El camino de regreso

Francisco Javier Mallenco Bustos

Los recuerdos se amontonan delante suyo, mientras sigue las indicaciones del GPS que le lleva de vuelta a casa. Nunca creyó que lo necesitaría, hacía mucho tiempo que se había hecho a la idea que aquello que fue su hogar había quedado atrás, había salido de allí con la idea de no volver. Desde que sus padres fallecieron y su amor de juventud le dijo que ya no había aquel fuego que existió en un principio, nada le ataba allí. Le había costado mucho tomar la decisión, pero una vez tomada no había vuelta atrás, o eso pensaba.

Al final, tras mucho esfuerzo, dedicación, horas y horas de trabajo, había conseguido un trabajo en una multinacional que le cubría todas sus necesidades, las básicas y las no básicas, los caprichos, y a aquello lo llamó “su felicidad”.

Durante un tiempo, hace muchos años, tal vez demasiados, intentó seguir sus sueños. Para algo había estudiado derecho, debía intentar hacer aquello que siempre había deseado desde que de pequeño se quedaba embobado ante la televisión de su casa con series como “Perry Mason”, “La Ley de Los Ángeles”, incluso con “Turno de oficio”, nunca se perdía ninguna película de abogados, sobre todo las basadas en los libros de Grisham, cuyos libros había devorado previamente. Se veía como todos esos jóvenes abogados, con devoción por su trabajo, con la ilusión de quien acaba de terminar, dando todo por los clientes que se ponen en sus manos, y con momentos memorables en los interrogatorios al estilo de “Algunos hombres buenos”: “¡Quiero la verdad!,” gritaba Cruise ante un inconmensurable Jack Nicholson “¡Tú no puedes encajar la verdad!” Aún hoy, pasados los 40, se le pone la piel de gallina con esa escena.

Pero todo eso tuvo que quedar en suspenso, la vida no estaba por ayudarle, y tras un tiempo que consideró prudente, empezó a buscar en otros sitios, hasta que consiguió por fin un puesto de trabajo en una empresa que se dedicaba al comercio internacional. Para algo debía servir su inglés fluido y sus conocimientos en alemán. Y así transcurrieron los años, en un trabajo de 8 a 18, viajes, horas ante el ordenador leyendo informes infumables, para preparar las múltiples reuniones con distribuidores, vídeo-conferencias con Londres, Berlín, Leipzig, Manchester… todo muy al estilo que nos venden en el cine, pero no eran sus películas favoritas precisamente. Esto se parecía más a “Wall Street” que a “Legítima Defensa” de Matt Damon.

Así pues, la vida, en cierto modo, le había compensado con algo que no era malo del todo. Un trabajo, un sueldo, su coche… ¿qué más se podía pedir? Lo que no esperaba es que todo aquello, un buen día, viendo un programa de esos que presentan las bondades de las diversas ciudades y pueblos que se reparten por la geografía de este país, se encontró con su barrio, las calles en las que jugó, en las que corrió, creció. En las que se enamoró y le rompieron el corazón en no pocas ocasiones. Y algo se quebró en su interior. Recordó sueños, algunos cumplidos, pero casi todos incumplidos. Acto seguido se puso a localizar a viejos compañeros, amigos de los que hacía tiempo que no sabía, para que a su vez avisaran a los que tuvieran localizados y hacer una gran quedada, la madre de todas las quedadas. Se puso una fecha con tiempo suficiente para que el mayor número posible se pudiera organizar. No debía faltar nadie. Sería su particular “Baile del encantamiento bajo el mar”, pero sin Michael J. Fox y sin su Johnny B. Goode.

Y de esta forma nos encontramos en ese coche, en esas indicaciones del GPS, en ese sinfín de recuerdos volviendo una y otra vez a sacarle alguna sonrisa, junto con alguna que otra lágrima. Pero con lo que no contaba, es que repartido entre el maletero y los asientos de su coche estaba medio apartamento. Aquella sensación de viaje incompleto que le había dejado la vida, había hecho que tomara otra decisión que podría pasar a la historia como de las más osadas, atrevidas, tal vez erróneas, sin duda estúpidas. Había dejado el trabajo, nada de excedencias, vaya que le diera por volver. Un adiós, un “gracias por todo”, y un “ya nos llamamos y nos vemos” de esos que desde el mismo momento en que se dicen se sabe que no se van a cumplir.

Los días previos fueron de nervios, dudas y mucho ajetreo. Las cajas con toda una vida se iban amontonando en el salón para que el camión de la mudanza se los llevara el día acordado. Hasta que por fin llegó el día. Justo ese día todo se esfumó por completo. Sabía que había acertado. Había preparado una Playlist con todas las canciones que conocía que hablaban sobre regresar al hogar: Ismael Serrano, Alejandro Sanz, Tontxu, Iván Ferreiro… todo muy alegre, como se puede comprobar, pero le ayudaron a preparar el camino de regreso a ese lugar en el que conocen tu nombre, con arenas de otras playas en las suelas del zapato. Tenía decidido montar allí su propio despacho como abogado. En la casa de sus padres, que por algún oscuro designio del destino no había vendido y estaba aún esperando volver a tener vida dentro. No sería, desde luego, un despacho al estilo del “McKenzie, Brackman, Chaney y Kuzak” de “La Ley de Los Ángeles”. Sería más parecido al que pudieran haber montado “El chepas” y el “Pedete Lúcido” de “Turno de Oficio”.

Así fueron pasando los kilómetros hasta que un mar de olivos apareció ante su vista, sin avisar, al tomar una curva demasiado cerrada para ser autovía, y en ese momento volvieron a su mente recuerdos de juventud, de fines de semana en familia. Desayuno potente, ropa vieja y cómoda y todos al Land Rover, preparado desde la noche de antes con su remolque, que parecía siempre a punto de desarmarse pero que resistía como un jabato, campaña tras campaña. Llegaban a la parcela que tocaba ese día y él junto a su padre se dedicaban a preparar las varas, los capazos y los mantos. En cuestión de minutos estaba todo preparado, incluso una pequeña fogata encendida para calentarse en los días más duros.

Parada a media mañana para un tentempié, que para eso era una jornada en familia, para continuar hasta mediodía, momento en el que su padre y hermano mayor daban un primer viaje con el remolque a rebosar, mientras que junto a su madre y hermana preparaban un buen canto de pan con aceite, sal, habas y tomate del terreno, todo un manjar. Comida entre risas, siempre entre risas, no importaba lo cansado que se estuviera, siempre había sitio para una broma, un “¡Madre mía qué cerca te ha pasado aquel palo!, te tengo dicho que cuando te muevas lo hagas con cuidado”, un “esta noche no pensaréis salir, ¿no?”. Y con energías renovadas a continuar hasta un poco antes de las 5, para recoger aún con luz y dar un último viaje a la cooperativa con el remolque lleno. Días duros, pero que en familia se sobrellevaban mejor.

Pasaron los años, cada uno de los hermanos tomó su camino, pero los fines de semana de invierno estaban reservados para estar en familia. Aún recuerda el dolor que sintió su padre al tener que vender las olivas para poder pagar el tratamiento de su madre. Con aquella firma se iba la infancia de varias generaciones de su familia, pero si podían permitirle pasar un año, un mes, una semana más junto al amor de su vida, estaría bien empleado. Así era el viejo, entregado a los demás antes que a sí mismo, nada había que pudiera ponerse por delante de su familia, los suyos, sus cachorros.

Recuerdos de olivar, del olor de la tierra húmeda por el rocío de la mañana, del fuego de la candela encendida por su padre de forma casi mágica, de ruido de los amortiguadores del viejo Land Rover y de risas, sobre todo de risas se fueron agolpando en su cabeza hasta que por fin el motor del coche paró y la voz metálica del GPS indicaba, “¡Ha llegado a su destino!”. El primer paso fuera del coche le llevó a muchos años atrás, todo seguía más o menos igual, o eso le quería hacer creer su mente de la mano de su corazón. Dejó los paquetes y maletas que llevaba en la casa. Pocos días antes había encargado a un amigo que diera de alta luz y agua, no quería dejar pasar un solo día en un hotel. Si volvía a casa lo iba a hacer bien y desde el principio.

Una nueva vida se abría con ilusión, sueños y miedos, repartidos a partes iguales, pero, como le había escuchado decir muchas veces a Enrique, su hermano mayor, “nunca se ha escrito nada sobre cobardes”. Y qué mejor forma de retomar una vida, que encaminándose al bar de toda la vida, donde la incombustible Enriqueta seguía tras la barra, y nada más verle entrar, a pesar del tiempo pasado lo reconoció con gran regocijo y alboroto (se le había olvidado el gusto por hablar casi a voces de la gente del lugar), con la sinceridad que siempre la caracterizó “¡Niño, estás escuchimizado y más calvo!, anda, tómate algo”. “Yo también te echaba de menos, Enriqueta” y acto seguido tenía ante sí un tercio helado de cerveza, un bollo de pan y un plato con el primer aceite de la temporada, ese verde tan característico junto con su sabor amargo que va dejando un recuerdo inconfundible a lo largo de la garganta. Un largo sorbo y los ojos se le llenaron de vida, de sueños, de futuro e ilusión.

Ahora sí, sin duda, ¡estaba en casa!