El aceite de la vida

Susana Calvo

El olivar apareció sembrado de conejos muertos. Estaban junto a la nave y también junto a los árboles. Por todas partes. Aparecieron posados en el suelo, sin sangre, sin violencia. Simplemente estaban ahí, como dormidos, como si alguien o algo los hubiese pisado sin querer en un tosco caminar. Los trabajadores se sintieron perturbados al ver mancillada la paz del campo. Amanecía y como cada día, estaban repartiendo los lienzos, las varas y la pequeña maquinaria para las cuadrillas de aceituneros. La zona era llana y la climatología benévola. Acababa de comenzar la campaña y la aceituna estaba verde, preciosa, en su plenitud para extraer su jugo dorado. Cualquier retraso, o si venía mal tiempo, sería un desastre, pues el aceite no estaría listo para diciembre y no tendrían jornales ni Navidades. Pero, gracias a los técnicos, estaban a salvo. Los técnicos eran auténticos demiurgos del proceso que avaluaban con total precisión la proporción de aceite y polifenoles y hacían que la lipogénesis pareciera magia. Así, el aceite virgen extra se convertía en un auténtico tesoro capaz de disimular los estropicios de un cocinero inexperto y de alegrar desayunos y meriendas de hogares pobres y ricos. Era la magia del aceite, que decían los lugareños, capaz de arreglarlo todo.

El olivar lo explotaba una empresa familiar que cuidaba y mimaba su producto, las aceitunas y el precioso oro líquido que extraían de ellas. Cada año, cuando los expertos determinaban el momento idóneo para iniciar la cosecha, hacían una fiesta, una especie de rito de la fertilidad. Celebraban la fecundidad de los árboles y agradecían a los hados el clima estable. Así, este año, los olivos ya estaban listos y pronto los aceituneros tirarían de sus lienzos y varearían los árboles. Cualquiera que lo viese desde fuera podría decir que era un baile rudo ejecutado por bailarines altivos, orgullosos de su labor. La mayoría del pueblo se dedicaba a esta cosecha y todos, aunque no trabajasen en ello, habían recogido aceitunas alguna vez en su vida. Era una marca del lugar y estaba tan arraigada entre los habitantes que ni siquiera veían a los hermanos Linares, dueños de la empresa, como a unos simples patronos. Los Linares eran algo más para el pueblo, queridos por su generosidad, pero también por su humanidad y su cercanía. Fama que se habían forjado a base de pagar salarios justos.

Era el amanecer del 31 de octubre y Merche lloraba, apartada del grupo, antes de empezar la jornada. El resto de la cuadrilla estaba fumando, terminado el café del termo o algún pedazo de pan con aceite. Los hermanos Linares se estaban despidiendo de su personal después de haberles entregado en persona un adelanto del jornal, como ya era tradición. Juan Linares se acercó a Merche y la tocó en el hombro. La mujer se dio la vuelta.

—Merche, toma tu jornal. No llores, mujer. ¿Otra vez estamos como el año pasado? Anímate. Sea lo que sea seguro que tiene solución —dijo Juan Linares con toda naturalidad.

—Gracias, señor Juan. No sé si tiene solución, pero no es nada.

—Y sobre todo no te quedes sola, las lágrimas no deben avergonzarte. Mi abuelo decía que si nos tirásemos pedos y eructos con naturalidad desde pequeños nos ahorraríamos muchos problemas. Anda, vente al calor del grupo —le dijo Juan sonriendo con cierta condescendencia.

Merche accedió, se limpió las lágrimas con la manga y caminó junto a Juan. El resto del grupo la recibió con una sonrisa y le ofrecieron café. Ella, aún con la mirada vidriosa, aceptó de buen grado. Y la animada conversación la reconfortó durante un rato. Comentaron la aparición de los conejos muertos, especularon sobre las posibles causas y aunque a todos les extrañaba, aparcaron el tema y se dispusieron a iniciar la jornada.

Un brazo rodeó la cintura de Merche, era Daniel, su marido. La besó y la felicitó. Era su aniversario, pero ella no estaba feliz.

—¿Te das cuenta, Daniel? Otra cosecha, otro aniversario y otro año sin niños —dijo Merche con la resignación del que lleva años esperando.

—Lo sé —contestó Daniel mientras cambiaba su sonrisa por un gesto grave—, lo sé.

—Y, encima, todos estos animales muertos ¿Acaso no tengo suficiente con asistir todas las temporadas a ese estúpido rito de la fertilidad? ¿Fertilidad de quién? ¿De los árboles? Tamaña tontería es —dijo Merche elevando un poco la voz.

Se quedaron rezagados y Daniel frenó a su esposa para impedir que el resto de la cuadrilla escuchase su conversación. Se habían cogido por la cintura, ahogados en un grito sordo de frustración que ambos intentaban enterrar sin éxito.

—Ya lo sé, Merche, ya sé que ni siquiera hay una explicación médica. El doctor Carmona no tiene la respuesta.

—¡La hay! Pero no quieren investigarla— dijo la mujer mientras rompía a llorar de nuevo.

Daniel paró la marcha y se abrazaron por unos segundos. Era un gesto habitual con el que intentaban ignorar la pena. Estaban hartos de escuchar tonterías sobre el arroz, la edad y lo vacía que es una vida sin niños. «La naturaleza es sabia. Si no os quedáis embarazados por algo será» decían algunas personas. ¿Sabia? La rabia los consumía. «Hay padres que tiraban bebés a la basura y drogadictos que lograban un embarazo. ¿En serio la naturaleza es sabia?», pensaban. En muchas ocasiones habían valorado el marcharse del pueblo, a un lugar donde nadie los conociera, donde nadie los mirara con el eterno interrogante: “¿Y los niños para cuándo?”.

Cuando se calmaron, aceleraron el paso y se unieron a los demás, que ya se encontraban muy cerca de las hileras de olivos. La tierra estaba teñida de tonos rojizos por las luces del amanecer. Era un momento mágico. Los viejos del lugar decían que “el espíritu del aceite” siempre estaba presente y que, mientras siguieran mimando el olivar, este cuidaría del pueblo y de sus gentes.

Merche y Daniel olvidaron por un momento su pena y respiraron tranquilos contemplando el paisaje y escuchando a los primeros pájaros del día. Al acercarse a los árboles, la cuadrilla descubrió que el olivo más cercano tenía todos sus frutos en el suelo, dispuestos en un extraño orden. Había aceitunas colocadas en hileras y otras en pequeños montoncitos. Como si un niño hubiese estado jugando con ellos. También había algunos conejos muertos, como los que encontraron junto a la nave, simplemente extendidos por el suelo. La tierra estaba algo chafada y revuelta en algunas partes, parecía que se hubieran revolcado en ella. Empezaron los murmullos hasta que Juan Linares comenzó a preguntar en voz alta.

—¿Quién es el bromista? ¿Ya estamos otra vez como el año pasado? —Parecía más curioso que enfadado.

—Ninguno de nosotros ha venido por aquí, señor Juan, y ayer nadie faltó a la fiesta de la fertilidad. Será alguien de otro pueblo —señaló uno de los cuadrilleros.

—A veces pasan estas cosas en el campo, señor Juan. Animales despistados, depredadores puntuales atravesando la zona… —dijo otro de los cuadrilleros.

Juan Linares aceptó las explicaciones y el resto de la cuadrilla, también satisfecha, se dispuso a comenzar la jornada.

Tan sólo Merche se quedó mirando las aceitunas y los conejos. Le pareció una broma pesada, una burla cruel. Aquello parecía el juego de un niño, del bebé que no conocía y que ya había perdido la esperanza de conocer, aunque en su fuero interno siguiera sintiendo que era una madre sin bebé. Se enfadó. Con los años, su carácter se estaba volviendo iracundo incluso con las personas amables. No soportaba la condescendencia con la que la trataban de animar. Ni sus frases para quitarle importancia al hecho de que ella y Daniel estuviesen solos, sin griterío infantil a su alrededor. «Tendréis más tiempo para viajar». «Podréis dedicaros a vuestras aficiones». Tenían buena intención, pero las palabras le rasgaban el alma. Quizás simplemente estuviese demasiado obsesionada o, peor aún, había perdido la cabeza. Tampoco era la primera vez que veía algo extraño. En realidad, las veces anteriores había sido en su casa. Y nadie quería hablar de ello.

Merche era una niña de pocos años cuando todo ocurrió. Le habían prohibido ir al río a jugar porque no iba ningún adulto. Ella no lo pudo entender. ¡Si dejaban ir a Isabel! Y encima llevaba a su hermano, que no tenía ni dos años. No sería tan peligroso, ¿no? Pero a ella la obligaron a estar en casa aquel caluroso día de agosto. Merche, con su rabieta infantil, miraba por la ventana de su cuarto. A lo lejos se veía el olivar y sus naves. El padre de los Linares se había empeñado muchos años atrás en recuperar las almazaras artesanas para fabricar el aceite. Construyó las primeras con sus propias manos y las fue perfeccionando hasta tener las suficientes y del tamaño ideal para la producción. Merche las había visto ese mismo año con su clase. Era una tradición ir de excursión a las naves del olivar. Se sintió fascinada por el proceso y, en su memoria, habían quedado esos artilugios de los que salía el aceite que tanto le gustaba untar sobre el pan que desayunaba. Extendió sus bracitos fuera de la ventana, jugando, imaginando que el olivar la obedecía, que las almazaras estaban a su disposición. Y entonces lo vio. Un ser de aceite, sonriente, como un buda lleno de paz, venía hacía ella. Merche también sonreía, tenía un nuevo entretenimiento y un nuevo amigo. Cada vez reía más alto, hasta que sus padres, un poco preocupados por escuchar tanto jolgorio, subieron. Ella les explicó lo que pasaba y les señaló a su nuevo amigo. Recordó la cara de preocupación de sus padres y cómo la levantaron en volandas y sacaron de la habitación. Nadie habló de ello entonces, ni siquiera el resto de las veces que ocurrió. La llevaron a varios médicos, o algo así, no lo recordaba bien. Le hicieron muchas pruebas y de vez en cuando le daban alguna pastilla o la recluían durante una temporada en una casa de retiro espiritual o en un hospital. Cuando se aburría mucho, llamaba desde su cuarto a su pequeño buda para jugar con él. Hasta que un día dejó de verlo.

Sin embargo, esos conejos muertos y esas aceitunas cuidadosamente colocadas que habían aparecido hoy la hicieron pensar en su amigo de la infancia caminando por allí, con su torpeza de siempre. Ella lo recordaba tambaleándose, mientras se dirigía hacia ella, pero sobre todo recordaba la felicidad de verle aparecer. Nadie de su familia lo comprendió nunca y de hecho evitaban hablar de este tema. Con los años, las responsabilidades y quizás las pastillas que tanto la atontaban, el pequeño buda dejó de visitarla.

Había pasado casi un mes. La cuadrilla estaba en plena faena, recogiendo los frutos. Pronto pasarían a la siguiente fase en la que molturarían las aceitunas limpias, para después batir la masa y presionarla para extraer el aceite que daba la vida al pueblo. Este año Merche trabajaría en este proceso natural. Se encontraba cansada y desanimada, por lo que pidió dejar la recogida. La fabricación le parecía propia de una alquimista medieval, tenía que controlar la temperatura a la perfección para hacer la decantación. Siempre la asombraba cómo el aceite se separaba del agua y los sólidos y subía, como si fuese un elemento mágico, a la parte superior. Le parecía maravilloso el procedimiento para extraer aceite, lo artesanal y lo natural de la empresa de los Linares. Pero lloraba. No podía evitar pensar en que también era natural tener un hijo y a ella no le sucedía. Ella se sentía madre a pesar de todo y no podía aceptar otra idea. Secó sus lágrimas y se dispuso a ir al campo a buscar a Daniel para comer juntos. Él andaba en el olivar limpiando los restos del final de la recogida y había insistido en que fuera a buscarle. Era muy cariñoso y no le gustaba dejarla sola. Sobre todo, desde que ella empezó a perder peso y se fue a casa a descansar para luego empezar con su nuevo trabajo. Hacía un frío seco, de ese que casi corta al respirar. Merche vio un animalillo muerto, y luego otro. Un conejo saltó al camino y al momento cayó dormido y sin vida. Merche corrió, la visión le pareció horrorosa.

—Han vuelto a aparecer conejos muertos en el camino. Incluso vi como si algo invisible aplastase a uno —dijo Merche algo preocupada—, parecía que me estaba siguiendo, que me buscaba.

—Habrá algún zorro u otro animal —dijo Daniel con gesto grave y preocupado por su esposa.

—Algo anda por aquí, me asusta —dijo Merche, aunque no estaba segura de si lo que sentía era miedo.

Se sentaron en el suelo sobre una manta vieja al calor de la fogata. Sacaron de la mochila los bocadillos de pavo, la ensalada y una botella de agua. Trataban de llevar una dieta sana a ver si la fertilidad llamaba a su puerta, aunque odiaban la lechuga y todo aquello. Pero todo lo daban por bueno con tal de oír el llanto de un bebé.

El terreno empezó a hundirse a su alrededor y las hojas de olivo se empezaron a colocar en montones como por arte de magia. Merche se asustó, pero no fue capaz de moverse. Una voz empezó a llamarla de manera torpe y recreándose en las sílabas «MA-MÁ, MA-MÁ»

—¿Lo oyes, Daniel? —dijo sobresaltada.

Daniel la miró con la cara desencajada y lleno de preocupación. Las lágrimas se le escapaban mientras ella repetía la pregunta.

Ella empezó a señalar hacia un lugar indeterminado con la mirada fija en el infinito, como cuando era niña. Buscaba a su amigo, su pequeño buda. Sonreía. Una pequeña figura comenzó a formarse sin dejar de decir «MA-MÁ, MA-MÁ». Era como una escultura de aceite agitando sus bracitos, gateando y cogiendo cosas a su alrededor. Merche trató de alcanzarlo. El pequeño buda de aceite trataba de escapar de ella como en un juego. A los pocos minutos, pasó de tener una consistencia líquida a ser un bebé de verdad. Merche lo cogió, lo besó y lo apretó contra su pecho. Lloraba, pero esta vez de alegría. Por fin había conocido a su hijo, al que tantos años llevaba esperando. No importaba el camino por el que hubiese llegado. Era su madre. Lo sabía y lo sentía.

Daniel la abrazó con fuerza al calor de los últimos ramones ardiendo. Lloró con amargura y a la vez cierta alegría por ver, por fin, feliz a Merche.