Ahí estaba otra vez a la sombra de aquel mar verde. Las ramas se agitaban por encima de su cabeza. El susurro de sus hojas y frutos encendían sus recuerdos y lo retrotraían a un tiempo pasado. Remoto.
Había ido hasta allí cada mañana durante los últimos veinte años. Él no era capaz de verlo del modo en que el tiempo dispone y el hombre acoge. Su perspectiva de las horas y los días, de los meses y años, era anormal y confusa, como relámpagos de consciencia en mitad de lagunas de incertidumbre. Lo negro no siempre era negro, pero había poca luz. Y esa claridad solamente se hacía posible al abrigo de su gran amor, de sus olivos de piel de madera viva.
En esos instantes en que el sol trataba de acuchillar el suelo colándose por cualquier resquicio, Damián se recolocaba la gorra, una de esas castizas que había comprado en el mercadillo de los jueves, y se enjugaba el sudor con la manga de la camisa. Miraba hacia los cielos desafiando al astro rey y luego sacaba la bota y rebuscaba en el zurrón. Acarició la piel de la bota, aquel cuero ajado por los años que era probable que albergara más recuerdos de los que él podía retener. Perteneció a su padre, pero él nunca se la legó: la encontró en un armario, olvidada, impregnando aquel rincón con ese aroma avinagrado.
El cuero del morral no estaba mucho mejor. Liso y desgastado allí donde rozaba el cuerpo, y áspero y agrietado en la parte exterior. Los cierres hacía tiempo que se habían estropeado. Como él. Él también hacía tiempo que ya no funcionaba igual de bien. «Es la vejez», se decía. Se mentía. Era mucho más.
Se echó un pedazo de pan reseco a la boca. Se cagó en la madre de Luis el panadero por haberle vendido aquel pan añejo como si fuera del día. El mendrugo llevaba casi una semana allí dentro antes de que Damián le hincara el diente. El canto de un gorrión le despistó. Oteó las ramas en su busca. Se quedó con la boca abierta, parado, sin masticar. Dudó del porqué y quizá del cómo y el qué. Era habitual. Que tuviera que repensar para qué servían los dientes. Acordarse de abrir y cerrar la mandíbula. A veces, incluso respirar requería de una llamada de atención de sus pulmones.
El pájaro salió volando y se posó en una rama más alta. El olivo no discriminaba. Aceptaba a todo aquel que quisiera amarlo.
Damián se dio cuenta de que tenía algo en la boca. Masticó despacio. No le supo tan mal, pero ya no se acordaba de lo mal que le supo antes. No hubo maldiciones para el panadero esta vez. Tragó y se olvidó del pan. Palpó la bota y se llevó una alegría al encontrarla entre las piernas, como un bebé en el regazo. Sonrió. Le brillaron los ojos como si estuviera mirando un millón de estrellas. Una sonrisa bobalicona producto de la emoción de aquel encuentro, aunque no supiera las razones.
Elevó la bota como en sus tiempos mozos de verbena. Su padre entonces guardaba la bota detrás del sillón, pero Damián sabía cómo robarle un trago de cuando en cuando. Dejó que el vino tibio le remojase el gaznate. Para aquello no hacía falta más memoria que la procedimental. «Era como montar en bicicleta», se habría dicho a sí mismo de estar en pleno uso de sus facultades.
En esas maneras sencillas estaba todo lo que había sido Damián. En esos gestos de apariencia banal perduraba la memoria que rehuía de él como una lagartija. «Quizá no fuera la peor manera de llegar a viejo», se decía a veces en esos momentos de lucidez extrema. En las pocas veces que eso sucedía. Muy pocas. Cada vez menos.
El amor que sentía por sus tierras, por aquel olivar, era profundo. Su mujer nunca había estado más celosa de él que cuando compraron esos terrenos y su marido se puso a laborar en ellos. Siempre fue un buen hombre, y apuesto. En el pueblo, las mozas le buscaban y le tiraban piedras a la ventana. Su madre las espantaba cuando aún era un crío y, luego, cuando se hizo hombre, fue ella, su mujer, la que se avino a ese juego. En cuanto se supo que Damián iba a pasar por la vicaría, las muchachas encontraron otro mozo al que rondar. Ese campo quedó tranquilo. Hasta que llegó aquel otro que prometía caldos dorados y oleosos, orujos amargos y fuertes, frutos remojados en salmuera.
Antes de enfermar, Damián salía de casa todas las mañanas y, salvando la distancia, que no era poca, se acercaba al olivar. El camino era largo, pero lo hacía con el corazón henchido. La vez en que su mujer le dijo que se diera un respiro, él fue parco y, quizá, un tanto brusco. Le dijo que no podía hacer eso, que no quería que se le fueran las cosquillas de la tripa. «Es como cuando nos veíamos a escondidas en el granero de tu padre para besuquearnos y regalarnos los oídos con zalamerías». Ella cerró la boca. No le hizo gracia, pero le dejó hacer. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, ya no quiso quitarle la idea. Veía en sus ojos la misma ilusión de esos años de enamorado. La tierra, el olivar, le daban la vida.
Ese día había ido, como casi siempre, caminando. Ya habían quedado atrás los días en que se acercaba con el tractor, erguido con orgullo en lo alto, sentado en aquel andrajoso asiento lleno de agujeros por el que se escapaba el relleno. Desde allá arriba, saludaba a los vecinos con los que se encontraba. Un toque de gorra y un grito para hacerse oír por encima del motor. «¿Dónde vas, con la que está cayendo?», «¿Vamos para las olivas, Damián?». Cómo le conocían. No era aquel un amor secreto que tuviera que esconder. Él asentía siempre. No se paraba a charlar. La bestia seguía hasta que llegaba a su destino y solo allí se apeaba.
Fuera a pie o a lomos de la máquina, no había un día que se saltara el ritual: miraba al cielo, se recolocaba la gorra, se agachaba, acariciaba el suelo con los dedos y apoyaba la palma para sentir el calor, el latido de aquel corazón nuclear a kilómetros de distancia. Luego cogía un puñado de tierra y se la llevaba a la nariz para aspirar su aroma. Se levantaba al tiempo que la lanzaba lejos y procedía con las hojas y el fruto. Se regocijaba con aquellos olores a vida. A veces se llevaba una aceituna a la boca para intuir en qué se transformarían sus hermanas. Cómo disfrutaba entonces.
Lo que más le gustaba a Damián era la época de recogida. Cuando venía toda la familia y pasaban la jornada vareando entre risas y chascarrillos. Los niños de aquí para allá, ayudando a su manera, cogiendo las olivas en el cesto de sus camisetas o metiéndoselas a puñados en los bolsillos para llevarlas hasta los capazos. Los mayores quemándose al sol, poniéndose al día sobre los asuntos del pueblo, discutiendo de fútbol o política. Las mujeres que, lejos de amedrentarse, ayudaban hasta el mediodía y luego se marchaban a preparar la comida. Eran buenos tiempos para Damián.
Le gustaba pensar en esos tiempos. Sin embargo, solo podía hacerlo en esos días en que ocurría el milagro. Eran jornadas de unidad y convivencia. Los niños ya no eran tan niños y los adultos, los que seguían vivos, ya no estaban para esos trotes. La espalda se resentía. Era un trabajo duro. Por mucho que albergara ese placer oculto, lo era. Y mucho. Los días de después nadie podía con su cuerpo. La tradición se había acabado hacía tiempo. Damián no era capaz de advertir cuánto. En ocasiones, se ponía a otear el horizonte esperando ver a toda la familia con las varas, los cestos y las mantas. No, el tiempo ya no funcionaba igual para él.
Echó otro trago y se levantó ayudándose del olivo. Cuando vio a los hombres a lo lejos, le vino a la cabeza una imagen de esos tiempos en familia. Un peso en el corazón le metió el miedo en el cuerpo y entonces se le mezclaron las ideas. No. Aquellos no eran jornaleros, sino ladrones. Venían a robarle sus olivas. No era la primera vez. Dejaban los olivares secos. Se llevaban sus olivas a la almazara y allí no preguntaban. Los hombres corrían hacia él. Damián se asustó. Eran fuertes y altos. Incluso a esa distancia podía ver que era así. Se miró y vio que no podría hacer nada contra ellos. Mejor era salir por piernas y volver con la Guardia Civil. Aún le quedaban energías para correr y corrió en dirección contraria.
Uno de los hombres gritó su nombre. Aquello le confundió aún más. Lo vio con el puño en alto, corriendo hacia él. Olvidó todo a los pies de su olivo. A los diez segundos, olvidó incluso por qué corría.
No tardaron en darle alcance. Una mano en el hombro lo detuvo. Un agarrón suave pero firme. El otro hombre se le puso delante con las manos extendidas hacia él. Damián lo miró con extrañeza. Esa cara le resultaba familiar.
–Tú eres el chico de la Manoli, ¿no?
–Pero, ¿dónde vas, abuelo? Si a poco no te encontramos. Que llevamos toda la mañana dando vueltas por el pueblo.
–No me robéis las olivas, ¿eh? Que yo os tengo «calaos» y os he visto la cara. Se lo voy a decir a tu madre, ¿eh?
Los hombres se miraron. Había desazón en esas miradas. Tomaron a Damián de los brazos y lo acompañaron. Se dejó hacer. Pararon junto al olivo y cogieron sus cosas. El anciano paseó sus ojos vacíos por entre aquellos olivos, buscando un asidero para su memoria. No lo encontró. A veces le podía la inercia del corazón y él, al igual que ahora, se dejaba llevar.
Aquellos hombres sabían lo que era pasar el día bajo los olivos vareando, doblando la espalda. Eran los niños que luego fueron hombres al abrigo de aquella tradición. Les dolía ver a Damián así, tan perdido, tan poco él. Recordaban los días de sol en que lo veían nacer y morir, las risas y las bromas de los adultos, los arroces y los días de matanza, las merendolas a base de pan con mantequilla y azúcar y los desayunos de porras y chocolate caliente. Damián les había inculcado aquel espíritu, aquel amor por la familia y la tradición, todo bajo la mirada atenta de los olivos, leales confidentes de los mayores secretos y también testigos de todas sus alegrías.
Los hijos de Damián recordaban con nostalgia aquellos días. Su padre no podía. Sus recuerdos se los había llevado esa marea oscura. Como si un fantasma se hubiera adentrado en su mente con una goma de borrar y hubiera empezado a eliminar indiscriminadamente todo lo que encontraba a su paso. Lo bueno. Lo malo. Lo mediocre. Lo banal. Todo. Sin rastro. Solo a veces, cuando la luz de la consciencia incidía sobre su mente con el ángulo correcto, se encendía esa chispa en sus ojos y podía volver a ser quien era. Un minuto. O dos. Entonces regresaba al vacío y se quedaba allí, varado en aquella sombría orilla.
Era un día de reunión. La familia al completo en torno a una mesa, como en los viejos tiempos. Damián, el gran patriarca, en su sitio de siempre, en el extremo, presidiendo la mesa. Su presencia era anodina. Como un mueble. No hablaba. No reía. Ni siquiera los miraba. Comía y bebía, la mayoría de las veces ayudado por alguna de sus hijas o su mujer. En ese día le sobrevino el último de sus momentos lúcidos. «Sus dos minutos de oro», recordarían luego todos. Los miró uno a uno, despidiéndose, y luego les habló.
–No quiero cementerios, que allí está todo muerto. Yo lo que quiero es que me enterréis allí, debajo de mi olivo. Pero me quemáis, que no quiero que me coman los gusanos. Me quemáis y echáis mis cenizas allí. No me clavéis estaca ni nada, que no quiero que me lloréis. Me ponéis un plantón y se acabó. Decídselo a Julio y arreglado.
Todos quedaron con la boca abierta. No supieron qué decir y, cuando quisieron intervenir, ya fue tarde. Su padre se había perdido otra vez en aquel abismo. No estaba allí. De no haber mencionado a Julio, el actual propietario del olivar, no lo habrían tomado tan en cuenta. No era un desvarío, sino su última voluntad.
Damián no dijo una palabra más en lo que le restaba de vida. Murió a la semana. En la cama. Con los ojos abiertos. Su mujer dijo que había visto en sus pupilas el reflejo de una hoja de olivo. O así lo había creído. Fue ella quien le cerró los ojos y le dio el último beso cuando aún su cuerpo estaba caliente y la vida no había terminado de escapársele del todo.
Hicieron lo que pidió. Agujerearon la tierra y la llenaron con sus cenizas. Ese mismo agujero les sirvió para colocar el olivo joven. Junto al olivo de Damián. Ese olivo crecería tanto como el que tenía al lado y sus troncos se acabarían uniendo, retorciéndose el uno en el otro.
Surgieron cuentos y leyendas en torno a aquellos árboles trenzados. Se decía que el alma de Damián vivía en ellos y que había sido tanto el amor por aquellas tierras que, todo lo que salía de ellas, traía buena fortuna. El aceite que nacía de sus frutos era el mejor de la zona; el orujo embriagaba sin maldad y las aceitunas que guardaban para conservas dejaban un regusto agradable que alegraba los corazones. Los enamorados acudían para prometerse sueños y regalarse versos entre besos, los hermanos paseaban bajo sus ramas cuando tenían que tocar un tema delicado, los empresarios y comerciantes cerraban tratos a su sombra.
Puede que Damián olvidara a todos aquellos a quienes amó y odió en vida, que desaparecieran de su cabeza todos los sueños e ilusiones perdidos y también aquellos que llegaron a cumplirse. Puede que olvidara el rostro de sus padres, de sus hermanos, sus hijos y su esposa. Sin embargo, su corazón mantuvo intacto lo que su cabeza no pudo y el amor que sintió por esas tierras, incluso después de muerto, siguió respirando a través de todos aquellos que se sentaban, como él hiciera tantas veces en vida, al abrigo de aquel mar verde, aquel campo de olivos.