Donde late el corazón del olivar

Chema López

—El humo salía por las chimeneas de aquellas casas encaladas, el olor a lumbre de leña de olivo se percibía de una forma permanente entre aquellas estrechas calles en un frío día de primeros de diciembre, un viejo nonagenario que con andares pausados, sin prisa por llegar, asciende por la empinada cuesta, un Land Rover de aquellos primeros modelos que tan bien aguantan el paso del tiempo arranca también sin mucha prisa, seguramente hacia el tajo, unos pequeños juegan junto a la puerta enrejada de su casa en aquel pequeño pueblo, su madre les regaña para que entren a refugiarse de las bajas temperaturas. Un paisaje blanco, grisáceo y verde, aquel lugar sencillo, sin interés aparente, despertó nuestros sentidos y supuso la revelación de una nueva ilusión para cambiar el resto de nuestras vidas.

Sentada en un sillón de enea en el soportal de su cortijo, esta era la escena que describía la anciana a una pareja de jóvenes británicos, en un esforzado inglés con acento español que evidenciaba las ganas por hacerse entender. Mirando unos maceteros con unas estacas de jóvenes olivos que adornaban la entrada, esbozó una melancólica sonrisa.

—Mi marido José María siempre gasta la misma broma cuando alguien de fuera le pide unas olivas de aperitivo. Les planta los dos maceteros sobre la barra del restaurante de nuestro cortijo rural. Yo soy de Jaén, lo mismo que mi marido —continuaba—, estudié la carrera de magisterio y obtuve mi plaza de funcionaria en Sevilla, allí fue donde nos conocimos. Él era ingeniero de una multinacional, en la gran capital empezamos a construir nuestra familia, donde vinieron nuestros hijos. Aquel fin de semana planeamos ir a conocer el pequeño pueblo de su abuelo paterno ubicado en la comarca de Sierra Mágina de la provincia de Jaén, donde creció en nuestros corazones aquel proyecto que nos transformó. Yo amo la enseñanza, soy maestra de vocación y creo que esta profesión requiere de una dedicación muy especial con los niños, una dedicación que resulta imposible en los grandes colegios, con sus ritmos urbanos, con el elevado número de chicos en las clases, allí no podía sacar mi trabajo adelante como me hubiese gustado. Os cuento una anécdota de ejemplo: ¿Podéis creer que un día les dije a mis alumnos que dibujaran una vaca pastando en el campo y la mayoría de ellos la pintaron de color morado como aquella vaca de la conocida marca de chocolate Milka? Él siempre hablaba con mucho cariño del olivar de su querido abuelo, recordaba con cierta añoranza aquellos crudos inviernos de su niñez en que ayudaba en la recolección de la aceituna de la pequeña finca familiar, que se encontraba abandonada a su suerte por aquel entonces. Llegaron los años de aquella crisis tan feroz. “En los momentos difíciles”, me solía decir, “es cuando las personas nos apegamos con más fuerza a nuestras raíces y cuando la tierra representa nuestro valor más seguro”. Esta Sierra Mágina representó para nosotros la sierra de la magia, la sierra de imaginar nuevas oportunidades, enseguida me enamoré de la armonía de estos lugares y de la sencillez de sus gentes. Aquí, el paso del tiempo lo marcan únicamente las campañas de recogida de aceituna, el espacio y el tiempo se funden a través los imperturbables paisajes olivareros y del constante árbol del olivo que permanece obstinadamente inalterable, un lugar donde poder enseñar con tranquilidad e ilusión a los hijos de los jornaleros. Donde mis propios hijos pudiesen crecer sintiendo la tierra bajo sus pies, respirando el aire que viene montaña abajo tamizado por los paños de olivos, donde madurasen iluminados por una luz tan limpia y clara que sólo en lugares como éste permite ver con nitidez lo verdaderamente importante de una vida… Y cambié en menos de un año, no sin dudas ni desvelos, mis niños de ciudad, mi colegio de la ciudad, los nervios del día a día y las prisas, por una escuela en un humilde y pequeño pueblo olivarero, por hacer nuestra vida en un cortijillo casi en ruinas que, al tiempo, con mucho esfuerzo, reformamos y ampliamos para convertirlo en hotel rural, Hacienda Puerto Alto lo llamamos, en honor al nombre de origen de estos pagos. Mi marido contaba 30 años cuando dejó su puesto de analista en aquella gran empresa a cambio de este maravilloso y áspero rincón donde entregó su vida para cultivar un viejo olivar, donde se propuso obtener el mejor aceite de oliva virgen extra que fuera capaz, para llegar incluso a embotellarlo con nuestra marca propia. A partir de entonces, este fue el leitmotiv del resto de su existencia y lo que hizo que se levantara cada mañana con la misma fuerza.

 

—Eva, sabes el cariño que le tengo a estas olivas, ahora que en la empresa las cosas no marchan bien, podríamos aprovechar para hacer realidad un viejo sueño, el de poder vivir de la agricultura, trabajar la tierra, mis olivas, con mis propias manos. Necesito que me ayudes a transformar este lugar, estos campos necesitan de savia joven. Evita, cariño, ¿te gustaría convertirte en maestra rural en este pueblo de la sierra giennense? ¿Dejar atrás la soledad de la ciudad? ¿Ayudar a llenar de vida estos lugares donde la gente lo que normalmente hace es salir huyendo en busca de un futuro mejor? Estoy pensando que podríamos vivir de tu sueldo de maestra en este pueblo y de las pocas olivas que me dejó mi padre, podríamos ir comprando poco a poco unas poquillas más, montar un pequeño negocio, una casita rural para turistas donde el aceite de oliva sea el protagonista. Siempre he creído que estos pueblos blancos y el reclamo del aceite de oliva, podrían ser de gran interés para quienes viajan buscando la autenticidad de un lugar y quieren sentir su esencia. En pocos lugares como en éste existe un apego tan real como el de estas gentes con su eterno olivar, donde el aceite se puede sentir constantemente por todos sus rincones. Llámame ingenuo, pero ¿por qué no podría ser posible?, si la Rioja o la Toscana italiana son modelos para conocer la cultura de vino, ¿por qué mi querida Jaén no podría convertirse en el mejor destino turístico para conocer el lugar de la tierra donde late más intensamente el corazón del aceite de oliva, donde construir nuestro propio destino?

Aquella mañana me levanté algo cansado, las botas sucias, embarradas, me esperaban a los pies de mi cama, los años ya iban pesando. Como siempre, madrugué mucho, antes del alba ya estaba despierto, me quitaba el sueño cómo podía afectar un año tan seco al rendimiento de la aceituna y a la calidad de nuestro aceite, me gustaba controlar hasta el último detalle de la recolección y de la extracción del aceite en nuestra almazara, quería que mi orgullosa marca aceitera Hacienda Puerto Alto continuase siendo unos de los mejores aceites de oliva virgen extra a nivel mundial, muchos premios internacionales así lo acreditaban. El frío cortaba mi cara, el olor a olivar, la compañía de mi cuadrilla y el barro que piso me hacían recordar lo mucho que me gustaba la tierra bajo mis pies. Viví con emoción aquella época de la “revolución” de la calidad del aceite de oliva virgen extra de cosecha temprana, cada vez éramos más los que queríamos extraer un zumo de aceituna que sublimase la excelencia de este producto. También conocí la fiebre por las plantaciones de miles y miles de nuevos olivos de una forma intensiva de alto rendimiento con las que no acababa de comulgar. El resultado de cada campaña dependía de nuestros esfuerzos y dedicación, el momento en que finalmente obteníamos el aceite destinado a embotellarse se parecía un poco el alumbramiento de un nuevo hijo y como a nuestro propio hijo, nunca nos gustaba que nadie le encontrara defecto alguno. Tuve la suerte de sentir y poder transmitir que la riqueza de nuestra tierra merecía la pena ser mostrada. Ahora mis hijos, ingenieros agrónomos, han transformado nuestra finca en ecológica, viven aquí con los suyos, cuidan de su olivar y de nosotros. Lo que más me gustaba era verlos correr entre los olivos y, cuando de adultos heredaron mi pasión, me hicieron inmensamente feliz. Poder hablar con ellos sobre cómo la trama adivinaba la cosecha de la próxima campaña o escoger el mejor momento de maduración de la aceituna para dar inicio a la recolección, me llenaba de satisfacción.

 

—Nadie daba un duro por estas cosas al principio —comentaba Eva a los jóvenes visitantes—, que los extranjeros pagasen por visitar nuestros olivos o nuestras cooperativas, por catar nuestros aceites… nos tomaban por locos, era motivo de risas entre los lugareños. Por aquel entonces, apenas si había carreteras decentes, eran carriles llenos de baches los que conducían a la mayoría de los cortijos. Con el tiempo, empezó lentamente a cundir nuestro ejemplo, a empaparse con esta ilusión nuestra tierra, como lentamente las gotas de aceite empapan nuestro pan. Más paisanos abrieron otros alojamientos rurales, un albergue en el pueblo, un centro de interpretación junto a la autovía, un museo, incluso muchas de las cooperativas aceiteras abrieron sus puertas de par en par para revelar las entrañas de nuestra industria oleícola. Ahora, en la actualidad, no se entiende venir a visitar nuestra región si no es pasando por sumergirse en nuestro mar de olivos, nuestros campos, nuestro aceite de oliva, nuestro espíritu, nuestra alma. Y el milagro del oleoturismo se abrió paso como una nueva revolución, una forma innovadora para ganarse la vida respetando nuestra tradición popular y de una forma inteligente preservar el pasado de nuestra cultura olivarera para ir a la búsqueda de un futuro que la hiciera sobrevivir.

—El oleoturismo fue como el hallazgo de un venero de aguas subterráneas cuya existencia desconocíamos y que venía a representar una nueva oportunidad para alimentar a un campo de sedientos olivos. A veces, la tierra es generosa, pero desde luego que nunca regala nada.

 

—Estos días que hemos pasados hospedados en este hotel rural —reflexionaba el joven extranjero— han resultado ser una experiencia maravillosa para conocer el aceite de oliva, un viaje extraordinario por el mundo del olivar y de su aceite que nos ha permitido poder llegar a amarlo. La cata de ayer fue increíble, que su olor evoque a la hierba recién cortada, a plantas silvestres o aromáticas, a la malva, a la camomila o manzanilla como por aquí la llaman, o incluso a la planta del tomate, a la tomatera, aquí nos han enseñado como su complejidad y fluidez se abren paso a través de nuestros sentidos. Nos han hablado del oleocantal, un ibuprofeno natural que contiene el aceite de oliva virgen extra, de sus cualidades antioxidantes o que sus polifenoles son unos compuestos químicos increíblemente saludables, responsables de su picor y amargor. Estoy deseando madrugar mañana para ayudarlos en la recogida, a extender los mantos, derribar la aceituna de los árboles.

 

—Mirad chicos —les seguía diciendo la mujer a los extranjeros—. Antes, todo esto era una comarca rural aislada y deprimida, una tierra abierta pero acomplejada, empeñada únicamente en sacar su aceite, extremadamente dependiente de los altibajos de las cosechas aceituneras. Ahora estáis viendo una revitalizada región, tan atractiva como para mantener aquí atados a nuestros jóvenes y que continúen construyendo una comunidad rural. Un lugar que cautiva a los que como vosotros vienen a visitarnos, hoy día, aquí nos preocupamos mucho por dar buenas atenciones y servicios de calidad a los turistas, las nuevas generaciones están cada vez mejor formadas, se comunican perfectamente en distintos idiomas, somos hospitalarios, cariñosos con los visitantes, queremos que nos recordéis siempre y volváis de nuevo. Personas como él, como mi esposo y otros que llegaron después, imaginaron que un día todo esto sería posible. Visionarios que supieron transmitir una autoestima muy necesaria para poder compararnos de igual a igual con otras regiones, ser conscientes de que teníamos tanto que ofrecer: el mejor aceite de oliva del mundo y nuestra inconmensurable riqueza cultural aceitunera.

 

El sol brilla sobre los pronunciados surcos de mi envejecida frente, surcos como las infinitas líneas de camadas de olivos que se pierden en el horizonte, mi piel tan agrietada como la sufrida corteza de mis queridos árboles, mi alma plateada y mi sangre a veces la imagino de ese amarillo ámbar que tiene el aceite envejecido guardado en bodega. Con andares pausados, sin prisa por llegar, ascendía por aquella empinada cuesta, paherón arriba hasta donde se encontraba mi Land Rover después de haber terminado la jornada de aceituna acompañando a los chicos, me encontraba extrañamente fatigoso y súbitamente sentí la necesidad descansar, no era capaz de llegar a mi destino. Me senté apoyando mi espalda sobre el tronco de aquel gran picual, me quité la gorra y una leve brisa acarició mi cara, un dulce sol de invierno me calentaba, cerré mis ojos.

 

—Nos lo encontramos así echado al pobre mío, creo que se fue de este mundo con gran tranquilidad, sin nada pendiente por hacer, estaba plácidamente a los pies de aquel centenario árbol, fue allí donde su corazón dejó de latir, arropado por él. Lo hallaron mis dos hijos, fueron ellos, mis niños, los que cumplieron con su última voluntad para cuando marchase.

 

Que mis cenizas se revuelvan con las de quemar la poda de ese año y, como diría Miguel Hernández, que con ellas estercolen la tierra que entonces yo ocupe, que le deis al olivar mi corazón por alimento, hijos de mi alma, quisiera retornar de nuevo al olivo y al lentisco, para poder así tamizar entre mis dedos el aire de mi querida Sierra Jaenera.

 

A mi Eva, Lucas e Iván.