Estaba tan hipnotizado por el brillo dorado del oro líquido que reflejaba el sol de la mañana en esa rústica botella acorchada, que no había oído los pasos que hacia mí se aproximaban desde la parte de atrás del viejo molino. La sombra que proyectaba sobre mí esa gran montaña de piedra y barro entrelazada era de alivio según avanzaba la jornada y subía la temperatura que nos auguraba otra cálida mañana de verano. La voz de aquel demacrado hombre de complexión delgada y cara tétrica a la vez, que no dejaba de frotarse las manos como si de una ardilla con un plan malvado se tratara, me despertó de mi deambular por mil planes y pensamientos inermes. Me introduje la pequeña botella de souvenir en el bolsillo y como ya había hecho en otros miles de ocasiones, puse mi cara de póker que tanto me había ayudado en las duras negociaciones de empresa.
–Bueno, he hablado con el propietario y su propuesta le parece justa. Pero ni un céntimo más, pues ya ha sido generoso cediendo en el trato.
–Tal vez el generoso sea yo –interrumpí con fuerza mientras soltaba la vieja botella de aceite de nuevo en la estantería donde la encontré –Son muchas las historias que se oyen sobre este viejo molino y ninguna de ellas buena. Y no solo eso, usted mismo puede comprobar como un patrimonio histórico tan importante para nuestro pueblo se está cayendo a pedazos por culpa del desinterés de sus actuales dueños. Seamos sinceros, les estoy haciendo un favor comprando este viejo caserón.
No soy mucho de peleas lingüísticas, pero no dejaba de saborear la victoria mientras recorría a media luz los pasillos polvorientos de aquel gran edificio perdido en mitad de la nada. Fuimos al pueblo a tramitar la documentación y efectuar el primer pago acordado. Estaba ansioso por escudriñar en todos los rincones de mi nueva adquisición. Soy un hombre que se ha ganado su fortuna negociando con grandes empresas y efectuando jugadas arriesgadas en bolsa, pero sin duda esto era lo más imprudente y a la vez excitante que había hecho a la vez: recorrer más de 800 km para comprar un viejo cortijo. Quién me negaba a mí el encanto que una vez reformado, tendría entre todos aquellos que necesitaran una escapada rural. Además, me había asegurado de que había agua en la zona para abastecimiento de los jardines y piscina que pondría. ¿O tal vez un spa?
Me había recorrido media España buscando la ganga de mi vida, y sí, es bien cierto que en el anuncio que vi por internet la construcción parecía completamente otra. Eso me hizo sentir aliviado pues supe que en las condiciones en que estaba no podía haber ningún gato encerrado en el trato que acaba de hacer. Ruina, polvo, zarzas. Los trozos de teja roja que se amontonaban en el suelo me recordaban a las nubes cobrizas que tantos y tantos atardeceres pude ver desde la costa soñando con una vida diferente. El pasto molestaba al andar pues se quedaba incrustado en mis finos calcetines negros. Tendría que haberme cambiado de ropa antes de volver a reconocer la zona. La siesta se me fue de las manos y tampoco podía perder más tiempo lejos de mis obligaciones habituales en la oficina.
Se trataba de un gran edificio, perdido en mitad de un extenso olivar, y que sin duda me daría mucho trabajo el volver a hacer de aquel entresijo de escombros y porquería, un lugar al menos habitable.
Según cuentan las amables personas del pueblo cercano, el molino y el cortijo que le daba cuartel tenían una antigüedad del siglo XVIII. Un gran caserón con un patio interior rodeado por establos y diversas estancias semi derruidas, daba la impresión de ser al menos del Neolítico. Atravesé la estancia principal, a duras penas guiado por la luz de mi teléfono móvil. Me introduje este en el bolsillo de la camisa dejando que la linterna me señalara las ventanas que frente a mí aguantaban a duras penas. Lo que más me costó sin duda alguna fue recorrer el oxidado cerrojo que las fijaba al resto del marco para poder dejar que la luz del exterior irrumpiera como rio bravo que atraviesa una jungla de telarañas y oscuridad. Las motas de polvo en suspensión se movían animadas por la dulce brisa fresca que entraba entre las toscas rejas de hierro muerto.
Salí hacia fuera y me dirigí a lo que antaño habría sido un horno exterior. Cuesta imaginar a esas mujeres con mandil y pañuelo cociendo el pan que luego regarían con el aceite revitalizador, cosecha de olivos centenarios. Me hubiera gustado vivir en aquel tiempo donde el trabajo no daba tiempo a las preocupaciones y la vida era más sana lejos de tanto ordenador y reunión sin sentido.
Todavía me quedaban un par de estancias por visitar. Era un gran cortijo y tenía casi de todo, el molino era gran construcción sobre la cual se apoyaban las demás paredes de grandes piedras organizadas como un puzle sin final que hipnotizaban con el laberinto de sus juntas terrosas.
Pero de piedra me quedé cuando abrí de una patada aquella puerta maltrecha que se resistía a mis empujones. Sentí que se trataba de una dura prueba que debía superar para poder llegar al gran tesoro escondido, como aprendiera de aquellas antiguas películas de “Indiana Jones” o mis actuales videojuegos de “Uncharted”.
Tardé un poco en poder ver a través de la importante nube de polvo que se levantó tras mi intrusión. Era colosal. Un gran círculo en medio, con una piedra enorme de lateral redondeado atravesada con una viga. Me costaba entender cómo podrían moverla de alguna forma que no fuera con alguna mula o burro; pues debía pesar una tonelada. Esta debía ser la almazara más antigua pero mejor conservada de Andalucía. O de España.
La muela de granito vertical que se usaba para moler las aceitunas, parecía ser una princesa que espera ser rescatada de su largo letargo, víctima de una Gorgona que la transformó en piedra antaño. Pasé mis manos por aquel antiquísimo artilugio y me vino a la cabeza aquellas historias que en el pueblo me contaron cuando pregunté inocentemente donde se encontraba el famoso en la zona “Molino de la Picual”.
Fue justo en ese momento en que decidí salir, me faltaba el aire. Me senté en el brocal de una especie de pozo que se hallaba a escasos metros de la puerta. Justo al lado, había pequeñas piscinas que tras un vistazo a internet descubrí que servían para separar el alpechín por decantación. Busqué en mi bolsillo interno y saqué un paquete de purillos que me acompañaba siempre que viajaba por negocios. Encendí uno y entre calada y calada imaginaba las posibilidades de aquel entorno y ponía cara a las personas a las que encargaría el proyecto, la obra, la decoración e incluso el catering para la inauguración.
Desde donde estaba sentado podía ver a través de la puerta la enorme prensa de hierro que tantos y tantos años sirvió fiel a su cometido. Y las palabras de los ancianos del pueblo no dejaban de rebotar en mi cabeza. ¿Y si fuera cierto todo lo que me habían contado entre palabras entrecortadas y muecas de preocupación? Me armé de valor y volví a pasar dentro, no sin antes cerciorarme de haber apagado bien la porquería que estaba fumando. Las tapas de los depósitos estaban bien cerradas. Todas excepto una, la cual aparté para asomarme a ese oscuro agujero por el solo salía el eco de mi voz envuelto en un tono metálico. Me consoló el hecho de que nadie más contestara a mi “Hola”. Mi cuerpo se paralizó completamente cuando tras de mi sentí un golpe seco que me dejó en la más inoportuna oscuridad. El sobresalto casi me hace caer al depósito, pero caí en la cuenta de que había sido la puerta la que se habría cerrado de golpe a causa del fuerte viento de tormenta que se estaba levantando. Encendí la linterna del móvil y antes de intentar volver a abrir la puerta me dirigí hacia una de las ventanas cercanas y abrí, no sin dificultad, el postigo para que entrara la luz natural. Me quedaba poca batería y no podía tener mucho tiempo el teléfono en funcionamiento.
Me costó bastante encontrar la forma de hacer palanca para poder forzar la vieja puerta de madera con grandes travesaños atravesados por unos clavos enormes de color cobrizo. Pero soy un hombre de recursos y no tenía intención de salir por una ventana. Al menos sin agotar las posibilidades, aunque me parecía en un principio más factible arrancar las rejas sujetas por el barro a la piedra que conseguir tirar hacia dentro de la puñetera puerta que me había dado un susto de muerte. Y volvían las historias de los viejos del pueblo a mi cabeza.
La noche se estaba echando encima y ni siquiera había terminado de explorar aquel increíble templo de la tradición y del tiempo. La tormenta estaba cada vez más cerca y decidí que ya era hora de marchar para el pueblo. El viento silbaba entre los huecos de las paredes del edificio principal y las ventanas que anteriormente había abierto aleteaban con más intensidad como las alas de un colibrí a medida que la oscuridad se cerraba sobre mí.
No podía ser. No encontraba las llaves del coche. Siempre las tengo en el bolsillo del pantalón y… ¿Dónde narices estarán? Corrí como hacía tiempo que no lo hacía, no me apetecía nada el quedarme al raso bajo la intensa lluvia que se aproximaba en forma de cortina grisácea. Aún menos me apetecía resguardarme en el caserón principal pues no había que ser muy experto para ver que el tejado estaba hecho añicos por el paso del tiempo y que la más mínima sacudida del cáñamo que lo sujetaba haría de este una lápida rojiza para quien se encontrara debajo.
Los duros goterones de agua que caían sobre mí me indicaron que era demasiado tarde para buscar las llaves. Y no lo pensé dos veces, corrí a refugiarme a la almazara pues una vez dentro, al menos por la puerta no me entraría el agua. Y sin batería en el móvil. ¿quién dijo que no se pueden vivir grandes aventuras en España?
La oscuridad causada por las nubes y la prematura noche desaparecía de forma intermitente por los relámpagos que sin cesar indicaban el camino a duros truenos que recordaban a las explosiones con las que tirábamos aquellos edificios que no servían nada más que para fabricar escombros y aparcamientos.
Por mucho que aligeré el paso, me di cuenta de que estaba chorreando. Aproveché la chimenea que se usaba antiguamente en el proceso de la fabricación del aceite para calentar el agua para tras juntar unas viejas tablas y alguna silla de mimbre despedazada (estaban comidas por la carcoma, no creo que pudiera revenderlas a ningún restaurador), encender un fuego con el que consolar mis fríos huesos. Cada vez llovía más, y el ruido era ensordecedor. La piedra del suelo fría como el hielo y el consuelo de la candela se ponía en peligro cada vez que una ráfaga de aire introducía agua por la chimenea. Tenía frío, tenía hambre, estaba incómodo y por así decirlo, aunque suene raro en un hombre de 43 años: tenía miedo. El brillo del fuego se reflejaba en las telarañas que cruzaban de lado a lado sobre la chimenea y vibraban como cuerdas de guitarra acompasando a la ira desatada en el exterior. Había muchas goteras allí dentro, pero eran pocas para lo que el tiempo había hecho de aquel humilde pero majestuoso lugar. Saqué del bolsillo la pequeña botella de aceite que me habían regalado en el hostal y comencé a mirar el fuego a través de ella. Ese color verdoso del aceite de oliva virgen hacía de filtro ante aquellos vivos colores que destacaban en la lúgubre noche que se acercaba. Quité el precinto y aquel corcho gordo, y no sin antes esbozar una sonrisa al verme como Asterix bebiendo la poción mágica, di un largo trago a aquel amargo néctar que sin duda acompañó la noche más dura de mi vida.
El sueño estaba a punto de vencerme a pesar de la cabezada que eché tras deleitarme con el mejor ajo blanco que había probado en la vida. Se nota de sobremanera dónde hay calidad en los productos y yo lo noté repitiendo dos veces plato.
Me aseguré de que el fuego tuviera suficiente material como para no apagarse en horas. Enrollé mi chaqueta y cerré los ojos al reposar la cabeza en ella.
–Allí murió gente. Los bandoleros los mataron y es un lugar maldito.
Los ojos se me abrieron como platos, pues pude escuchar perfectamente las palabras que hacía unas horas me habían advertido en el pueblo de que no parara mucho por el lugar.
Muchos bandoleros se ocultaban en la sierra y buscaban provisiones en cortijos y aldeas de la zona. Algunos de ellos eran ruines y desalmados, incluso “El Botijas”, bandolero famoso de la zona por aquellos tiempos, evitaba encontrarse con determinados grupos más radicales.
Según cuenta la historia popular un grupo se adentró en una noche de lluvia en las dependencias del cortijo y el molino y no contentos con las viandas que les ofrecieron, arrojaron a los hombres al pozo y a las mujeres, (seis en total) las violaron y quemaron vivas porque decían de aquella familia “que era un aquelarre de brujas”. Algunas tan solo eran niñas. Sin duda, un hecho que daba una explicación al cierre de tan bien preparado lugar. Hacía mucho frio. Y a pesar de que ya no llovía pensé que era mejor continuar con la búsqueda de las llaves del coche con la luz de un nuevo día. Levanté la mirada ante un nuevo golpe de puerta y mi estómago encogió. Una mujer permanecía delante de mí, inmóvil, con ropa que no distaba mucho de aquella que observé en el pueblo pero que sin duda era mucho más vieja que las telas que vestían las mayores del pueblo cercano.
No pude reaccionar. Si el terror tuviera una definición, sería mi cara en ese momento. Sentía como si los ojos fueran a salirse de mis órbitas, pero aun así no era capaz de articular palabra.
Mientras tanto, la figura misteriosa avanzaba hacia mí, reflejando las tenues llamas del fuego en su pálido rostro. Moviéndose lentamente, pero afianzando cada vez más su paso en completo silencio. No era capaz de discernir el sonido de sus pasos entre el susurro del viento que se colaba entre las grietas del lugar. No podía ver sus pies, pero no necesitaba mucho más que esos ojos negros clavados en mis pupilas que me impedían moverme.
Algo dentro de mí se accionó y como por arte de magia agarré el duro bote del aceite y se lo lancé mientras me ponía en pie a trompicones en busca de una salida. Choqué de espaldas con algo, más bien alguien y fue al girarme cuando comprobé que estaba completamente rodeado. Varias personas, con atuendos antiguos; niñas con trenzas y señores con bigotes poblados acompañaban a la señora mayor. Al volver la mirada atrás comprobé que no podía correr en ninguna dirección, estaban sobre mí. Solo pude cerrar los ojos.
Era cálido el tacto de esa mano que sujetaba la mía mientras me conducía por la habitación. Una mano rugosa signo de duro trabajo que me aferraba con dulzura a la vez que firme me dirigía hacia el depósito abierto donde antaño se almacenaba el aceite. Me señaló con su índice desgarbado hacia el interior y me asomé.
Allí estaba mi cuerpo. Inerte desde hacía horas. Sin vida a raíz de la caída que me originó el portazo de primera hora de la tarde.
Tardaron días en dar conmigo a pesar de encontrar el coche con las llaves puestas. No importaba ya mucho, pues quedé ligado a ese lugar para siempre y al amargo sabor eterno que en mis labios dejó el aceite añejo que cubría el suelo de mi improvisada tumba.