El carretero maragato

Margarita Carro González

La luna asomaba su redonda cara por el este. Era una luna grande, luminosa como una hogaza de pan blanco, ese producto tan escaso que él había probado alguna vez en la corte, en varias casas a las que acudía a dejar tinajas de aceite. El criado encargado de las compras sacaba la hogaza de harina de trigo y derramaba un generoso chorro de aceite y lo cataban con ganas los dos.

La pareja de bueyes caminaba monótonamente, estaban cansados y no tenían ganas más que dejar ese yugo que los tenía asidos al carro y pacer un rato.

El carretero era un hombre alto de mediana edad, algo cargado de hombros y con una ligera cojera, vestía de maragato como siempre lo había hecho su familia, llevaba unas bragas negras y una casaca negra sobre una camisa blanca, o al menos algún día se suponía que había sido blanca. La cabeza la llevaba tocada con un gran sombrero, en la mano llevaba una vara de avellano acabada en una afilada punta que le servía para arrear a los bueyes, el cuadro lo completaba una perra negra como la noche sin luna.

Ataulfo, que así se llamaba, era natural de la Maragatería, esa comarca leonesa cuyos hijos llevaban siglos por los caminos, llevando mercancías con sus recuas de mulas. Él, sin embargo, se había alejado de la familia. De joven había reñido con su padre y le había exigido la parte que le correspondía de su herencia. A su progenitor le pareció tan mal que le dio la parte que le correspondía, pero renegó de él y no quiso saber nada más.

Con los reales que consiguió se creyó el rey del mundo. Malgastó parte de la herencia en juergas y tras sumergirse en los submundos de la vieja corte un día se vio en un callejón molido a palos y con el calzón como única vestimenta. Menos mal que en un momento de cordura había enterrado en un campo a las afueras de la villa la mitad de su dinero junto con su ropa maragata. Una vez recuperado de la paliza fue y lo desenterró junto el traje maragato. Con el dinero tuvo para comprarse una mula y un poco de quincallería. Se hizo a los caminos y fue trapicheando la mercancía por el sur, justo al contrario de su familia, de la que se escondía para que no lo conocieran, pues no se sentía contento con lo que había hecho.

Pasaron los años y con esfuerzo había ahorrado para cambiar la mula por un carro y una pareja de bueyes. Así se pudo dedicar al transporte de mercancías más pesadas: aceite desde Jaén y vino desde La Mancha, con destino a la corte.

Un aciago día del que había renegado desde la fecha, al salir de Jaén cargado con tinajas del mejor aceite que había y ya bien enfilado Despeñaperros, en una cuesta de la que no podía olvidase, había una maldita placa de hielo en la que resbalaron los bueyes y no pudieron sujetar el carro, aunque él reaccionó enseguida frenando el carro con la galga; pero fue demasiado tarde y se abalanzaron al vacío todas sus pertenencias juntó con él, que fue a quedar mal herido entre las tinajas rotas, todo embadurnado de ese preciado líquido que con tanto esmero llevaba para la Villa.

Allí permaneció hasta que tuvo la suerte o la desgracia de cruzarse un conde y su mayoral detrás de un ciervo herido. Aunque la suerte de los pobres no dura mucho.

Tenía una costilla rota, la pierna medio desecha, los bueyes muertos, el carro hecho añicos y el aceite se había filtrado en la tierra, toda su fortuna acabada. El conde lo cargó en la montura de su mayoral y lo llevaron al cortijo. Allí lo vendaron y cuidaron hasta que no le quedó más que una ligera cojera y una malformación en la espalda como una pequeña joroba.

Un día, cuando el conde regresó de la corte, lo hizo llamar. Era un hombre de una edad bastante avanzada, o eso le pareció a Ataulfo, que pensó que con la buena vida que se ha llevado así puede llegar a los noventa. Lo hizo pasar a una sala privada y ofreciéndole un licor le mandó sentarse en una silla cerca de su butacón de cuero. Allí le ofreció hacerse cargo de comprarle un carro y que escogiese una pareja de bueyes de su propiedad, pero a cambio le tenía que hacer unos trabajos especiales. Le habló de su hijo segundo, que era cardenal, y que, con la edad tan avanzada de su Santidad, tenía en mente proponerlo a Papa. Con la ayuda del rey de las Españas podría ser una realidad, además en su familia política había varios cardenales.

Los bueyes estaban cansados y aunque la luna reflejaba su plateada luz, cada vez era más difícil seguir caminando. Se apartó en un camino donde varias veces había parado para dormir, en un pequeño claro con jugosa hierba para los bóvidos. Soltó el yugo de la vara del carro y luego desuñó las bestias, que prontas se fueron a pacer.

Él se acomodó debajo del carro junto con la perra y sacando un mendrugo de pan negro lo metió en una tinaja de aceite, y lo sacó chorreando. Partió un trozo y se lo dio al can, que lo cogió en el vuelo y él se sentó en una manta y se puso a devorar el pan con el aceite.

Se quedó un rato dormido hasta que el sonido de una pandereta y la voz de una mujer lo despertaron. Con sumo cuidado se aproximó al lugar de donde salían los ruidos, justo al lado contrario de donde él tenía a los bueyes paciendo.

A la orilla de un riachuelo había acampado una familia de gitanos, habían encendido una hoguera en el medio y mientras las mujeres faenaban con la preparación de la cena, dos niñas de unos trece años bailaban al son de la pandereta y las palmas de un grupo de hombres. Una mujer mayor sentada en una banca cantaba.

Su mirada no se apartaba de las dos niñas y un escalofrió recorrió todo su ser, la voz del maldito conde le retumbaba en los oídos y le helaba el alma. Esta vez no había sido como las otras veces, el llevar un cordero no nato había sido su primer encargo, luego lo mismo con un cabrito, una camada de lobeznos le resultó muy fácil. La vez que le pidió un ternero nonato estuvo dando vueltas pues era demasiado fácil entrar en una cabaña familiar y llevarse el único sustento que tenían. Se lo pensó mejor y cerca de la villa había visto una dehesa con toros bravos y una vaca en gestación. Esperó apostado hasta ver el momento propicio para matar a la vaca y sacarle el ternero hábilmente, cerca estuvo de no contarlo pues a última hora apareció un semental y a punto estuvo de cornearlo.

La voz de la gitana se acalló, las niñas dejaron de bailar y todos juntos hicieron corro alrededor de un pote, de donde todos comían con ganas.

Estaban todos tan concentrados que no se habían dado cuenta que la luna ya no era redonda. Era como si alguien se hubiese comido un gran bocado. Poco a poco la negrura invadió al satélite hasta quedar un círculo rojo.

Los gitanos se guardaron todos en las carretas, sólo quedó el patriarca sentado con dos hombres vigilando. Las dos niñas salieron con una lamparilla y de una aceitera echaron un poco de aceite y poniéndole la mecha la prendieron con una brasa. El patriarca las regañó y ellas, bajando la cabeza, se adentraron en un carromato.

El maragato, al ver la luna de sangre, recordó las muchas habladurías que había oído en su infancia sobre las desgracias de esa noche tan especial en que el diablo anda suelto. Un escalofrío le heló el alma, pensó que ya no la tenía, pero aún estaba oculta en lo más profundo de su corazón sin saber él que estaba allí. Una gruesa lágrima le recorrió la mejilla. La perra, sintiendo la pena que le invadía, le dio un lametón en toda la cara. Él la miró y abrazó, recordando la suerte de sus hermanos, todos desollados para hacer los zapatos rojos del maldito cardenal hijo del conde. Ella se había salvado por que al ser tan negra y la noche no ser propicia no la había visto. A la mañana siguiente, la encontró rebujada entre los pies y no pudo resistir esa mirada inocente y asustada. La recogió y metiéndola entre el capote, le dio unas migas de su mendrugo de pan untado con aceite; desde aquella noche nunca se habían separado. Lo que en un principio fue una gruesa lágrima, dio lugar a un continuo sollozo que tardó mucho rato en calmarse.

Durmió abrazado al chucho y al despuntar el alba se levantó y echó una mirada al campamento de los gitanos: sólo estaban las dos niñas levantadas. Recordó el encargo del conde: “Dos o tres niñas aún vírgenes, para ofrecerlas en la fiesta que tendría lugar diez días después en la villa, en honor de los más altos personajes de la corte”.

Ataulfo estuvo mirando hacia ellas, pero en ese momento sintió a la perra acercarse a él. Fue como un revulsivo y sin más preámbulos cogió a los bueyes, los unció al carro y tomó el camino opuesto a la corte. Volvió sobre sus pasos y tomó la ruta de la Plata, que lo llevaba hacia su casa. Ya era hora de ver si su padre aún vivía y pedirle perdón. Si no era así, llorar en su tumba y acercarse a los suyos.