El don de los ojos verdes

Josep Salvia Vidal

Mi abuelo tenía un don. Con sus ojos, era capaz de pronosticar una buena cosecha de aceitunas mucho antes de que los olivos se vistieran de flores, allá por el mes de mayo. Podía prever si sería un año de vecería o no, cuándo se produciría una cosecha menos productiva después de otra muy abundante. Tenía la facultad de saber lo que ocurriría en los olivares antes de tiempo, antes que nadie, antes que los propios árboles, antes que la propia naturaleza. Y eso venía muy bien para preparar la campaña de la recolección y no gastar más dinero de lo necesario sin poner en peligro la economía familiar más de lo debido. En el pueblo todos sabían de la gracia de mi abuelo y acudían a preguntarle qué pasaría igual que a un oráculo.
Se llamaba Pepe y tenía los ojos verdes como dos aceitunas y era esa mirada verdosa y densa igual que el aceite exprimido, la que se adentraba en el tiempo para penetrar dentro de un futuro no muy lejano, que acabaría mostrándose al cabo de unos pocos meses tal y como él había predicho. Lo que el oráculo decía se cumplía siempre. Era un profeta, un visionario, un adivino. El pelo canoso le daba aspecto de filósofo antiguo, de demiurgo.
–Mira los árboles… –decía mientras acariciaba sus ramas con delicadeza–. Están llenos y silban.
Se pasaba el día entero en el campo, trabajando, paseando, observando los olivos, estudiándolos, acumulando polvo en sus alpargatas viejas y sobre su ropa. Un polvo que luego mi abuela Carmela respiraba sobre la artesa del lavadero mientras canturreaba melodías antiguas. Era un hombre de campo, de la tierra, crecido en ella y enraizado en ella misma como un arbusto que, por mucho que lo balancee el viento, jamás se rompe. Muchas veces decía que él mismo era un olivo viejo de tronco retorcido y arrugado por el paso de los años.
A mí me gustaba ir con el abuelo, acompañarle al campo y pasar las tardes allí junto a él, a su sabiduría, a su maestría, a su poder sobrenatural, a su facultad de ver el futuro porque yo ya sabía del don que él poseía en aquella mirada verdosa de aceituna. Me llevaba cogido de la mano y mi mano de niño chico se perdía en la inmensidad de la suya, rodeada, envuelta, ceñida. Me sentía protegido. Levantaba la vista y lo veía a mi lado caminando despacio los dos, viejo y anciano pero robusto y fuerte al mismo tiempo. Tenía la sensación de que mi abuelo era una fuerza de la naturaleza. Como un ciclón. Como un huracán. Como una devastadora tormenta de verano.
De pequeño, los olivos casi centenarios, con sus troncos retorcidos en espirales grisáceas, me daban algo de miedo, sobre todo cuando el anochecer nos sorprendía de camino a casa. Imaginaba que de pronto no eran árboles sino bestias feroces que se abalanzaban sobre mí para devorarme. Él notaba mis temores y me apretaba la mano. Y entonces, con su voz arrugada y rasgada, empezaba a hablar:
–No tengas miedo –me decía mientras seguíamos caminando–, no deben asustarte las formas feas. De quien debes tener miedo es de los que son aparentemente perfectos por fuera. Esos no son de fiar.
Y en aquel momento yo no entendía absolutamente nada. Lo entendí mucho tiempo después.

Mi padre no supo predecir nunca nada, no heredó el don del abuelo. Tampoco su mirada verdosa. Mi padre tenía los ojos negros, lúgubres, oscuros como dos escarabajos huidizos que andaban buscando siempre un lugar donde esconderse. Mi padre no era un hombre de campo ni de la tierra y, aunque trabajó en ella toda su vida, siempre la sintió como algo completamente ajeno. Mi padre no miraba los olivos. No los entendía. No le gustaban. Los odiaba con todas sus fuerzas, pero a escondidas y en silencio. Mi padre hubiese querido para él mismo otro tipo de existencia, pero no tuvo elección y el destino lo arrojó a esa vida desde mucho antes de que él tuviera uso de razón. Era el único hijo varón de los vástagos que nacieron de los cinco embarazos que tuvo la abuela Carmela, el único hombre que seguiría con el trabajo de la agricultura en los olivares que eran de nuestra propiedad y rodeaban aquella enorme casa en la que vivíamos todos juntos, situada a las afueras del pueblo, un eslabón más de la cadena de los Josés que existen en mi familia, algo tan antiguo que nadie recuerda ya cuándo empezó ni quién fue el primero que se llamó así. Mi padre heredó nombre y profesión como una condena.
Durante muchos años sintió que vivía una vida que no era suya, que no le pertenecía, que no la merecía. Su verdadera vocación era la docencia, le habría gustado ser maestro de escuela. No pudo ser. No pudo hacerlo. No hubo opción. La realidad escondió esa alternativa y le dio la forma retorcida del tronco de un olivo. La vida borró ese camino y lo cubrió de imposibles. El futuro no contempló esa posibilidad. El destino no quiso inmortalizarlo delante de una clase repleta de niños pecosos y niñas con coletas. Se dedicó a la agricultura y consagró su vida a los olivares, pero trabajó siempre con desgana, odiando su profesión maldita y heredada, aborreciendo a la tierra polvorienta de los campos y a todo en lo que en ella crecía. Por obligación. A la fuerza. Lo hizo porque había que hacerlo. Porque la realidad sólo era una y no se podía cambiar sin provocar un cisma familiar y el derrumbe del mundo. Sin ganas. Sin ambición. Sin la mirada intuitiva del abuelo. Sin el don de los ojos verdes, cosa que le impidió poder preparar correctamente las cosechas sin gastar más de la cuenta y a punto estuvimos de arruinarnos un par de veces. No le culpamos. No se lo reprochamos nunca, porque deambulaba por el mundo con la zozobra de vivir una vida prestada.
Entretanto, se casó con mi madre, Manuela, tuvo tres hijos, enterró a su padre, lloró a su madre y esperó con resignación a que llegara la ansiada jubilación para cambiarlo todo, para dejar definitivamente el campo, para empezar a vivir una vida que entonces sí fue suya del todo.
Ocurrió un día soleado de principios del mes de abril, unos pocos meses antes de que mi padre se jubilara y pudiera volar, libre como un pájaro, lejos de los olivares. La primavera había estallado salpicando de flores las tierras renacidas. El sol brillaba poderoso en medio de un cielo diáfano y limpio de nubes, bajo el cual se recortaba la silueta de los tejados del pueblo como en una postal. Trabajábamos los dos en el campo, cuidando los árboles. A mí siempre me ha gustado mi trabajo, dedicarme a los olivares fue una decisión mía, la opción que yo elegí libremente. Soy un hombre de campo, de la tierra, nacido de ella y a ella volveré como un hijo pródigo, perdido cuando me muera para que mi carne se pudra en su seno. Me parezco mucho a mi padre y sin embargo somos tan distintos. Yo sí miro los olivos, los entiendo, los cuido, los quiero como si fuesen parte de mi familia. Y tengo los ojos verdes, la mirada verdosa y densa igual que el aceite recién exprimido. La herencia más valiosa que mi abuelo me dejó, aparte de mi profesión y mi nombre.
Aquel día, de pronto, me acerqué a un olivar y miré a mi padre muy fijamente. Él me miró a mí de la misma manera. Yo sabía lo que estaba a punto de ocurrir y creo que él también:
–Este año habrá buena cosecha de aceitunas… –vaticiné–. Mira los árboles –dije mientras acariciaba una de sus ramas–, están llenos y silban.
Y mientras decía esto, mientras cada una de las palabras que pronunciaba resonaba entre la cavidad de mi garganta, no me escuché a mí mismo hablando, sino la voz rasgada y arrugada de mi abuelo que hablaba a través de mí, reencarnado, resucitado, renacido después de tantos años. Mi padre tampoco escuchó a su hijo mayor, sino a su propio padre haciendo algo que él nunca fue capaz de hacer. Se emocionó. Una lágrima sincera, redonda y salada bajó por su mejilla derecha. Sonrió. Y sus labios dibujaron una sonrisa henchida de orgullo. Los míos también. El don de los ojos verdes que él no poseía se manifestaba ahora en mí. Yo hacía tiempo que sabía que lo tenía, lo sentía, lo notaba, pero hasta ese momento me lo había callado guardándolo como un secreto inconfesable. Tal vez por miedo. Quizá por vergüenza. A lo mejor por prudencia. Quizá por respeto a mi padre, que no lo tenía.
Ese día, el día que decidí manifestar la posesión de ese don heredado, regresamos a casa en silencio bajo un cielo rojizo, anaranjado, encendido en la hoguera diaria del ocaso. Si supiera pintar, dibujaría los colores hechizantes del atardecer en los cielos del pueblo. Empezó a caer la noche y los olivares se volvieron oscuros perdiendo su luz hasta la mañana siguiente. Ninguno de los dos dijo nada. No hizo falta. En nuestros rostros seguíamos conservando las sonrisas esbozadas desde hacía un rato. Nos dejamos llevar por el vaivén de la quietud. A veces los silencios puros son más elocuentes que las palabras.