El olivo

Leroux Daae

Todos, entre ellos yo, amamos profundamente a la montaña pequeña, verde y llena de flores. El olor de la primavera lo embriaga todo, la hierba recién salida, que ha sobrevivido a las heladas y las capas de nieve sin ningún rasguño, ha sacado la cabeza despacio, muy poco a poco y mira al sol, mira al mundo, se despierta. Se esconde a veces, se mece, se balancea, pero en su cara se refleja la pasión, la dicha se seguir viva; parece como si susurrara: “¡He resucitado, alabado sea mi Creador!”. Es placentero de ver cuando los helados árboles se llenan de verdor con el calor de la primavera y muchos otros esperan florecer embelleciendo el paisaje. Definitivamente, no hay nada comparable con un bosque umbrío, enmarañado y lleno de vida.

A pesar de todo, últimamente, se me olvida todo y solamente viene a mis recuerdos un olivo viejo y seco. Se me olvida todo, salvo él, que parece el único recuerdo de lo que alguna vez yo también fui. Me ancla al pasado, a mi niñez y al presente y me hace resistir. Parece decirme: “Aguantarás hasta que yo aguante”. No puedo defraudarle. Él también está en el bosque umbrío, en la cima de un precipicio. Un precipicio cuyas faldas están llenas de musgo que se extiende como un manto de terciopelo. Domina todo con su vista privilegiada. Los demás árboles están lejos del viejo olivo, como si todos se hubieran apartado adrede, como de un apestado y le miraran por encima del hombro altivos, con rictus de desagrado. Cerca de las raíces del viejo olivo han salido unas zarzas, las únicas que todavía se dignan a brindarle su amistad y en cuyas hojas se aprecian las dentelladas dejadas por los ciervos. Éstas, se han inclinado tanto hacia el precipicio, en busca de las nuevas que vinieran desde el fondo, que ya se asomaban al río de invierno a verano. Al viejo olivo seco, se le han escapado todos los signos de la vida: ya solo le quedan tres tristes ramas en medio del tronco, el resto hace tiempo que se ha roto sin remedio y cuelga del precipicio como un puente entre dos mundos. De entre estas tres ramas, solo a una le salen tres o cuatro hojas al año, unas hojas desteñidas, enfermas, marchitas y amarillentas. Muertas en vida. Sin embargo, si miramos detenidamente, los otros árboles que están cargados con el peso de las hojas, no le hacen caso hasta el invierno y hasta eso lo hacen de pasada, solo cuando ellos también se quedan sin la vestimenta nupcial y con su desnudez se parecen ya por fin al olivo seco y exhausto… Es como si el resto de los árboles le dijera con desdén: “¿Por qué te has quedado parado? Espabila, haz caso de lo que nos cuenta la madre naturaleza”. El olivo seco suspira muy hondo del dolor y sin proferir ni una sola palabra ni buena ni mala, no presta oídos a los árboles que exultan lozanía. Sí que atiende a la madre naturaleza, a su dulce cuento narrado con voces nuevas continuamente, pero pareciera que este cuento más que alegrarle o fortalecerle, se le clavara como daga en el medio del corazón y le hicieran verter las lágrimas en medio del silencio. Sus palabras más que alivio, le provocan desazón y confirman más que nunca su inútil existir. Más que un son de una madre cariñosa, que se preocupa por el bienestar de sus vástagos, el bullicio de la naturaleza se ha convertido para él en una tortura, que le transforma en algo todavía más lastimero si es que es posible…

¡Pobre olivo! También hubo una vez en que hasta él se alzaba altivo y con sus ramas extensas, miraba orgulloso como un águila en derredor. Antes, en sus ramas llenas de hojas de verdes más brillantes, se posaban a descansar un sinfín de pájaros que le envolvían en su dulce canto; pero ahora ya no sirve ni para eso y hasta los pájaros le rehúyen. El pobre olivo está a punto de caerse, de derrumbarse ya cansado de seguir en pie. Es demasiado viejo y está demasiado seco, no sabemos cuánto más va a resistir. En su tronco hay demasiadas grietas, se ha despegado la corteza que deja ver sus desnudas carnes de lado a lado. Sus vergüenzas están al aire. En un costado, la corteza se ha despegado tanto que llega hasta la tierra, parece como si alguien le hubiera dado un tajo con la espada y le hubiera hecho desparramar las entrañas en el suelo. También son muchos los gusanos que pueblan el árbol, es presa fácil, ya no puede combatirles. Siempre que paso delante, veo a un pájaro carpintero aporreándole con fuerza con el pico, en busca del deseado néctar. Picotea con fuerza, mientras trinando parece decirle que ha perdido la batalla, que nunca más habrá tregua. Los agujeros que le ha hecho al tronco son innumerables, le ha agujereado hasta el corazón, pero el pobre olivo sigue ahí, sin inmutarse, sin decir nada, ensimismado.

Cuando el viento sopla, todos los árboles se inclinan, todos salvo el olivo viejo y seco. Sin embargo, en otros tiempos cuando estaba sano y lleno de vida, solía mecerse como las olas del mar y sus ramas se inclinaban ante el viento. Sus ramas y sus hojas hacían un ruido semejante a rayos y truenos mientras se estallaban y chocaban contra el suelo, pero ahora ya no puede enfrentarse al viento. Su valentía de antaño ha desaparecido junto con sus ramas y ha dejado de mecerse. Está quieto, ya no parece sentir. Ahora, ya solo puede romperse un poco más o del todo, caerse o recostarse de lado como si no tuviera ninguna preocupación sobre sus hombros y se entregara al letargo. Si cayera, se verían sus raíces vueltas hacia arriba, como si estuvieran pidiendo salvación, como si rogaran al Creador por el perdón de sus pecados. En verano da todavía más pena ver al viejo olivo: los demás árboles que le rodean se llenan de hojas nuevas y sin ningún tipo de inquietud, esperan a las bandadas de los pájaros, sus trinos y sus gorjeos, sus cantos y sus nidos sobre las ramas. Los ciervos también vienen a recostarse bajo sus sombras y a veces vienen acompañados de su prole. Aquél ambiente convierte el lugar en una imagen idílica, perfecta para una postal, pero hay algo que parece interponerse, algo que desfigura el conjunto y ese algo es el viejo olivo. Para los árboles altivos no parece pasar desapercibido tal imperfección y suelen mirar por encima del hombro al olivo caído en desgracia. Le miran como diciendo: “Tú eres el único que nos afea”. Todo esto lo dicen sin saber que muchos son los que se acuerdan y se compadecen del olivo maltrecho… Un olivo seco al que suelen mencionar al menos tres veces al día en el pueblo. Unas veces es un vecino el que le pregunta a su hijo donde ha llevado el ganado y éste le suele indicar el prado que se extiende cerca del olivo seco; otras veces es alguien que cuenta que las setas que lleva en la cesta las recogió de debajo del olivo viejo y otro más se dedicará a contar el rumor extendido de que junto al olivo se ha visto a una lince con sus cachorros… Sí, los árboles altivos que se vanaglorian de su grandeza, no saben que la gente todavía no ha olvidado al longevo olivo seco, el lugar de referencia de muchas historias cotidianas.

Por las noches, a veces una lechuza viene a sentarse sobre el olivo seco y con su voz profunda suele tratar de llenar los huecos dejados por el pájaro carpintero. Sus intentos son vanos, hace mucho que ya no queda nada que despertar dentro de las profundidades del viejo olivo. Los gusanos son la única vida que todavía queda dentro de él.

En invierno, al viejo olivo suele visitarle el lobo, que famélico se apoya en el costado del árbol y aúlla a su lado con desesperación. El olivo seco no sabe qué hacer en estos casos, no sabe cómo ayudar, así que se queda quieto, sin inmutarse, sin decir nada, parado encima del precipicio. Él no sabe ni de piedad ni sabe de maldad, ni se llena su corazón de odios ni mucho menos de bondades y si alguna vez lo supo, ya no se acuerda. El olivo seco solo piensa en sí mismo, sobre su pasado, presente y sobre su futuro. Trata de recordar lo que le ata a la tierra, pero se queda mudo como si en sus entrañas solo anidara la tristeza. A veces, vuelve la vista hacia sus raíces maltrechas, mira fijamente algo. Si nosotros también volvemos la vista, veremos que en sus raíces ha salido un nuevo tallo, es todavía demasiado joven. Espera al sol y a la lluvia para crecer. Ahora, es esto, el único consuelo del olivo seco.