El aceite de oliva

José Luis Regojo

Se habían quedado sin aceite de oliva y María había enviado a su marido al supermercado. Como siempre, antes de ir al súper él se paró en el bar a tomarse un café. Siempre decía que vivía gracias a los dos cafés diarios, el vaso de vino tinto en las comidas y el aceite de oliva diario.

Cuando llegó al súper se dirigió directamente a la estantería de los aceites. Era muy escrupuloso con ese tema, no quería que le vendieran aceite de oliva italiano. ¡Hasta ahí podía llegar! Él solo compraba aceite de oliva de Jaén. Inconscientemente, cada vez que compraba su botella de aceite canturreaba por lo bajín a Paco Ibáñez:

“Andaluces de Jaén
aceituneros altivos
decidme en el alma
quién, quién levantó los olivos
andaluces de Jaén
andaluces de Jaeeen
No los levantó la nada
ni el dinero ni el señor
si no la tierra callada
el trabajo y el sudor
unidos al agua pura
y a los planetas unidos
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos…”

En el supermercado ya le conocían y las cajeras se reían con él. Él lo sabía y por eso les seguía la corriente…

“Andaluces de Jaén…
Andaluces de Jaén
aceituneros altivos
decidme en alma
de quién, de quién son esos olivos
andaluces de Jaén
andaluces de Jaeeen
cuántos siglos de aceituna
los pies y las manos presos
sol a sol y luna a luna
pesan sobre vuestros huesos.
Jaén levántate brava
sobre tus piedras lunares
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares
andaluces de Jaén
andaluces de Jaeen
aceituneros altivos
decidme en el alma
de quién, de quién son esos olivos
andaluces de Jaén
andaluces de Jaeeen”.

Acababan con unas risas y unos aplausos. Rutinas que alegran y alargan la vida de jubilados y trabajadores.

Salió contento y se dirigió a su casa. María ya le había enviado un whatsapp para saber si iba a tardar mucho. El semáforo estaba rojo y se paró. Sin darse cuenta tropezó con un bulto y pisó algo blando. Dio un brinco y un grito salvaje le asustó y dejó sordo por un instante. Saltó hacia adelante, y al volverse vio a un niño de unos cinco años revolviéndose de dolor y mirándole con rabia.

El hombre le echó un vistazo. Buscó con la mirada a su alrededor al adulto que debería estar acompañándolo. No había nadie. Se agachó para ayudar al niño, pero éste le vio como una amenaza. Cuando lo tenía en brazos, el pequeño le dio tal patada que se soltó de entre sus brazos, cayó y se oyó el ruido del golpe seco de la cabeza contra el suelo.

El hombre se volvió a agachar, no sin antes volver a buscar con la mirada a alguna persona responsable del pequeño. Se sacó una moneda de dos euros y la colocó sobre la hinchazón que se empezaba a notar en la frente del chaval. Apretó con fuerza, tal y como se lo había visto hacer a su madre con sus chichones de pequeño, para evitar que se inflamara más. A continuación, volvió a coger, esta vez con más fuerza, al niño entre sus brazos.

El dolor en la cabeza parecía aumentar por los gritos del pequeño. Seguía sin encontrar a ningún adulto que se hiciera cargo del niño a su alrededor y eso le ponía nervioso. De pronto, el hombre sintió dos certeras puntadas en sus testículos que le doblaron. Esta vez, cayeron los dos retorciéndose de dolor. El hombre perdió la compostura y soltó un doloroso e iracundo juramento recordando a la madre que parió al niño.

Sin saber qué hacer con ese diablillo, decidió llamar a su mujer a pesar de los alaridos incontrolados del niño que no le dejarían oírla y ella lo achacaría una vez más a una incipiente sordera que, según ella, le estaba comenzando.

—¡María! —le gritó—. ¡Ven a buscarme rápido!, ¡estoy en la esquina, frente a la pizzería El Olivo!

Su mujer corrió alarmada bajando los escalones de tres en tres. Lo vio parado en la esquina mirando a un niño que no paraba de llorar y gritar. Cuando llegó frente a ellos, tropezó y se cayó de bruces encima del pequeño, encima del chichón del niño exactamente. Intentó incorporarse ayudando al pequeño al mismo tiempo cuando un repentino vómito encima de ella la dejó apestosa. Su marido miraba la situación, completamente atónito, sin saber qué decir ni qué hacer.

Desde la pizzería la gente intentaba evitar lo inevitable: morirse de la risa. Las carcajadas mudas se podían intuir más que oír. El niño no paraba de gritar y patear. Se sentó encima de los restos de vómito y comenzó a pegar a María. El hombre intentó separarla de esa pequeña bestia por civilizar. Ya estaba llegando a su límite máximo de ebullición y de pérdida de control de sus instintos más pacíficos ante aquel salvaje descontrolado.

El hombre, con energía y rabia renovada, pudo efectivamente ayudar a levantar a su esposa y se separaron temerosos del niño; pero allí el pequeño tuvo un nuevo vómito —de sangre esta vez— y dirigió una mirada a la gente que reía desde la terraza de la pizzería, a María y a su marido.

María se soltó de su marido y volvió hacia donde estaba el chaval que se estaba transformando por momentos. No podía mover la pierna, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme que reventaba el pantaloncito que llevaba. María cortó la costura con los dientes y abrió el pantalón: el bajo vientre estaba completamente hinchado con grandes eczemas. El hombre se acercó y pensó que así no podría jamás llegar al hospital. La gente de la pizzería ya no les miraba, les ignoraba completamente. Les pidió ayuda, pero nadie oía las llamadas de auxilio de María y de su marido. Aquello parecía una pesadilla extraterrestre.

El hombre se dirigió hacia la pizzería, pero no avanzaba por más que caminaba hacia ella. Era como si caminase sobre esas cintas del gimnasio en las que sudas, pero no avanzas. El niño se arrastraba dolorido, pero a los pocos metros, exhausto, quedó tendido sobre el vientre mientras María miraba todo con ojos de incredulidad.

—¡Antonio! —gritó con toda la fuerza que pudo—. ¡Pásame el aceite! ¡Recuerda la receta que nos dio tu madre!

—Sí, es cierto, el aceite de oliva va bien… —dijo recordando: “Para los eczemas y algunas heridas, simplemente hay que aplicarlo sobre la zona”. —¡Toma, échaselo encima del vientre al chaval!

Mientras María lo hacía, Antonio empezó a pedir ayuda a los clientes de la pizzería.

—¡Ayuda! ¡No me nieguen ayuda! —clamó Antonio dirigiéndose a la gente de la pizzería.

En el silencio de la calle no se oyó un solo rumor. El hombre aún tuvo valor para llegar hasta su mujer y cogiéndola de la mano, la llevó consigo, abrazándola incrédulo ante lo que estaban viviendo. Los dos se miraron, no entendían nada. Miraron al niño tendido en el suelo embadurnado de aceite de oliva. Parecían no existir para nadie, ni siquiera para el niño.

Desde la acera, veían cómo la gente se seguía riendo de ellos, mientras se les iban borrando las facciones de la cara, se desvanecían como si fueran espíritus malignos y salían de entre los bloques de asfalto por el que habían dejado de circular los coches. Una muralla lúgubre que parecía engullir en un remolino de agua fangosa al niño de la pierna inflamada ascendió. El entorno era cada vez más agresivo y reinaba en él un silencio de muerte. Todo había desaparecido, hasta la pizzería. En el fondo de la calle curiosamente sólo se podía ver la silueta de un olivo centenario. Todo era muy raro.

El sol había caído ya cuando Antonio, María y el niño tendido en el suelo sintieron un violento escalofrío. Se notaron transportados al resguardo de la sombra del olivo. Y de pronto, con asombro, el niño enderezó penosamente la cabeza y esbozó algo que quería ser una sonrisa: se sentía mejor. La pierna apenas le dolía y la respiración era más regular. Se encontraba casi bien y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, la mejoría avanzaba. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre.

El sol empezaba a abandonar el cielo, cubriendo todo el entorno de una capa rojiza. Una pareja de estorninos se posó tímidamente en las ramas del olivo y empezaron a picotear las olivas.

Antonio veía que María también se sentía cada vez mejor. De pronto, sintió que estaba helado. ¿Qué sería? Le costaba respirar, parecía ahogarse y dio un sonoro ronquido. Antonio abrió los ojos con un sobresalto, miró la hora y despertó de la siesta.

—¡Qué sueño tan extraño he tenido! —pensó.

Se levantó y se fue hacia la cocina. Allí tomó la botella de aceite de oliva, se puso una cucharada y se la tomó, puesto que recordó que su madre le repetía insistentemente a su padre que una cucharada de aceite de oliva a tiempo evitaba los ronquidos.