Del bosque al olivar

Valdelomar

Caoba y flores, era la combinación de aromas que desprendía esa caja alargada que se llevaba el concreto cuerpo de mi madre, que le dejaba al mundo su sonrisa sonante y las caricias sobre mi frente con sus dedos pequeños y gruesos. Los paseos extensos por los parques, las aceras y su paciencia frente mi niñez sempiterna.

-¡Ernesto! -gritaba antes que sonara la alarma.

Y de golpe me ponía de pie. Los sábados por la mañana, íbamos a desayunar a La Fontana, un café que, con vista al mar, luego, con un poco de suerte, encontrábamos asientos, en el Teatro Miraflores, para quedarnos en silencio mientras los títeres nos hacían reír. Así comenzó la aventura de olvidarme del viaje de mi padre, que había prometido escribir cuando llegara a destino. Desde entonces, comencé a pensar que no me alcanzaría la vida para llegar a Paris y poder abrazarlo.

El día de mi cumpleaños número diez mi madre, Lucía, me dijo que ese año mi regalo sería conocer un lugar. Todavía recuerdo mi rostro triste y la mirada en el piso, mientras arrastraba los pies al caminar. Cómo podía explicarle que solo quería un balón de fútbol.

-Hemos llegado –dijo, levantando mi rostro a la altura de su mirada.

Ella no perdía la sonrisa.

-Mira, este es tu regalo -insistió.

Cuando levanté la mirada y puse atención, vi un bosque hecho de árboles de olivo, como solo pensaba que existía en los cuentos. El pecho comenzó a saltar de la alegría, no podía contener la sonrisa entre los labios. Comenzamos a recorrer el lugar, mientras ella me contaba que los primeros habían sido plantados el siglo pasado por San Martín de Porres, el santo moreno, que, según la historia peruana, había logrado dar de comer en un mismo plato a perro gato y pericote. Y través de los años, se fue formando un bosque que es la única reserva de Olivos en el país.

Esa tarde, nos sentamos al pie de uno de los árboles y Lucía, me leyó un cuento, mientras mi cabeza, recostada en sus piernas, era acariciada por una de sus manos. El aire y el compás que tenían sus hojas al moverse producían un sonido enternecedor; tanto, que sonaba como un susurro que invitaba al sueño. Al despertar, ahí estaba ella, con la frente amplia y sus cabellos amarrados en una trenza. En los siguientes años, pude conocer el lugar como si fuera cada rincón de casa.

El lazo con mi madre se había hecho más fuerte, a pesar de los años y que las salidas se fueron disipando casi al punto de extinguirse. La adolescencia, el escribir poemas por sentir la primera ilusión y el cambiar los paseos con ella por la compañía de Amelia en el boque. Escribimos nuestros nombres dentro de un corazón en unas de las bancas, fue nuestro mayor acto de rebeldía. Entonces, ella cerró los ojos mientras su boca, cerca de la mía, esperaba expectante, y la besé, despacio y poco a poco fui amoldando mi boca a la suya. Mientras que nuestros rostros eran cubiertos de perlitas por la llovizna de la tarde. Sonrojados y sonriendo sin intercambiar muchas palabras, nos mirábamos al caminar y sonreíamos.

Cuando llegaba a casa, encontraba a mi madre durmiendo, con un libro abierto a lado. Guardaba el ejemplar, me quedaba mirándola un instante y apagaba la lámpara. Cada vez se le notaba más cansada. A la mañana siguiente no fue a dictar clases porque le dolía la pierna al caminar. Falté a clase para acompañarla al hospital, le realizaron las pruebas de rutina y nos dijeron que debía descansar unos días. Eso nos tranquilizó, pero desde entonces no pudo volver a caminar. Buscamos una segunda opinión y al abrir los resultados, ella me abrazó desde la silla de ruedas, como si nunca me volvería a ver. Con los ojos apunto del llanto dijo: vamos, llévame al Olivar.

Empujé su silla de ruedas hasta que llegamos al último olivo.

-Este es el último que queda, de todos los que sembró San Martín -dijo. Juntó sus manos y rezó por unos minutos-. Es cáncer a la sangre, leucemia.

Me quedé en silencio. La abracé y lloré con esa intensidad que no sabía, se encontraba en mí. En los meses siguientes se acabó la escuela, Amelia viajó a Inglaterra de vacaciones con su familia y en una carta, unas semanas después, explicaba que por insistencia de sus padres seguiría sus estudios en el extranjero. La pena más grande hizo que el sentir por Amelia se disipara con el tiempo. Siguieron los días de quimioterapia, tener que acostumbrarme a ver a mi madre con la cabeza rapada, sentir su sonrisa fingida para levantarme los ánimos.

La llevaba a diario al Olivar, solo entonces, nos envolvíamos en una burbuja, protegidos del mundo exterior. En un ataque de sinceridad, supo decirme que mi padre nunca había emprendido un viaje a Paris, solo que estaba en provincia, con su otra familia. Al terminar su discurso, solo asentí con la cabeza y le besé las mejillas.

-Ya hemos pasado lo peor -dijo ella.

Yo quería creerle, porque había dejado de vomitar todo lo que comía y aunque su alegría no era desbordante como antes, se esforzaba por tener un mejor semblante.

El otoño no fue triste, porque comenzamos comprar libros de chistes, que cada uno implementaría en su show en la noche. A veces, invitábamos a algunas de sus amigas, que se prestaban para la situación y conversaban como si nada pasara. Aunque a veces, se colaban esas miradas de pena y resignación que yo me encargaba de disipar con alguna ocurrencia. Esos fueron los últimos seis meses. La última noche, la llevé al hospital de emergencia. Cuando se estabilizó, hablando con esfuerzo, dijo:

-Mañana temprano saldremos al sur a visitar a tus primos, iremos a la playa y veremos cómo se oculta el sol.

Al salir de la habitación, me puse a llorar como un niño. El doctor se acercó y dijo que si seguía así a la mañana siguiente le darían de alta. Antes de irse a dormir pidió verme, me hizo la señal de la cruz en la frente

–Rézale a santo moreno -insistió.

La besé y apreté la mandíbula para no quebrarme y terminé con un

-Buenas noches, mamá.

A las seis de la mañana, el doctor me despertó para decirme que se había ido. Solo cerró los ojos y no volvió a despertar. Surgieron unas ganas extensas de esconderse de ese mundo tedioso, en un lenguaje que no ya no entendía, veía personas vestidas de blanco que parecían hablarme y fui a casa, me encerré en la habitación y lloré hasta quedar dormido. Tomé la máquina de afeitar y me rapé la cabeza. Volví al hospital para hacer todos los trámites y la próxima vez que vi a mi madre fue en el entierro, no hubo velatorio.

Le llevé flores y las dejé sobre el color caoba de su ataúd. Esa combinación de aromas era como ella, sensible y dura a la vez. Las personas se acercaban a dar las condolencias. No supe responder a los gestos de solidaridad. No sabía cómo vivir el luto, si es que hay vida de esa forma. Primero papá, un difunto vivo y ahora ella, pensé. Fui a casa y encontré entre sus cosas una estampita de San Martín de Porres y recordé la historia que me contó la primera vez que fuimos al bosque. Tomé un abrigo y salí enseguida.

Al llegar al Olivar, a cada paso se iban recreando los momentos que había pasado con mi madre. Los cuentos narrados bajo los árboles, las caminatas, las veces que dormí sobre sus piernas; eran tantos momentos que mi memoria había almacenado sin necesidad de fotografías. Caminé despacio hasta llegar al último árbol de olivo. Era el árbol que había sembrado San Martín de Porres, saqué del bolsillo la estampita y comencé a rezar, en ese momento, pude sentir que ella estaba conmigo otra vez. Que ella no se había ido y que su presencia estaba en cada espacio que daba en ese bosque de San Isidro. Pasé la tarde, escuchando el sonido de las aves y el reír de los niños ¿Quién podría pensar que ese fue mi regalo de cumpleaños cuando cumplí diez? ¿Quién regala un lugar? Justo eso era lo que hacía especial a mi madre, sus detalles que a veces no se podían comprar, su entendimiento innegable, su sabiduría y a pesar de ser cuestionada, su fe por los santos y este lugar que siempre trató como un altar y los árboles como una iglesia. Les hablaba a los olivos, les recitaba a sus ramas, porque decía que no solo eran árboles, eran aire, eran vida e inspiración para los poetas, escritores, escondite para los enamorados. Eran en silencio, el recuerdo de personas que ya no existían.

Ya había comenzado a oscurecer y los postes de alumbrado púbico brillaban con sus luces amarillentas gastadas. Mis pasos lentos avanzaban hacia la salida, mientras los niños comían manzanas acarameladas y paseaban a sus mascotas. La noche se sentía ligera, húmeda, pero llevadera. Sentía que, al salir de El Olivar, algo cambiaría. Ya no se escucharía su voz en la casa, ni encontraría las notas pegadas con un imán sobre la refrigeradora y tuve miedo de salir al mundo. Pero como decía ella, la función debe continuar en el teatro, pasea lo que pase, porque al día siguiente, sonará nuevamente, la tercera llamada.