El olivar

Séfora

Estoy inquieta, no puedo conciliar el sueño, no sé qué hacer. Se ha metido la sierpe alada de mi inseguridad en mi interior sin saber qué hacer. Todo mi mundo se desmorona ante mí. Tengo una vida tranquila con mi trabajo de Diseñadora de Alta Costura. Vivo en un apartamento de lujo en el centro de París. Doy largos paseos a las orillas del Sena cuando tengo que pensar acerca de los modelos que mi jefa me pide. Recorro la sala del Louvre para meterme en el interior de la obra de arte, inspirándome en ellas para obtener los mejores resultados en los modelos que en la pasarela lucirán las chicas, siendo un éxito cada temporada.

Me gusta madrugar, llenar mis pulmones de aire. En el Café de la esquina de mi casa, un humeante café con un croissant crujiente recién horneado.

Sigo estando soltera. No ha llegado el hombre a mi vida que corte mis alas, quiero seguir volando alto. No pienso dejarme atrapar, no quiero que me metan en una jaula de oro. Me gusta la libertad, levantarme cada mañana sintiendo que mi vida me pertenece. No me gustan las ataduras sintiéndome parte de otra vida, otro caminar, viéndome envuelta en un círculo cerrado. Me gusta el estado en el que me encuentro, sentirme rodeada de gente y, a veces, me gusta la soledad, el encontrarme conmigo misma.

Ahora, lo que me quita el sueño es la carta que he recibido esta semana. Me habla de una herencia de distancia, de unos olivares, de otro país. No estoy preparada para esto, tengo que pensar. Tengo dos días para decidirme, de lo contrario, los olivos y el cortijo pasarían a formar parte de unas terceras personas. En ella cita a unos caseros del cortijo y de su hijo Juan, que será el que se quede con todo lo contenido en el Testamento: el cortijo, los olivos y dinero que mi abuelo tenía en el Banco.

No sé qué hacer, estoy perdida, no puedo pensar con claridad, me pesan los ojos, estoy muy cansada y tengo mucho sueño. Mañana decidiré lo que hacer. Me encuentro atrapada en un sueño del que no puedo salir, me falta el aíre, grito y nadie me escucha. Me ha afectado demasiado la notificación de la herencia. Todo el sueño va en torno a los olivos, otro país, otras costumbres, otro cielo, una lengua diferente, otra gastronomía. No puedo salir de mi pesadilla. Estoy empapada en sudor. Unos tímidos hilillos de luz se han metido en mi habitación a través de los cristales límpidos.

Me he despertado nerviosa, tengo calor y a la vez, frío, me siento pegajosa. Me voy a meter en la ducha. Quiero que caiga el agua sobre mi cuerpo. Prefiero que sea templada, es una sensación muy agradable. Desayuné como de costumbre, en el Café de la esquina. El café humeante me espabiló. Paseé largamente por la orilla del Sena. Estaba cansada, me senté en un banco de madera, tenía que pensar. El aire soplaba con fuerza, lo sentía sobre mi cara, todo lo revolvía, cayendo las hojas secas a mi paso. Decididamente estaba dispuesta a coger un vuelo rumbo a España. Hice el equipaje y compré el billete por Internet.

En todo el día no probé bocado alguno, tampoco pude dormir. Debía de levantarme temprano para llegar hasta el aeropuerto donde mi destino me llevaría a un país del que recuerdo una ciudad en concreto, Jaén, donde su gente es bondadosa. Recuerdo sus Iglesias, sus fuentes de agua cristalina. Lo que tengo en el paladar y en el olfato, aunque era sólo una niña, tenía 9 años cuando dejé de visitar a mi abuelo en el verano. Es ese olor inconfundible a aceite de oliva, recordando su textura y su sabor en el pan que amasaba mi abuela poniéndolo en la mesa, desayunando una tostada empapada en aceite. Era exquisito, todo lo que hacía mi abuela le ponía aceite de oliva: dulces, fritos…Tenía un sabor especial. No tiene nada que ver con la mantequilla u otro tipo de aceite. Decir aceite de oliva es hablar de salud, placer. Estoy deseando probar el aceite, visitar la Almazara. Mi abuelo me cogía la mano, me enseñaba los olivos cuando empezaban a brotar las diminutas aceitunas, cómo iban engordando y luego, tiempo al tiempo con cuidados, agua y estiércol y mucho amor, quitándole las malas hierbas. Era la hora de varearlos poniendo en el suelo grandes faldos. Era todo un acontecimiento. Eran muchos los brazos que ayudaban a mi abuelo a recoger la aceituna. Después, las llevaba en el remolque del tractor hasta la Almazara. Las aceitunas iban pasando por diferentes procesos hasta obtener el dorado y oloroso aceite que mi abuela ponía a la mesa del que se servían los comensales. Era lo que se podría decir, un auténtico sistema de trazabilidad: “del campo a la mesa”.

En el cortijo había cientos de olivos. Esta tierra de Jaén es toda una bendición para los olivos. Se sienten en su propia casa formando parte de la tierra. Son agradecidos porque dan buenos frutos. Sólo hay que mimarlos, cuidarlos porque tienen vida propia.

El avión aterrizó en el aeropuerto de Barajas. Madrid es una ciudad que siempre quise visitar, pero lamentablemente el tiempo corría, así que me quedé con mal sabor de boca porque quería visitar tantos lugares mágicos de esta bella ciudad como el Museo Nacional del Prado, la Plaza Mayor, el Palacio Real o el Parque de El Retiro y, después, todo lo que mis pies aguantaran. No obstante, no descarto volver a Madrid y recrearme de tanta belleza que guarda como una novia celosa la capital de España.

Cogí un autobús que me llevaría directamente hasta Jaén. Me sentía intranquila. No conocía a nadie. Mi abuelo era la única familia que me quedaba y ahora se había ido a un viaje sin retorno, así como mis padres que murieron cuando contaba con sólo 18 años. Fue un trágico accidente de avión. Murieron todos los pasajeros, incluidos mis padres. Lloré tanto su pérdida que ya no me quedan lágrimas. Siempre están en mi mente, aún ahora que persigo un sueño porque para mí es un sueño volver a España, en concreto, a Jaén donde pasé parte de mi niñez. Tenía buenos amigos a los que ahora quisiera ver.

El autobús paró en seco. Estando ya en la Estación de Jaén, cuál fue mi sorpresa cuando un joven de más o menos de mi edad, bien curtido por el sol, de ojos negros como la oscuridad de la noche, alto y atlético. Me impresionó al verlo. Me recordó a un niño que, desde su habitación, tras los cristales me observaba. Era Juan, el hijo de los caseros. No soy mala fisonomista pues se trataba del mismo niño que recordaba y que ahora se había convertido en todo un hombre. Supuse que estaría casado pues ¿quién dejaría pasar a un partido como él? Pero estaba en un error. Juan permanecía soltero. Más tarde supe que se enamoró del recuerdo de una niña que en su mente se hacía mayor. Era su amor platónico, su secreto más íntimo. Yo era esa niña de la que Juan se enamoró. Aquel muchacho cogió mi equipaje y lo metió en el maletero de su coche conduciéndome hasta el cortijo. Era poco hablador. Más tarde supe que era tímido, le imponía tanto que el “pobrecito” no podía emitir ni una sola palabra. En estos tiempos en los que nos ha tocado vivir es algo extraño su extremada timidez y la forma que tenía de mirarme, apenas me rozaba cuando me ayudaba a bajarme del coche. Se podría decir que era un romántico empedernido de la época del gran poeta W. Shakespeare. Los caseros me recibieron con cariño. Tenían la mesa puesta y como no, ese aceite que me recordaba su sabor, su olor y que estaba atrapado en mi recuerdo y ahora estaba saboreando su deliciosa textura, recreándome en su auténtico sabor. Pedí que me dieran un plato vacío en el que vaciar un buen “chorreón” de aceite mojando pan en él, una hogaza recién horneada. Era exquisito su sabor. No recuerdo haber comido tanto, cuanto más comía, más hambre tenía. No pude probar la fruta, estaba llena. Me disculpé, estaba cansada. Lo que quería era irme a la cama. Mi habitación era muy espaciosa, entraba mucha luz a través de un gran ventanal donde se podía ver los olivos, todos en fila como un gran ejército perfectamente ordenado, dispuesto para ir a la batalla. Mi cama era enorme, de 1,50 cm, las sábanas eran blancas, olían a limpio y la colcha había sido trabajada con la aguja, hecha a mano. Era de crochet, pieza a pieza, era muy laboriosa y de gran belleza.

En el centro de la habitación había una gran chimenea que caldeaba el ambiente. Sentía tanta paz en aquel lugar, tanto silencio, había tanta luz, que me enamoré del entorno, de aquel lugar que permanecía intacto en mi memoria. Me despertó el canto del gallo, no había despertador. Instintivamente me levanté de la cama, me duché. Había un cuarto de baño al lado de mi habitación, estaba limpio, sus toallas olían a lavanda, todo olía tan bien… Me vestí y bajé las escaleras hasta llegar al comedor. Estaba vacío. Entré en la cocina y pregunté a Matilde, la madre de Juan, que dónde estaban todos. Me respondió que estaban en el olivar, cada uno con su tarea. Me sirvió el desayuno, otra vez aceite y pan recién hecho. Estaba delicioso.

Quería verlo todo. Hundí mis pies en la tierra esponjosa, estaba recién arada, los olivos estaban cargados de aceitunas. El aire movía sus ramas, reflejando su sombra en la pared blanca del cortijo. Aquello era enorme, andaba y andaba, pero nunca se acababa. Había cientos de olivos, Estaba tan cansada que me senté en el suelo. Sentí frío, se acercó Juan y se quitó la chaqueta y me la echó sobre mis hombros. Luego se me quedó mirando con esa mirada hipnotizadora que tenía. Le pregunté por el olivar. Había buenas ganancias, todo marchaba bien. El año había sido gratificante. Los olivos dieron buenos frutos y se cogieron arrobas de aceite. Ya en la casa me enseñó el libro de cuentas, las ganancias y gastos. Todo estaba bien, era un buen encargado.

Rozó mi mano, noté como se enrojecían sus mejillas. No sé cómo lo besé y fui correspondida. Me habló de sus sentimientos contenidos, de lo que sentía por mí y ahora sentía yo lo mismo que él.

En poco tiempo me enamoré de aquel lugar y de Juan, nos hicimos pronto novios y a los dos meses nos prometimos y acto seguido, nos casamos. Nunca más pensé en París, en mis paseos por el Sena, en mis diseños, en el Café de la esquina, muy cerquita de mi apartamento. Cada mañana disfrutaba de un café humeante acompañado de un delicioso croissant. Ahora, por primera vez, era feliz, había conseguido el amor que nunca pensé que encontraría y en mi interior nacía una vida. Los olivos serían testigos del nacimiento de mi primogénito. Juan plantó un olivo el día del nacimiento de mi primer hijo Antonio, en honor a mi abuelo. Sé que, desde el cielo, mis abuelos y mis padres están de fiesta porque miro hacia él e intento ver más allá de su fondo. En el interior de las nubes se dibuja el contorno de unos olivos con unas ramas cargadas de aceitunas. No sé si es mi imaginación, pero creo verlo y sé que ellos se alegran por el nacimiento de mi hijito. Es igual a su padre, tan pequeñito, tan indefenso. Me siento la mujer más afortunada del mundo. Tengo todo lo que quiero, amor y donde clavar mi mirada, en el verde olivar. Me relaja mirar al fondo y verlo siempre en hilera recta. Hoy viene el viento de poniente meciendo las ramas al tiempo de que mi hijo cumple un año. Desde mi ventana veo mi vida reflejada en esos olivos que son nuestra vida. El duro trabajo nos une aún más. Siempre hay aceite en el centro de la mesa y una hogaza de pan recién horneada.

Después de dos años me ha llamado mi jefa desde la ciudad del amor, París. Uno de mis modelos ha ganado un Premio. Además del reconocimiento de mi trabajo, en metálico supone una gran suma de dinero. Por unos días tengo que separarme de mi familia y del olivar. El viaje no se me ha hecho demasiado pesado pues tengo en el recuerdo la vida que me ha sonreído, un niño precioso y un amor de cuento. Es mi príncipe, el dueño de mi vida, sin él no sería nada, me derrumbaría, forma parte de mí, así como el olivar. Su verde fruto y ese aceite es el que me trajo hasta Jaén, la tierra del olivo.

De nuevo estoy en París y cómo no, mi primera visita es al Café que está cerca de mi apartamento que aún conservo, pero en lugar de un croissant pedí una tostada y aceite en abundancia, directamente importado desde mi tierra. Así, seguiría el olor del aceite en mí.

El acto de los Premios fue muy emotivo. Mi jefa insistía en que me quedara con mi antiguo empleo, además de un ascenso que siempre deseé tener. Ahora lo veo todo de otra manera, tengo todo lo que quiero en España, más en concreto, en mi Andalucía natal, algo que no cambio por nada.

Al salir de mi oficina, me tropecé con Marcos, un antiguo compañero de trabajo, diseñador como yo. Noté como me miraba, algo que antes no había percibido. Me invitó a comer y charlamos largamente, le conté como había cambiado mi vida de la noche a la mañana. Él me confesó que siempre había estado enamorado de mí. Insistió en que me quedara en París. El Premio que me otorgaron era todo lo que yo siempre soñé, pero mi sueño estaba ahora en otro lugar.

Volé rumbo a España con el buen sabor de boca del Premio que mi propia jefa me había entregado pero mi mayor premio lo tenía en un lugar de ensueño. A ese premio nunca renunciaría, al premio de la vida, de la lucha, del trabajo, de las cosas bien hechas, del amor. Así definiría mi vida. Mi vida era amor, amor a mi marido, a mi hijo, a la gente que me rodeaba, a los olivos. AMOR.