El Olivo

Lake

Aún recuerdo el olivo de tronco gris en el que mi abuela me decía, rompiendo su silencio habitual, que estudiase, que no dependiese de los hombres, que me hiciese fuerte como aquel árbol, que echara raíces en la tierra y me agarrase a ella para poder dar frutos, olivas o niños, o cuadros, lo que más me gustase, pero que fuese libre como los árboles. Mi abuela, con semblante serio, mientras me acariciaba el flequillo me instruía, me quería fuerte e independiente, siempre valiente ante las circunstancias. Me abrazaba y me susurraba esas frases que he llevado conmigo. Ahora soy médico y aunque ella ya no esté sigo mirando las hojas diminutas del olivo con aprecio, de alguna manera seguí sus consejos.

Pero me resbalaban los recuerdos por las paredes de la antigua casona, encerrados en la cocina, escapando por las rendijas de la ventana que ya no cerraba bien, huyendo por los cuadros de paisajes ocres, fluyendo por el cuarto de los juegos donde nos refugiábamos los primos de los mayores. Sentados en la mecedora donde la abuela leía, muy seria, aunque de vez en cuando nos daba un caramelo y guiñaba un ojo. Se escabullían en el salón donde comíamos con los tíos, y dábamos a escondidas los filetes, que se hacían bola, al gato, por debajo de la mesa. Mi abuela nunca quiso perros. Años de experiencias y recuerdos que ahora se irían con la venta de la casa y se llevarían también el olivar y el columpio a otras manos, el olivo grande donde ella me susurraba. Pero somos siete nietos y la finca, antes de mis dos tías y mi padre, ya no era viable entre tantos sobrinos.

Había que vender, aunque doliese el verde de las hojas, aunque crujieran los troncos y gritasen los búhos escondidos en la chimenea. La casa familiar, esa que me acogió los veranos desde que era niña, donde vivía la abuela, rígida pero amable, gruñona pero cariñosa, que te pasaba la propina a escondidas y te reñía si te quedabas jugando hasta tarde en el olivar. Las diez le parecía una hora imposible para los pequeños.

Allí nos reuníamos con mis tías y mi padre, loco por la biología y los tipos de plantas, Rosa, enamorada de los animales, y Marisa, amante de las letras, como la abuela, junto a los siete sobrinos.

Volví a recordar, y el cartel de “Se vende” se me clavó en el pecho como una daga, pero no vender serían discusiones y rencillas entre primos. La abuela ya no estaba, se había ido olvidándose hasta de sus poesías preferidas, aunque si le dabas pie aún te recitaba el poema entero, pero ya no se acordaba del autor ni del nombre de sus hijos. Los poemas le salían como hilos enzarzados en la lengua, para romper el silencio con algo valioso, como decía ella, solo para lo necesario. Ese silencio que yo ahora valoro y reclamo.

Y así estuve paseando por el olivar, viendo las distintas texturas de los troncos, memorizando cada rama, cada estría, cada hoja, cada muro o pared, cada rincón; para llevármelo conmigo y guardarlo en la memoria, hice fotos para el recuerdo.

En mi último paseo me acerqué al gran olivo; mi perro Tor llevaba un hueso y quiso ir a enterrarlo, el mágico que más olivas daba, aquel que está en una esquina alejada de la casa, donde mi abuela me susurraba. Escarbó y escarbó y apareció llevando en la boca una tibia. Entonces yo, viendo el hallazgo, pensé que quizás fuesen los huesos de algún desgraciado al que mi abuelo, que era de los nacionales, le hubiese pegado el tiro de gracia antes de irse a Argentina. Me puse a escarbar, estaban todos sus huesos. Azorada llamé a mi padre y le pregunté, él no supo darme respuesta. Llamé a mis tíos e igual. De modo que lo llevé a analizar, conocía un laboratorio donde hacían análisis de ADN, hacía poco que me había hecho yo uno para ver si tenía alguna enfermedad familiar. Lo llevé y lo analizaron. Cuál fue mi sorpresa cuando me dijeron que coincidía con mi ADN. Y entonces pensé en mi abuelo, el que se había ido a Argentina cuando mi padre aún era un niño de tres años y nunca volvió, ni dio señales de vida. Y se me atravesó un trozo de madera en la garganta del tamaño de una raíz centenaria, mi abuela, su marido, ¿Qué habría ocurrido? ¿Era mi abuela una asesina? ¿Quién habría podido matarle?

Empecé a investigar, a escondidas de mi familia, en el pueblo, sobre mi abuelo el señor Arturo, por las tardes, cuando salía del hospital. Me costó dar con los más ancianos, vivían encerrados en sus casas y apenas salían, un poco a la plaza, al sol, acompañados de sus cuidadores, sus hijas las más de las veces.

El señor Hipólito, el panadero jubilado, arrugado como un tronco, después de toser y ronronear, salirse por peteneras y llamarme guapa, me contó que había aterrorizado a medio pueblo tras la guerra diciendo que los iba a llevar al paredón y que se había quedado con las tierras de más de uno, y que desapareció de la noche a la mañana. Todos se alegraron cuando se fue a Argentina, y aún más cuando no volvió. Decía que mi abuela era distinta, ella nunca se metió con nadie y pese a que era muy seria, había sido la maestra de la escuela tras el viaje a Argentina de mi abuelo. Que todos la querían, a pesar de su rigidez y sus pocas palabras.

Pregunté a los mayores, a aquellos que podían recordar y se me fue haciendo una imagen de mi abuelo en color. Una imagen de orgullo y rencores, de humillaciones y desprecio.

Mi padre narró que apenas tenía recuerdos del Señor Arturo, que era muy extrovertido y que le levantaba por los aires llamándole primogénito, pero que poco más recordaba, tenía tres años cuando se marchó.

La señora Eusebia, la mujer del farmacéutico que tenía noventa años, bastón y voz agrietada como su cara, me contó que mi abuela había tenido otro novio, un rojo que huyó a Francia, pero como era muy guapa la casaron con don Arturo cuando acabó la guerra, del bando de los nacionales, alguien con peso en el pueblo. Y que al final de la guerra se enriqueció aún más.

La venta era inminente, de modo que había que vaciar la casona. Con el estómago tumultuoso y alguna lágrima, empezamos mis tíos y mis primos a repartirnos las cosas. Fue un momento duro, todos queríamos el plato donde ponía la fruta, el arcón de la ropa, la mecedora que había que reparar. Nadie quiso las sillas de formica ni los platos de duralex, pero sí las camas de hierro y los libros de poemas que había ido coleccionando mi abuela, Lorca, Miguel Hernández, Machado, Alberti.

Durante el reparto mi padre me habló de don Demetrio, que había sido capataz de la finca.

Finalmente, tras mucho preguntar y buscar, en una residencia cercana al pueblo encontré al susodicho, el pastor enjuto, quien me contó a regañadientes, después de mucho rogarle, que don Arturo trataba muy mal a mi abuela, me dijo que ahora lo podía contar porque ya se habían muerto todos, o no se sabía de ellos, que más de una vez la había visto con un ojo morado o el mentón enrojecido, hasta que mi abuelo se marchó a Argentina y todos se alegraron porque temían por la vida de su esposa.

Por lo que iba descubriendo podría haberlo matado mi abuela o algún resentido al que le hubiesen quitado las tierras, quizás algún familiar agraviado, o el mismo Demetrio. Las incógnitas eran todas posibles.

En días consecutivos, a medida que íbamos repartiendo, les fui contando mis hallazgos, y acabamos todos sentados en la chimenea callados e intrigados, con la memoria rota y las preguntas abiertas. Se había derrumbado Argentina y la ausencia del padre, y del abuelo. Se abría una etapa por resolver. Acabamos abrazados, dejando de lado el reparto. Con el grito callado en la garganta y la destrucción de un mito. No los había abandonado, lo habían asesinado.

Días más tarde, recogimos, sin ganas, aguantándonos el recuerdo, y dejamos la casa, dimos un último paseo por el olivar y nos llevamos algunas ramas del Olivo de las confidencias, que puse en un jarrón, esperando que diera raíces para trasplantarlo en mi terraza.

Seguí con la consulta en el hospital, cada vez más pacientes y menos medios, cada vez más restricciones para ir al especialista, menos tiempo con los pacientes, las órdenes llegaban desde arriba y no podíamos negarnos, el jefe de servicio nos controlaba, había cuotas y porcentajes que cumplir. Mi consulta siempre con diez personas esperando puesto que no podía evitar demorarme con cada uno, que si una gripe, que si un brazo roto, que si problemas de espalda o pérdida de visión, cada día era una novedad, además con la población envejecida eran frecuentes los achaques de los mayores, en lugar de un médico de familia haría falta un geriatra. Metida en mi rutina me olvidé de mi abuela y su muerto.

Por lo visto los nuevos propietarios hicieron obras y un día me llamaron. Entre el hueco de las escaleras habían encontrado una caja con cartas. Querían que las tuviese yo. Fui al olivar, la casa en obras no parecía la misma, la habían derruido por dentro y habían hecho cuatro baños ¿para qué querrían tantos? Sólo quedaban los muros exteriores, lo demás era cemento y pocas habitaciones, un salón grande. Se me incendiaron las neuronas. Me dieron las cartas. Me fui azorada a casa a leerlas. Eran del novio rojo de mi abuela que huyó a Francia. Las primeras hablaban de que querían reunirse, en las siguientes, mi abuela le explicaba que su familia la obligaba a casarse. Después ella contaba sus partos, sus dolencias, había mucho amor, eran confidencias, estados de ánimo. Después Gerardo, que así se llamaba el novio, le contaba que había conocido a una francesa y que se casaba con ella. Más tarde, mi abuela le comunicaba que Arturo se había ido a Argentina, que iba a trabajar de maestra. Las cartas siempre iban con algún poema que había encontrado mi abuela, y siguieron muchos años. Hasta que Odette, la mujer de Gerardo, le comunicó a mi abuela que Gerardo había fallecido en un accidente de coche, tenía dos hijos, era impresor, él también añadía citas de libros en las cartas.

Se las llevé a mi padre, las cartas no aclaraban nada, sólo subrayaban un amor que duró pese a los matrimonios de ambos y que se convirtió en amistad. Hablaban de sus hijos, de sus planes, de sus contradicciones. Mi padre y yo decidimos hacer fotocopias y dárselas al resto de la familia, como recuerdo, era una manera de tenerla presente, de volver a ella, pero no resolvía el misterio ¿quién sería el asesino de mi abuelo? Lo más probable es que hubiese sido mi abuela o alguien cercano a ella, si no, no estaría enterrado en el olivar, pero tuvimos que continuar la vida con aquella incógnita, seguir con nuestras circunstancias sin saber, con una niebla espesa que no iba a despejar, con un vacío, el de mi abuela y el de las preguntas. Interrogantes abiertos. Era más fácil cuando creíamos que el abuelo había emigrado a Argentina, ahora quizás la abuela fuese una asesina, aunque hubiese sido en defensa propia, pero la tierra lo había tapado todo. Y ya ni siquiera era nuestra. Un hueco abierto, una mancha grisácea que tapaba el pasado y una incógnita con la que tendríamos que vivir pese a todo. Vuelta a mis pacientes, a sus achaques y dolores, y yo con el mío propio, ese que no podría curar. La imagen de mi abuela se había difuminado, contraído y aristado, pero me quedaba el recuerdo de sus palabras y su fortaleza.