucho tiempo, hasta que al fin, cansados, se fueron, ladera abajo, entre la niebla—. Esto conté a Águeda aquella noche, después de que pasase la mayor parte del día regañándome.

—No lo soñaste, Fuensanta, fueron los minguillos.

Entonces la miré asombrada. ¿Era posible que, de verdad, creyese aquellas cosas? Como mis ojos la seguían, inquisitivos, por toda la cocina, se animó a continuar:

—A mi puedes contármelo, pero no vayas diciéndolo a nadie más. Tu padre, ya ves, por hacerlo tuvo que cargar con ese mote toda la vida. Los vio más de una vez, las noches de luna, cuando volvía de casa de Mercedes. Con sus barbas largas, rastreras por el suelo, sus pellizas de hojas secas, no más altos que una garduña. Luego en la taberna lo contaba, pero hay algunas cosas que no se pueden contar…

Cuánto me hubiese gustado que aquella noche volviese a nevar. Salir al camino y tomar entre mis manos un poco de nieve y unas flores de almendro. Dejarlas reposar y rociar el espejo de aceite para preguntar por ti. Si eras tú o no lo eras. Por la mañana, quién sabe, el aceite dibujaría tu nombre o tu inicial. Pero no nevó. Al despertar, sin embargo, volvió a llegarme desde la cocina aquel perfume aceitado, deleitoso y lúbrico. Me desperecé y corrí, apenas vestida, para encontrarme con Águeda.

—Pero, ¿no es maravilloso? ¿Es este el aceite del que me hablaste?

—Sí, Fuensanta. El aceite de esos olivos, de esa almazara que tu padre soñó y que nunca tuvo. La almazara de «La Polaca». Antes de que tu padre se marchara, se supo que el dueño de Mata Bejid se la compró a Mercedes. Pero no le perteneció por mucho tiempo. Llegó la guerra, cambió de dueños, qué sé yo.

—Pero, entonces, ¿por qué se le sigue llamando así después de tanto tiempo? —pregunté. Águeda me miró, por un instante, con sonrisa ladina.

—¿De verdad quieres saberlo?

Esta vez no pude ir sola. Águeda se empeñó en acompañarme. A la almazara de «La Polaca» se llegaba por un camino sinuoso. En la parte alta, los olivos eran soberbios, centenarios, esos viejos árboles que atesoran tantas lunas e inviernos que el tiempo parece haberles conferido rostro, un aura de ser vivo sabio y respetable. El edificio era una construcción moderna, magníficamente equipada. Enseguida nos recibió una pareja de unos treinta y tantos años. Él estaba delante, junto a la entrada y nos invitaba a pasar. Pero yo no pude evitar fijarme en ella. Era una mujer de piel calcárea y pelo rubio avellana, de belleza frágil y sonrisa discreta, que nos miraba atenta desde detrás de sus gafitas redondas. Después de que Águeda los pusiera en antecedentes sobre el motivo de nuestra visita, nos acomodaron en un rincón de la salita y nos ofrecieron un café, sin dejar de parecer un tanto sorprendidos.

—A decir verdad, no conocíamos la historia. Sabía que esto pasó por muchas manos, sí, pero no llevo aquí más de seis años. Este sitio tiene algo que te engatusa, que te echa el lazo. Yo me entrampé hasta las cejas por tenerlo y convertirlo en lo que es hoy. Me ha costado lágrimas y noches sin dormir, pero ahora sé que mereció la pena. Luego llegó ella y terminó de convencerme —dijo señalando a su mujer.

Las dos nos quedamos con tantas ganas de saber la forma exacta en la que una violinista polaca había terminado catando aceite en el corazón de Sierra Mágina… Para mí, de alguna forma el destino había hecho justicia. En ellos, en Serafín y Janina, veía cumplido todo lo que no pudo cumplir mi padre. Conversamos animadamente sobre sus vidas, un poco también sobre la mía, sobre los vericuetos que nos habían llevado hasta allí y cuando ya nos marchábamos, Janina sacó de un cajón un CD que quiso regalarnos.

—Si queréis saber por qué me quedé, escuchad esto por el camino. Así suena este aceite en mis oídos.

Quedamos intrigadas, pero una vez en el coche, de regreso, pusimos el CD y una música barroca, poderosa, invadió el habitáculo. Era el Concierto para dos violines y cuerdas en La Menor, de Antonio Vivaldi. Águeda y yo nos miramos y sonreímos. Ella conducía, pero yo me pude permitir cerrar los ojos y abandonarme. Entonces, en cuanto los acordes iniciales de la orquesta encaraban el primer movimiento, sentí el sabor envolvente del aceite en mi lengua, y luego, coincidiendo con los solos de los violines, saboreé primero el acariciante amargo y luego el picante sutil desgranándose como un sortilegio en mi paladar. El armonioso rondó me llevaba, al final, a una fresca libación de aceitunas verdes y el revoloteo remoto de un manzano en flor. Abrí de nuevo los ojos y volví a encontrarme con los de Águeda. Ahora las dos sabíamos cómo sonaba el néctar de aquella tierra mágica y misteriosa.

Dormitando, junto a la ventanilla, viajo en el tren, regreso a casa. Contra mi pecho aprieto tu regalo, una preciosa edición de las Nuevas Canciones, de Machado. Qué bien saber, al fin, tu nombre; conocer tu rostro. Porque sé que eres tú. Ya no necesito espejos de aceite ni oráculos a los que preguntar. ¿Cómo, si no, podrías haber sabido tantas cosas que yo no te he contado? ¿Por qué, si no, entregaste a Águeda precisamente este libro para que me lo diera antes de irme? ¿Por qué tú, precisamente, saliste a mi encuentro y dejaste, por mí, todos tus quehaceres de aquel día?

Cuando tú naces, esa mañana, en mi recuerdo, se apagan todas mis tristezas. Ese momento, justo, es el puerto seguro, el varadero de mis esperanzas.

Por eso he comenzado a escribirte esta carta, que no encallará entre los versos del libro de Machado. A ti sí puedo hablarte de los minguillos y de los secretos del Aznaitín.

Y cuando regrese, si tú quieres, iremos a Mata Bejid. Pasearemos entre las fuentes lánguidas, cubiertas de verdín, y soñaremos que el salón, abierto e iluminado, nos espera, y que bailamos el Concierto para dos violines y cuerdas de Vivaldi, completamente a salvo, muy lejos de cualquier desengaño.