El pequeño Daniel siempre había sido un niño especial, solo bastaba con mirarle a los ojos, verdes color esmeralda, para sentir la inocencia de las estrellas en su cara de seda blanca, su cabello rubio teñido de soles y esa media sonrisa tímida de luna, componían la belleza de un ángel al que apenas habían enseñado cómo aprender a volar.
Hacía ya un tiempo que, en casa, solo gritos, discusiones. Su padre y su madre parecían olvidar que el pequeño Daniel estaba allí, en medio de aquel caos, silencioso, pero oyendo, sereno como un mar en calma, muy triste ante la incomprensión.
Cabizbajo y aburrido solo esperaba que alguien le explicara qué ocurría, pero era complicado, cuando cada vez que esperaba una muestra de cariño, solo encontraba lágrimas en los ojos de su madre, que lo abrazaba como si fuese un muñeco de trapo, repitiéndole cuánto lo quería.
Su padre, cuando volvía del trabajo, intentaba dedicarle todo el tiempo posible, pero era tan poco, que apenas podía jugar con él.
Mientras tanto, el silencio de sus padres, evitando comportarse como dos ogros sin sentido.
El pequeño Daniel comenzó a tener pesadillas, siempre un monstruo que gritaba con las fauces abiertas y quería llevárselo con él; así que, a mitad de la noche, aterrorizado y tembloroso, se colaba en la cama de sus padres, buscando consuelo, protección y cariño.
Ya había pasado demasiado tiempo, no era justo continuar así por el bien del niño, así que un día decidieron explicar al pequeño que mamá y papá debían separarse.
–Daniel, ¿sabes que papá y yo somos las personas que más te queremos en el universo? –dijo su madre al pequeño.
El padre cogió la mano de Daniel sintiendo toda la pena que en su corazón cabía, ya que su hijo era demasiado pequeño para comprender que en la vida, a veces es imposible continuar en un camino que no lleva a ningún sitio, y le dijo:
–Dani, quiero que no te olvides que mamá y yo somos los seres de la tierra que más te queremos en el mundo, pero a veces las parejas tienen que dejar de ser novios porque ya no tienen los mismos sueños, y aunque no lo puedas entender ahora, lo más hermoso que ha sucedido entre mamá y yo has sido tú, pero debemos tomar caminos diferentes.
Daniel los miró con esos ojitos infantiles de lagos verdes, intentando comprender todo lo que estaba ocurriendo, y se dejó abrazar por sus padres como si fuera un bebé recién nacido.
Transcurrieron dos meses desde el último abrazo de la familia.
Tras el divorcio de sus padres, el pequeño Daniel de siete años comenzó a sentirse triste y desolado, a pesar de su corta edad era un niño muy inteligente y sensible.
Su madre pasaba por la etapa más amarga de su vida, no podía parar un segundo sin el llanto, tratando de componerse poco a poco, para poder dar lo mejor de sí a su hijo, pero eran tiempos complicados y no se veía con fuerzas para continuar erguida en la lucha, así que tomó la decisión de dejar al pequeño en casa de su abuela una temporada, hasta que ella pudiera recuperarse.
Cuando llegaba la noche, María, la abuela del pequeño, trataba de consolarlo y cuidarlo de la mejor forma posible, pero el pequeño comenzó a padecer de un grave insomnio, que no le permitía cerrar los ojos y si lo conseguía, las pesadillas se adueñaban de nuevo de su cuerpecito frágil e inocente de niño.
–Abuelita, yo he sido el culpable, ¿verdad? –le preguntó Daniel a su abuela.
–¿El culpable de qué, tesoro? –Le respondió a su nieto.
–¡Yo he sido el motivo de que papá y mamá ya no estén juntos! -Exclamó el niño con lágrimas en los ojos…
–¡No cielo, no digas eso! –contestó María con el corazón encogido–. Voy a contarte un cuento y verás cómo entiendes por qué hay veces que las cosas no son como uno imagina. Eres un niño precioso y tus padres te adoran, ven a mi lado, bien cerquita y escúchame…
María con un nudo en la garganta, que solo el llanto oculto puede provocar, tragó saliva y comenzó a narrarle a su nieto, este bonito cuento…
EL AGUA Y EL ACEITE
Érase una vez, una botella de agua… el agua en su pasado había sido libre como el viento, recordaba a menudo los ríos y los manantiales que recorría con desparpajo; soñaba con los rayos del sol a través de las ramas de los árboles, con el cielo celeste jugando con las nubes blancas y con las mariposas presumidas que se posaban sobre ella para mirarse en su espejo.
Ella se sentía bella, transparente, viajera y poderosa, pues los peces del río, los patos salvajes y los pajarillos que tenían sed, se posaban en el río para descansar y beber, tras una larga jornada de vuelo.
Pero Agua, se sentía triste cada vez que recordaba cuando era libre, porque ya nunca sería igual, dentro de una botella de plástico, sin bosques, ni flores, ni brisa…
De repente, entre todos aquellos pensamientos agolpados en su interior, que no se despejaban de su memoria… algo iba a suceder que cambiaría su vida definitivamente.
En la despensa de la cocina, junto a ella había una botella de aceite; éste relucía como el oro, era de oliva virgen. Los rayos del sol que atravesaban el cristal, parecían pronunciar más aún su atractivo, así que Agua sintió la flecha de Eros en el corazón, nada más verlo, quedando rendida de amor.
Aceite miró a su izquierda y al fin pudo verla gracias a la etiqueta que vestía su botella transparente.
La señora de la casa que se disponía a cocinar el almuerzo, desenroscó ambas botellas, y así es como de pronto, pudieron empezar una larga e intensa conversación.
–¡Hola Agua! ¡Soy Aceite! ¡Sí, sí, el aceite de oliva!
–Disculpa mi osadía, tienes un color dorado muy atractivo. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿De dónde vienes? –le preguntó Agua.
–Mis antepasados son árabes, en la antigüedad me llamaban AZ-ZAIT, que significa jugo de aceituna y eso es lo que soy realmente, provengo de las mejores aceitunas del mundo, que son el fruto del Olivo, el árbol donde nací. El majestuoso olivo, nace, vive y crece en las fértiles tierras de Jaén creando un maravillo mar de perlas verdes. Tenemos un valor muy alto en el mercado, por eso hay personas que nos apodan como “Oro Líquido”. Aun así, daría todo lo que tengo por estar en mi olivo, acunado por sus ramas, acompañado por el trinar de los pajarillos con los que tantos amaneceres he compartido. Añoro las caricias del viento, el olor a flor silvestre, la humedad del rocío en el campo, los silencios, la claridad del día y la oscuridad de la noche con su manto de estrellas… –comentó Aceite a Agua, añorando su vida antes de ser aceite.
Ambos compartían añoranza y libertad, así, cuando las botellas se abrían, continuaban con sus largas conversaciones, cada vez más cercanas y cariñosas.
Casi sin darse cuenta Agua, con su frescura y simpatía, fue cautivando poco a poco a Aceite, que quedó maravillado, y así fue como comenzó su bonita historia de amor.
Agua y Aceite necesitaban unirse para siempre, sentirse más cerca el uno del otro; era difícil para los dos seguir encerrados cada una uno en una cárcel, una de cristal y la otra de plástico.
Los enamorados tomaron la decisión más importante de su vida: en cuanto desenroscaran de nuevo las botellas, se lanzarían al vacío hasta caer juntos al mismo vaso, así podrían conseguir la libertad y podrían estar juntos para siempre.
Llegó el momento esperado, tal y como los dos habían acordado, cada uno salió de la boca de su botella, pero cuando pensaban que vivirían un sueño real, Agua se precipitó y justo cayó dentro del vaso, Aceite se tiró al vacío (como la piedra de un tirachinas) y también logró entrar, pero de inmediato subió a la superficie, por más que intentaba bajar hasta el fondo, para fundirse con Agua, todo era inútil, de nada sirvió el esfuerzo de tratar abrazar a su amada, así que permaneció en la superficie, eterno, flotando sobre ella.
Agua que tanto deseaba acercarse a Aceite, su amado, intentaba llegar a la superficie haciendo burbujas, como cuando jugaba en el río, pero era imposible, por más que insistía y se esforzaba, jamás pudo subir para llegar hasta él.
Lo que con tanta ilusión se habían prometido, no pudo llevarse a cabo, jamás consiguieron mezclarse para compartir una vida juntos.
Agua quedó apenada y triste en el fondo del vaso, Aceite en la superficie.
Aunque siguieron sintiendo amor, admiración y cariño hasta la eternidad y más allá, no lograron permanecer juntos el resto de sus días.
–Ya ha terminado el cuento, mi precioso Daniel– le dijo María a su nieto.
El pequeño sonrió a su abuela con los ojos cerrados y durmió columpiándose en la luna.