El florecimiento de mi niñez

Daniel Atienza López

Se suceden los días y una parte de mí continúa allí, junto al calor de una lumbre. La dulce sensación de notar la cara enrojecida por el ardor del fuego. Olor a humo para desprenderse del rocío de primeros de diciembre en Jaén. A mis cinco años iba cada día a la cooperativa donde trabajaba mi padre para entretenerme: me subía a los olivos, a los tractores que iban repletos de aceitunas y también a los camiones. A veces, sin remedio, mi mente evoca con sumo detalle la mayoría de los entresijos de aquel lugar. En 1960 (antes y después, incluso) el aceite de oliva daba de comer a la gran mayoría de vecinos de esa pequeña localidad, Lopera. Tanto es así, que esa sustancia líquida y dorada sirvió de sustento a gran parte de mi familia durante bastante tiempo.

Por aquellos entonces, no había apenas leyes para el bienestar del trabajador por lo que tanto los vareadores como los recolectores se dejaban el alma cada mañana. Arrodillados en la tierra, donde la humedad de los terrenos se filtraba hasta el tuétano. El esfuerzo era titánico, pero no se percibía así. Se cantaban canciones populares, se bromeaba; alguna vez me propusieron subir al olivo y dar el sermón jocoso, pero yo trepaba el árbol para permanecer en silencio allá arriba. Las cuadrillas avanzaban al unísono sobre los fardos de tela. A veces, todavía recuerdo el sonido característico que se generaba al golpear las ramas con la vara. Era como una melodía natural, que generaba cierto eco sobre las lomas y las llanuras del olivar, una demostración que ascendía por el aire, propagada por el viento, que decía ‘a sudar el jornal’.

Las candelas rodeadas con piedras para poder calentarse las manos del invierno y protegerse de la intemperie. El mar verde visto en perspectiva se convierte en una patria, una vía de escape, un modo de supervivencia; casi como el Alborán para los inmigrantes, el Atlántico para los surfistas o el Cantábrico para los pescadores.

Apuesto y no me equivoco, a que la mayoría de aquellos trabajadores recordaron con nostalgia esa etapa de sus vidas. Sobre todo, el remate. Momento en el que al concluir la jornada cada cual llevaba comida para disfrutarla en el campo. Dónde mejor si es la extensión que rodea a Lopera a día de hoy. A la sombra de un olivo los alimentos parecían saber mejor. El vino con Casera, la tortilla de patatas, el cachurro (un trozo de pan agujereado por el medio, relleno de bacalao, tomate natural y aceite de oliva), tocino o sardinas arengas eran buenos alicientes para concluir el día e irse satisfecho a casa para que, al alba siguiente, comiencen las tareas desde el principio.

Por supuesto que había malos momentos. Eran mayoría. Como cuando señalaban las aceitunas pendientes por recoger de un modo altivo o cuando tocaba hacer la limpia de la hojarasca cuando previamente, la noche anterior, había hecho mucho viento. Además, convenía estar atento por si alguien se caía dentro de las cisternas de aceite (algo más frecuente de lo que se podía llegar a pensar) ya que estaban a ras de suelo. Esta sustancia es muy densa, por lo que imagínense la rapidez con la que un hombre podía hundirse. Entonces una mano diligente, motivada por el coraje y la camaradería, extendía un palo para auxiliar al perjudicado. Una de esas veces fue mi padre quien solventó rápidamente la delicada situación. Hubo suerte. Simplemente pasó por allí y resolvió el percance con precisión. Desde entonces se convirtió para mí en un héroe de andar por casa. Hasta en los momentos más complicados suele haber esperanza.

En aquellos terrenos, cuando la fuerza te abandonaba escurriéndose de entre las manos, eran la voluntad y el hambre los que tiraban de uno.

Bajo el sol y sobre la tierra los hombres y mujeres ven cómo sus pieles envejecen antes de tiempo en una broma macabra. Como si los surcos del terreno contagiaran de arrugas los rostros de los campesinos exprimiéndoles la vitalidad. Pero nada es lo suficientemente malo o doloroso cuando hay bocas detrás por saciar.

También recuerdo el característico olor a alpechín que se adueñaba del ambiente como una niebla invisible. Y si llovía, no se podía trabajar porque el terreno se embarraba y convertía en imposible cualquier labor. El destino, siempre caprichoso, regalaba a los implicados un merecido descanso. Allí se le llamaba el día de las tres ‘bes’: bota de vino, brasero y baraja de cartas. Uno no es pobre cuando no sabe leer ni escribir. La pobreza se adueña de cualquiera cuando no quedan fuerzas para echarse al campo, cuando el dolor te dobla, cuando no quede nadie a quien contarle lo que se cobraba en especies por simple justicia.

¿Qué queda hoy de aquello? Algunas tradiciones se han ido perdiendo con el paso de los días. Pero, en la actualidad, la cooperativa sigue estando abierta y otras generaciones han venido detrás, esperando a que el florecimiento del olivo les siga resultando igual de beneficioso y necesario. La aceituna es tan importante que la almazara más grande del mundo se encuentra en otro municipio de Jaén, en Villacarillo. Además, la tecnología se ha solapado a este tipo de trabajo. Ahora se lleva a cabo el soplao, una técnica con las herramientas precisas que recogen en el proceso final hasta diez kilos más de cosecha, que, de otro modo, se habrían perdido.

Por circunstancias, que no vienen al caso, tuve que regresar a Lopera, volver a mi pasado. Anduve sobre su adoquinado solitario en octubre, vi la plaza del pueblo con el reloj sempiterno donde sus agujas, además de marcar el tiempo, compiten con el bar de la plaza sin saber quién estuvo allí primero. Un establecimiento situado en la misma calle que conduce al castillo de la localidad. Más tarde, casi sin querer, acabé frente al poema de Miguel Hernández Aceituneros inmortalizado en un mural de azulejos situado en un recoveco, muy próximo a la fábrica de vino, que también permanece operativa en la actualidad. Cuando era niña lo leía sin entender, pero ahora la realidad se presentaba ante mí con un vacío en el estómago, un nudo en la garganta, una emoción incontrolable desde los lagrimales. Toda una vida contenida entre los espacios en blanco de aquellos versos.

Me sorprendí al tomar la decisión de volver al núcleo desde donde comienzan algunos de mis mejores recuerdos. Un lugar sagrado que, a veces, se me recreaba en sueños. Entré por la puerta y contemplé las instalaciones con la excusa de comprar unas cuantas garrafas. Todo se me hizo extraño y aséptico. Imagino que existe mucha distorsión entre la visión desde la infancia frente a la edad adulta. Allí estaba, de nuevo, solo que esta vez no tenía acceso a las cisternas donde los empleados espumaban el aceite, ni a donde se comprobaba en probetas la calidad de ese producto, ni donde los tres rulos trituraban la cosecha, ni a la sala de las calderas. Hasta el olor parecía haberse mitigado, camuflado tal vez. La visita se empezaba a convertir en una actividad incómoda, inhóspita, repleta de sentimientos encontrados. Compré las garrafas. Fui educada con la recepcionista que me atendió. Al salir de allí me fijé en unos fardos que había colocados en una esquina, perfectamente doblados, pero me llamó la atención que ya no eran de tela, parecían de un material sintético, como de rafia. Miré por última vez todo aquello. Al fin y al cabo, no iba a volver jamás. Deseé que, de ahora en adelante, mi imaginación me transportara allí tal y como lo recordaba, no como lo había visto en ese momento. La niñez se abría camino en las noches más insospechadas, siempre acontece. Allí dejé la tranquilidad antes de la llegada de otro diciembre. Fecha en la que el engranaje vuelve a ponerse en marcha cada temporada. El campo se recubre de trabajadores en una simbiosis ancestral: dolor y sacrificio en unos, ganancia y productividad en otros. La ley de la vida se instaura una y otra vez. Las familias se suceden, pero el olivo bien podría ser antediluviano. Soporta la diversidad de las estaciones a través de su madera retorcida, arraigados gracias a la raigambre de sus raíces colosales, capaces de sustentar y nutrir la imagen de toda una comunidad autónoma.

Finalmente, me subí al vehículo para deshacer las tres horas y media de viaje. Mientras tanto, miré por la ventanilla las hileras verdes que peinaban la tierra ocre. Una pregunta me envolvió el pensamiento como la vez que partí de niña: ¿Será la definitiva? Miré por el retrovisor e imaginé a mi padre, a lo lejos, alzando la mano levemente para despedirse. La camisa blanca abierta por el pecho, los pantalones grises cogidos fuertemente a la cintura, el cigarrillo bailoteando entre los labios. Allí se quedó parte del hombre que me vio nacer, junto al resto de la cuadrilla con la que trabajó codo con codo. No eran personas normales, en absoluto. Tan solo era gente capaz de conquistar el horizonte.