El americano

David W. Sánchez Fabra

El bar parecía el lugar idóneo para mis investigaciones. Aunque soy americano, ya llevo el suficiente tiempo viviendo en España como para saber el significado filosófico de la palabra “bar”, o más bien, lo que es un bar para los españoles.

Sin embargo, aquel establecimiento era diferente. No negaré que hasta la fecha me he movido en el ambiente cosmopolita de la España urbana y que, salvo muy contadas ocasiones, apenas he visitado sus zonas rurales. Pero en aquella ocasión me encontraba en un pequeño pueblo de esa península que tanto amo. Aquel bar, (había otros tres para poco más de mil vecinos), me dio la bienvenida suavizando la temperatura del exterior. Frisaban aquellos deliciosos días del año en los que no es necesario emplear ningún tipo de climatización.

Elegí el lugar donde sentarme permitiéndome varios segundos de escrutinio. A no mucha distancia de la puerta se encontraba un grupo de jóvenes que no parecían haber cumplido los treinta años todavía. Al lado, algo más cerca de las ventanas, otro grupo de cincuentones se arremolinaba alrededor de una mesa. En la barra, junto a la camarera que limpiaba unos vasos, se encontraban dos hombres sentados en taburetes. Todos los allí presentes, que hasta aquel momento habían estado sumidos en sus conversaciones, enmudecieron para mirarme. Sé que los forasteros como yo son asunto de novedad en pueblos tan pequeños, pero, haciendo un pequeño ademán con la cabeza, me dirigí hacia una mesa vacía y tomé asiento. No tardé demasiado tiempo en extender mi cuaderno de trabajo y para despistar, (ya que no pensaba usarlo), encendí también el ordenador portátil. Así daba a entender que me disponía a trabajar y que no quería ser molestado.

El hechizo que retuvo las miradas de los vecinos sobre mi persona enseguida se disipó, pudiéndome entonces dedicar tranquilamente a mi cometido. La camarera me sirvió la enorme copa de cerveza que le pedí, pero tuvo el detalle de dejarme un plato de olivas verdes. Cogí una entre los dedos, me la metí en la boca y sonreí maquiavélicamente. Aquellas personas no podían imaginar que eran el sujeto de mi investigación.

Por aquel entonces ya llevaba cuatro meses en España dedicado a una tesis doctoral de un año de duración. La Facultad de Antropología de mi universidad, una de las mejores de Estados Unidos, me había enviado al país de la piel de toro a investigar cuáles eran los factores que hacían a los españoles tan longevos. Es bien sabido que Japón y España son los países con mayor esperanza de vida. El hecho de que se encuentren separados por miles de kilómetros, pertenezcan a culturas diametralmente opuestas, se alimenten de forma diferente y tengan cierto grado de diferencias genéticas nos da esperanza al resto de ciudadanos del mundo. No se trata de un pacto con el diablo: si ellos pueden, nosotros también. Sólo tenemos que saber qué hacen. Reconozco que tras varios meses leyendo artículos sobre tecnología de los alimentos y gastronomía española, la idea de poner en práctica “trabajo de campo” me vino como anillo al dedo.

—¡Mamen! —gritó uno de los de la mesa de los jóvenes refiriéndose a la camarera—. Por fa, tráenos una tabla de quesos y embutidos que hemos hecho algo de hambre.

—Y otra ronda de cervezas —añadió una mujer.

Los españoles son ruidosos, pero con el tiempo he aprendido a tolerarlo. Sin que se notara demasiado, apunté en mi cuaderno algunas ideas. Llamaba a la camarera por su nombre, luego debía haber cierto grado de familiaridad. Eran las doce de la mañana. Sé que en este país es una hora obscena para comer. Los españoles hacen un desayuno frugal, almuerzan mucho y luego comen a las tres de la tarde. ¡Y aún les quedan dos comidas más antes de acostarse! Ahora bien, el almuerzo… el almuerzo a veces es tan copioso que es una comida, pero, aun así, un par de horas después, comen de nuevo religiosamente. Ríete tú de nuestro lunch.

No quería centrar aquella excursión en la alimentación, pues ya la había estudiado mucho. Sin duda, una buena tacada de años de vida la deben a su exquisita dieta mediterránea. Cereales, muchas frutas y verduras, todas las grasas a base de aceite de oliva, pescado y algo de carne. Los embutidos una vez a la semana, según dicen, pero bueno… pase. De cualquier forma, aquel día fui a mirar otras cosas, de modo que me concentré en sus conversaciones.

—¿Has encontrado ya trabajo? —preguntó una mujer de la mesa de los mayores a otro hombre.

—Sí —respondió este con expresión lacónica—. Pero me pagan una mierda…

—Bueno, algo es algo —añadió la mujer.

—Sí, menos da una piedra.

—Así por lo menos vas tirando hasta que encuentras otra cosa —aportó otro hombre—. ¿Es de lo tuyo?

—No. Lo mío desde la crisis está muy muerto. Trabajo en un almacén por mil euros al mes, así que a ver si tienes razón y me sale otra cosa mejor pronto. Es un trabajo para críos de veinte años, no para un padre de familia.

—Bueno, seguro que las cosas empiezan a ir mejor. ¿Tu mujer sigue trabajando en esa oficina?

—Sí, como para dejarlo —respondió el hombre, que parecía abatido—. Ahora que los chicos son mayores ha pedido las ocho horas, pero no hay tanto trabajo para ello. La verdad es que no le podemos hacer ascos a ninguna entrada y miramos muy bien lo que gastamos. Con los hijos estudiando va la cosa justa. Además, comen como cosacos…

Tras decir aquello intentó sonreír, pero solo le salió una mueca, por lo que agachó la cabeza. En su plato le quedaba un trozo de pincho de tortilla. Le dio un par de vueltas con el tenedor, pero no lo probó.

—¡Oye! —respondió uno de sus amigos—. Pásate mañana por casa de mi padre que te daré unas cajas de verduras y frutas.

—No, no hace falta —respondió el hombre encogiéndose de hombros.

—Qué sí, que sí… que tenemos mucha —insistió.

—No te preocupes —volvió a decir con hastío.

—Juan —añadió una que parecía la mujer del primero—, que no aceptamos un no. Mi suegro ha sido muy trabajador toda la vida y ahora que se ha jubilado le echa muchas horas al huerto. Estamos todos en la familia que se nos sale la verdura por las orejas, así que haz el favor y pasa mañana.

Aquel comentario hizo que todos estallaran en carcajadas hasta el punto de que la aceptación a la sugerencia por parte del hombre de la situación laboral precaria pasó prácticamente inadvertida entre la algarabía. Yo, sin embargo, la percibí.

—Oye, Pedro —chilló una muchacha de las de la mesa de los jóvenes haciendo que mi atención pasara de un grupo al otro—. ¿Cuándo vas a presentarnos a tu novio?

—Ya lo haré, mujer —respondió el aludido—. Igual este año viene para las fiestas.

—Pero tío… ¿cuánto lleváis? ¿Tres años?

—¡Cuatro! Pero es que es un tímido. Además, algunos ya lo habéis conocido en la ciudad.

—¿Ya ha conocido a los suegros?

—¿A los suegros? —preguntó arqueando las cejas el tal Pedro—. ¡Con mi padre ha quedado ya un par de veces para irse a cazar! Se llevan de maravilla.

—¡Hala hombre! ¿Y tus amigos qué?

—Ya vendrá cuando quiera —zanjó con un deje nervioso mientras se ponía en pie—. Me voy a echar un cigarro, ¿quién me acompaña?

—¿Pero no lo estabas dejando? —dijo otra chica—. Venga Pedro, que estamos todos muy bien aquí y yo dentro de nada me voy. Ya saldrás luego.

—Es que me da el mono…

—¡Que se quede! —aullaron todos al unísono pegando golpes en la mesa—. ¡Que se quede!

—¡Me quedo por no oíros, desgraciados!

Aquellas dos escenas llenaron de garabatos ilegibles mi cuaderno. Aunque eran diferentes, tenían un denominador común. El grupo o la tribu habían aflorado. Al hombre le habían ayudado económicamente los suyos. Aceptar dinero de sus amigos hubiera resultado, quizá, humillante para una persona de su edad, ya que hubiera creado una relación de jerarquía entre individuos que, por lo demás, debían ser iguales. Sin embargo, dar comida era diferente. Se trataba de un regalo popular, sobre todo en regiones rurales. Un agricultor echa unas horas de más en el huerto para luego regalar a sus seres queridos unos productos que, aunque muchas veces no tienen mucho valor económico, sus propiedades organolépticas marcan la diferencia con las de los supermercados. En aquella ocasión todo parecía indicar que aquel pródigo amigo pretendía rellenar la despensa del hombre para ahorrarle unos euros. Por otro lado, en el grupo de los jóvenes se habían coordinado inconscientemente para abortar ese cigarrillo, una conducta negativa que a la larga podría acortar su esperanza de vida. El grupo y la tribu. Aunque vivamos en civilización, todos los pueblos humanos siguen abriendo la ventana al espíritu del tribalismo en determinados momentos. Es, sin duda, un elemento protector.

Pero en aquel instante, mis divagaciones quedaron en el aire por la entrada de una mujer en el bar. Rondaría los sesenta años. Caminó hasta la barra haciendo que todos enmudecieran. Uno de los de la mesa de los mayores preguntó:

—Marisa, ¡cuánto tiempo! Oye, ¿qué tal va tu madre?

—Ahí va —se limitó a responder.

—¿Ya la tenéis en casa?

—No… sigue en el hospital. Noventa años… ¿qué quieres?

—Pero bien llevados. Si hace nada estaba en la peluquería haciendo sudokus.

—Sí, eso es cierto —continuó la mujer—, pero esta vez llegó muy mala a urgencias. Diez días lleva ingresada. Está mejor, pero no me come nada. Me ha dicho la médica que le traiga algo de casa si quiero.

—¿Has venido solo a eso?

—Bueno… me he cambiado con mi hermano unos días y he venido a poner orden en la casa. Mañana me vuelvo a la ciudad. Había pensado llevarle uno de esos torreznos que haces, Mamen, que tanto le gustan. ¿Tienes?

—Ahora no, Marisa, se los han comido estos glotones. Si quieres te hago para esta tarde y si no, pasa mañana a primera hora.

—Vale.

En mi cuaderno apunté “noventa años”, “bien de cabeza”, “hospital”. Sin duda, la sanidad española es otro de los imprescindibles factores de la longevidad de dicho pueblo. Pública y gratuita. No es desdeñable que sus médicos trabajan sobre un perfil poblacional ya de por sí saludable, pero salta a la legua que, si esto es así, se debe a ellos. Sorprende ver la cantidad de ancianos que pululan por las calles en este país. Algunos son viejísimos, pero parecen gozar de una salud de hierro. Y lo que más me sorprende de todo este asunto es que son la generación que creció con la carestía de los primeros años de la posguerra, prácticamente derribando el argumento de que una infancia exuberante te protege el resto de tu vida. ¿Y si es cierto, y, aun así, han llegado tan lejos? En aquel momento divagué sobre cuántos años podrían llegar a vivir los miembros de la mesa de los jóvenes, que habían nacido con más educación y recursos que nunca.

Mientras ataba cabos, a mi mente vino otro hilo de reflexiones que enseguida se hicieron con el control de mi intelecto. Aquella mujer de sesenta años parecía desmejorada. Tenía ojeras, caminaba con el cuello recto, como si tuviera tortícolis, e iba despeinada. Muy probablemente, había pasado diez días durmiendo mal en el sillón reclinable de un hospital. Su madre, una señora nonagenaria, le había dado todo, de modo que ahora era ella la que debía devolver el favor. Acompañar a un enfermo en su travesía por el sistema sanitario no sólo consiste en cogerle de la mano por la noche cuanto tiene miedo; sino en asegurarte de que come, de que se toma las pastillas, de que se levanta al sillón y camina, poniendo freno a la pérdida de masa muscular… tareas todas ellas que, en ocasiones, desbordan al escueto personal hospitalario. De esto disfrutan, sin duda, todos aquellos que han creado una familia. Caí en la cuenta en ese momento de que los españoles son criaturas familiares. Nosotros los anglosajones jamás podríamos tolerar que los médicos y los familiares hablaran sobre el cáncer que se acaba de descubrir en un paciente, a espaldas de éste, con el objeto de que la información fluya de la manera menos dolorosa posible. Es algo que nos rechina, pero aquí ocurre, lo sé de buen grado. En el pueblo español se ha juntado la tradición católica más reciente con el espíritu mediterráneo de los pueblos antiguos, creando una cultura que es, ante todo, familiar. Uno no se da cuenta de cuán importante es la familia hasta que observa cómo son desahuciadas, en ocasiones, las personas que no tienen a nadie que se preocupe por ellas y a las que los recursos de dependencia llegan tarde y mal. La madre de Marisa, sin Marisa, llevaría diez o quince años muerta.

—Esta tarde viene mi primo de la ciudad —dijo una mujer en la mesa de los cincuentones.

—¿El arquitecto?

—Sí. Le he dicho que se venga y así ve los actos de la tarde en la Plaza.

—Seguro que al señorito no le gustan nuestras cosas de pueblo —respondió con sorna un hombre.

—¡Que no es ningún señorito! —respondió la mujer ofendida—. Pero sí… espero que se lo pase bien porque está hasta arriba de trabajo. A ver si desconecta.

—¡Que se venga, mujer! Le enseñaremos a pasárselo bien al chico de ciudad —dijo otro hombre—. Ahora lo importante. ¡Mamen! Oye, que comemos aquí. Sácanos unos vinos y luego te pedimos la carta. Ponnos para abrir el apetito un poco de pan con tomate, aceite de oliva y jamón serrano.

—¡Ahí, ahí! —aulló el hombre que se sentaba a su derecha—. ¡Este tío sí que sabe!

—¡Carlos, bandido, que tengo las judías hechas desde las diez de la mañana! —exclamó la que parecía su mujer.

—¡Pues para cenar!

Todos, de nuevo, volvieron a reír. Los españoles ríen mucho, todo lo que pueden. No tendrían tantas ganas de pasárselo bien si no fuera por lo mucho que salen. En España, hasta en los barrios más deprimidos donde los negocios fenecen en semanas, campan a sus anchas decenas de bares. En ocasiones sólo tienen un puñado de clientes, a saber, las familias que viven en ese bloque, los trabajadores de la empresa de al lado, los desconocidos que pasan por allí de camino a perder la mañana realizando tareas burocráticas. Ya querríamos nosotros los americanos pasar tanto tiempo, (y de tanta calidad), con los seres que queremos. En este país se sale por salir, por el hecho de abandonar el domicilio y estar en otro sitio, sin importar dónde, con la gente que quieres. No hay presión para hacer nada en particular, de modo que la gente disfruta de la compañía, pues lo demás sobra. Somos monos desnudos, tenemos mucha tecnología, pero seguimos disfrutando como enanos recordando cosas del pasado con ese amigo de la infancia. En esto los españoles nos llevan ventaja a todos. ¿Que podrían sacar más rentabilidad a su tiempo? Seguro. Ahora bien, si computáramos los años que viven con la calidad de vida de la que disfrutan, los resultados harían que todos los extranjeros nos muriéramos de la envidia. En este momento pienso en cómo voy a llevar volver a casa y tener que buscar motivos para salir con los que quiero. ¿Salir para qué? Salir para verte un rato, imbécil.

Me sentía pletórico. Había abierto varias líneas de trabajo para mi tesis. Salud, familia, compañía, diversión… la longevidad española tenía muchos elementos. Yo, que había estudiado antropología, sabía perfectamente que los españoles no han hecho nada en particular para reunirlas. Han tenido buena suerte y punto. Mientras observaba cómo los cincuentones regaban su pan con tomate de un verdoso aceite de oliva me di cuenta de que hasta en eso habían sido afortunados. Hasta allí llegaron los íberos para que sobre ellos descargaran su semilla griegos, cartagineses y romanos. Luego los visigodos, que tras pulular varias décadas por Europa se asientan allí. Más tarde los moros y después, en la Reconquista, bajan muchas familias del norte de los Pirineos (especialmente francos) a repoblar. Todas esas personas, aquella amalgama de genes, acabaron asentándose en un país con un clima perfecto para que crezcan los olivos. Uno no se estruja demasiado la cabeza para conseguir alimentos, sino que echa mano a lo que tiene más cerca. Ese aceite de oliva que es ya parte de la cultura española, por los motivos que sea, es la mejor grasa que ha creado la naturaleza. Aporta lo que tiene que aportar con una calidad de ácidos grasos que consigue que las placas de ateroma de las arterias progresen mucho más lento, previniendo la que ya es la primera causa de muerte en el mundo: las muertes por causas cardiovasculares.

Sería injusto negar que, cuando escriba la tesis, tendré que dedicar una gran parte de las páginas a hablar de los alimentos que engullen los españoles, pero aquel día me llevé unas cuantas ideas para añadir. Uno puede pasar días enteros leyendo delante de la pantalla de un ordenador, pero el investigador que se precie no debe olvidar el trabajo de campo. Aquella mañana, en aquel bar de pueblo, capté los pilares básicos de la longevidad de los españoles. No puedo evitar sentir cierta envidia por ellos. Quizá no sean los más ricos, pero, tal y como dije, si metiéramos estos elementos en las escalas de desarrollo… ¡qué susto nos íbamos a llevar todos los que pensamos que nuestros países son lo más porque tenemos tantas cosas! Al fin y al cabo… trabajamos tanto para comprar felicidad, pero en ocasiones no nos damos cuenta de que la felicidad radica en algo tan simple como tomarse un pan con tomate y aceite de oliva con los amigos de toda la vida.