—¡Pues no sabe usted la alegría que me acaba de dar! En breve le comunicaré las fechas elegidas.
Atorada por la agradable noticia me recosté en el mullido sofá desde donde podía contemplar el enorme cuadro que presidía el salón. Un enorme mar de plata cabalgaba sobre suaves colinas dejando entrever en la base de las olas las arrugas que el implacable tiempo había producido en los retorcidos troncos. Siempre me había fascinado el olivar plantado en la gran habitación y que frecuentemente me ayudaba a relajarme. Ahora, debido a un golpe de suerte, podría visitarlo en vivo. Nunca me había sonreído la fortuna en los juegos de azar, pero mi marido se empeñó en enviar el cupón que aparecía en la botella de aceite que acabábamos de comprar y que ofrecía un viaje de oleoturismo si eras el agraciado. ¡Fuimos los afortunados!
El fin de semana primaveral nos dirigimos al lugar indicado. No teníamos ninguna expectativa sobre las cortas vacaciones, de ese modo, todo sería una sorpresa. Ni tan siquiera habíamos indagado mucho sobre el significado y contenido de lo que nos había tocado. Lo único que sabíamos era que en este tipo de turismo, conocías el proceso de producción del aceite y realizabas algunas catas del mismo. Mi marido no estaba muy convencido de que fuese a ser un viaje agradable.
—¿Para qué quiero yo saber cómo se produce el aceite? Además, en la televisión estoy harto de verlo. Se recoge la aceituna, se transporta a la almazara y allí se prensa. No encuentro ningún atractivo en viajar para conocer lo que ya sé. En cuanto a probar aceite, ¿acaso no lo probamos en casa? Es tan simple como comprar diferentes marcas de aceite y cata realizada.
Me costó horrores convencerlo para que me acompañase, pero finalmente accedió. Aunque sinceramente estaba un poco preocupada, forzar la situación me hacía sentir incómoda y responsable por lo que podría convertirse en un estrepitoso fracaso. La incertidumbre del resultado final me corroía. Yo estaba muy ilusionada con el premio, aunque he de confesar que el plateado lienzo había influido enormemente en mi euforia. El conocer el ámbito oleico también me atraía, pues así como mi pareja era incapaz de distinguir aromas y sabores en los diferentes aceites, yo sí que encontraba sustanciales diferencias entre unos y otros.
Cuando culminamos el puerto montañoso y empezamos a descender progresivamente, pudimos contemplar ya los atrevidos olivares que reptaban montaña arriba intentando alcanzar las cimas de la sierra. Pero fue al acabarse el sistema montañoso cuando ante nuestros ojos apareció el océano oliváceo. Corría una ligera brisa y se podía observar interminables olas plateadas mezcladas con diversos tonos grisáceos. El envés y revés de las hojas al ser abanicadas por el viento y reflejar los rayos del sol producían una interminable y colorida marea digna de contemplación. Me quedaba ensimismada admirando el relajante prodigio.
Llegamos al encantador complejo que nos alojaría sobre mediodía. Después de una exquisita comida, amablemente nos indicaron el programa previsto. Durante el resto de la tarde teníamos previsto realizar una visita a los campos y a un museo temático ubicado en la cercana población. Al día siguiente conoceríamos la almazara, posteriormente nos trasladaríamos a una antigua hacienda privada con una exposición etnográfica muy completa y digna de visitar. A la caída de la tarde regresaríamos al encantador alojamiento en donde nos esperaba un tratamiento de relax basado en el áureo líquido. Cenaríamos y pernoctaríamos y al día siguiente visitaríamos el centro de investigación y desarrollo así como la tienda en donde productos de todo tipo esperaban pacientes nuestro reconocimiento para poder trasladarse a nuestra casa.
En un todoterreno visitamos extensos olivares mientras Curro, nuestro simpático y excelente guía, nos informaba de todo lo relacionado con el cultivo zonal. Nos dimos cuenta que, más que regalar sus frutos, el campo los concedía a cambio de un duro y continuado esfuerzo. Cualquier producto arrebatado a la tierra se debía pagar. Un tributo pagado, entre otros, con sudor y mucho trabajo. Aprendimos a valorar lo que había detrás del amarillento elixir.
Al día siguiente, después de desayunar copiosamente nos dirigimos a la almazara. Sinceramente a mí me aburrió un poco. En cambio, mi marido parecía disfrutar preguntando cuestiones sobre las maquinarias, tolvas y silos del lugar. Una sarta de cuestiones sin ningún interés y que, por algún desconocido motivo, a él le intrigaban. ¿Para qué querrá uno saber la capacidad de un recipiente por grande que sea, o la potencia de un motor? En fin, no iba yo a objetar nada a dichas estupideces. Aguanté estoicamente hasta que finalmente la visita acabó. Nos dirigimos a la hacienda, nuestra siguiente parada. Realizamos un recorrido por los amplios salones en donde antigua maquinaria y viejas herramientas nos contaban historias de un pasado no muy lejano. Acabada la interesante visita nos acomodaron en el sombreado porche en donde se encontraba una blanca mesa repleta de platos con diversos tipos de panes y numerosos recipientes que, evidentemente, contenían aceite, aunque nunca habíamos vista tanta disparidad de colores en el mismo. Unas botellas de vino abiertas y un exquisito tentempié configuraban la exquisita recepción que tanto a nosotros como a otras personas nos dispensaban. Allí paladearíamos las exquisiteces preparadas. Se nos explicaron las enormes diferencias que había entre los distintos aceites.
No sólo por la procedencia del distinto fruto y su tratamiento posterior. Al parecer la tierra y las pequeñas variaciones climáticas también influían en el resultado final del producto.
La cata de los diferentes aceites fue sublime. Podía distinguir multitud de olores, gustos, y texturas en mi paladar. Incluso mi marido diferenció los aceites más fuertes de los más suaves, aunque sus papilas gustativas y su olfato no daban para más. No obstante, le encantó la presentación, la degustación y el trato recibido. Me alegré enormemente, ya que la sombra del fracaso se alejaba definitivamente del evento. Ya era media tarde cuando regresamos. Teníamos el tiempo justo para una ducha, pues el tratamiento relajante nos estaba esperando.
En el área de spa nos recibieron dos amables jóvenes. Nos indicaron que el tratamiento consistía en unos baños con agua caliente y un masaje oleico suave o fuerte, a elección. Pasamos a una cabina doble en donde además de dos camillas había una pileta de agua en donde cabían dos personas holgadamente. De la bañera emanaba un agradable vapor que, junto con algunas esencias aromáticas desconocidas, ocasionaban que se respirase placenteramente. Nos indicaron que nos bañásemos y que cuando estuviésemos preparados se lo indicásemos tocando el sonoro timbre situado en una estrecha mesita. Una mesa grande estaba repleta de frascos con cremas, jabones, aceites y demás. Una relajante música nos acompañaba. Nos introducimos en la pileta mientras los masajistas desaparecían por la puerta. El agua estaba realmente agradable, tal vez un poco caliente en un principio, pero pronto uno se acostumbraba y se relajaba incluso sin querer. No sé el tiempo que permanecimos allí charlando hasta que finalmente decidimos llamar para recibir el masaje. Entraron nuestros asistentes y después de vaciar la pileta y enjuagarla nos indicaron que nos situásemos en sendas camillas. El masaje que recibí podría catalogarlo como de lo más exquisito y placentero que he recibido nunca.
Me consta que mi marido sintió lo mismo. Los olores de los ungüentos y pomadas, la fluidez de los aceites, la sensibilidad de los masajistas, la música, todo en definitiva se confabuló para crear un ambiente extraordinario y placentero.
Acabada la larga y satisfactoria sesión, llenaron la pileta de agua caliente de nuevo y nos indicaron que su labor había terminado. Ahora restaba limpiarnos en la pileta y cuando considerásemos, abandonar el lugar. Nos indicaron que cerraban la puerta para no ser molestados, pero que desde dentro nosotros podíamos abrir sin problema. Disminuyeron la intensidad lumínica y salieron de la habitación. Mi marido y yo nos levantamos y nos miramos embadurnados por el aceitoso líquido.
—Pensaba que sería desagradable untarme todo el cuerpo con aceite, pero realmente no tiene nada que ver este tipo de cremas con el aceite que se utiliza normalmente. Su textura hace que resbale sobre la piel, pero sin pringarla desagradablemente. Además, parece que el color moreno de tu piel se haya acentuado con el aceite. ¡Parece que hayas rejuvenecido! ¡Estás realmente deslumbrante! —me comentaba mientras se introducía en la pileta y yo le seguía.
—Mira cómo se deslizan las manos sobre la piel. Además, poseen estas cremas un aroma embriagador. Apetece masajear cada uno de los músculos del cuerpo. Su textura le confiere a la piel un tacto irresistible…
No sé si fue la mezcla de aceites o cremas lo que propició disfrutar de uno de los mejores momentos que ocasionalmente suceden. El aceite había conseguido que recuperásemos la pasión y el brío de la lejana juventud. El caso es que después de limpiarnos exhaustivamente y durante bastante tiempo, decidimos culminar el exitoso momento con una romántica cena. Cenamos y dimos un agradable paseo entre los cercanos olivos oliendo como si fuésemos uno más de su familia. Nos acostamos y de nuevo volvimos a ser víctimas del embrujo oleico hasta caer rendidos en un profundo sueño.
Nos tuvieron que despertar desde recepción al ver que no aparecíamos por el comedor, dado que la visita al centro de investigación y desarrollo saldría en unos minutos. Le pedimos disculpas a Curro rogándole que esperase diez minutos y así poder tomar algo. Accedió sin pegas.
Visitamos el centro y pasamos a la tienda en donde vendían todo tipo de productos relacionados con el aceite. Hicimos acopio de los que la tarde anterior habían utilizado con nosotros y que previamente, antes de venir a la tienda, habíamos anotado.
Después de la comida emprendimos el regreso a la ciudad dejando atrás el vasto océano plateado con la firme idea de volver lo más pronto posible para navegar de nuevo entre su embrujador líquido.