El olivo milenario

Juan Pedro Agüera Ortega

—¡Llamas, llamas! —se escucharon voces por los pasadizos.

—¡El Gran Olivo está ardiendo! —exclamó un vigilante mientras corría espantado.

Plic salió de su madrirrefugio somnoliento, aún era el tiempo del astro brillante, su tiempo de descanso, y lo habían sobresaltado los gritos.

El pasadizo principal era un caos de carreras, chillidos y tropiezos.

—¡Esto es el olivocalipsis! —gritó un excavador con el mono de trabajo medio calcinado, casi atropella a Plic en su huida hacia ninguna parte.

—¡Agua, se necesita agua! —pasó otro enloquecido.

—¡Acudid hermanos, nuestro más sagrado tesoro está en peligro! —conminaba un predicador, aunque su dirección era opuesta a la del milenario olivo.

—¡Seguro que han sido los Urf, esos envidiosos, malnacidos, hijos del astro cegador! —maldecía un vigilante, mientras portaba a un compañero herido hacia una zona segura.

Cientos de Und, llevados por el pánico, la curiosidad o el desconcierto, discurrían por el pasaje principal en direcciones no muy bien definidas.

Un fino matiz ceniciento hirió el ultrasensible olfato de Plic. Su alargada nariz envió un mensaje de alerta al cerebro. El humo no tardaría en penetrar en la galería y pondría en peligro a todos los habitantes del mundo subterráneo.

En un tris, se embutió el uniforme de gala y salió al pasadizo.

Pocos conocían la pomposidad del uniforme de gala de los barrenderos, no recibían muchas menciones ni participaban en los deslumbrantes actos oficiales, más bien eran los encargados de reacondicionar los pasadizos después de la algarabía y los festejos, y esas tareas no requerían uniforme de gala. Plic sólo lo había utilizado una vez, inolvidable, como representante del gremio de barrenderos, cuando se firmó el tratado de paz universal con los Urf.

Con su bicornio azul cian enhiesto, la levita zanahoria hasta medio muslo, las charreteras carbón adamantino a juego con el cinto, el calzón a tono con el bicornio y sus brillantes botas aceituna, parecía un mandamás del almirantazgo. Al menos así reaccionaron sus desorientados camaradas cuando se plantó en mitad del pasadizo y comenzó a dar órdenes de evacuación.

Organizó dos cuadrillas que barrieron madrirrefugio por madrirrefugio hasta asegurar el completo desalojo del corredor principal y sus aledaños. En su afán por evitar mayores desgracias, se dirigió hacia el foco de la perturbación. Un sargento veterano, curtido de cicatrices y parche en el ojo izquierdo, se ofreció a acompañarlo. A pesar de las reticencias y las argumentaciones de Plic, la obstinación del sargento prevaleció.

El humo espesaba y hacía el pasadizo casi irrespirable.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, coff, coff, señor? —preguntó el sargento entre toses.

—Estamos cerca, coff, coff, solo nos faltan un par de corredores más —respondió Plic, también con dificultades.

El humo oscurecía las raíces luminiscentes, creando un mundo de sombras difusas en los pasadizos.

Avanzaron casi sin aliento hasta que Plic se detuvo frente a una puerta, sacó unas llaves y se adentró en un gran madrialmacén seguido por el sargento. El aire era más respirable allí, aunque el humo comenzaba a filtrarse por las rendijas.

—¡Sígame! —ordenó Plic al sargento.

Tres habitáculos después, se encontraron en un depósito repleto de malolientes equipos de respiración asistida e iluminación, usados para recorrer las cloacas.

—Con esto el humo no nos detendrá —explicó Plic.

El sargento accedió, sin atender a las señales contrarias enviadas por su ajada nariz, arrugada por la pestilencia.

Tras recorrer decenas de pasadizos, se adentraron entre las más gruesas raíces del olivo milenario, atormentados por las vibraciones empáticas que emanaba. La existencia de su pueblo había estado ligada a ese ancestral ser desde que tenían uso de razón. Formaban una simbiosis perfecta.

El olivo les proporcionaba los elementos necesarios para su existencia: el aceite que alimentaba sus vehículos, sus cocinas, su iluminación y sus estómagos; el combustible para sobrellevar los gélidos inviernos, ya fuese del desbroce o de los residuos de la almazara; la consistencia para sus madrigueras, construidas entre sus inabarcables raíces… A cambio, los Und nutrían y humedecían la tierra que alimentaba al olivo, limpiaban los parásitos que lo amenazaban, delicias para sus cocinas, y lo protegían de daños externos.

Entre las cavidades de su tronco se hallaba el Templo Sagrado, construido en torno al Portal de la Sabiduría. Cada nacimiento era entregado a los sacerdotes e introducido en el Portal. Permanecía allí un giro de luna y si el Gran Olivo lo aceptaba, se le daba a beber de su Savia, para despertar así la inteligencia y establecer una conexión psíquica de por vida. Solo entonces eran considerados miembros plenos de la comunidad Und. La conexión psíquica les impelía a velar por el bienestar del Gran Olivo, pues sus emociones estaban ligadas a él por un férreo vínculo empático.

Pese a tener una visión adaptada a la penumbra de las grutas, el espeso humo dificultó su avance hasta llegar al pie de la Escalera Sagrada. Desde el «Mirador de la Espera», situado en el punto exacto en el que las raíces abandonaban la tierra para convertirse en el robusto y retorcido tronco del olivo milenario, divisaron a cientos de sus camaradas. Salían por los respiraderos camuflados y por las galerías alternativas para apagar el incendio. Sus escasos recursos hídricos no conseguían sofocar las llamas. El inmenso olivo emitía unos fantasmagóricos resplandores conforme las llamas consumían su espesura. Toda la colina era un hervidero de figuras diminutas, que intentaban remediar lo inevitable.

—¿Qué hacemos aquí, señor? —preguntó el sargento con voz cavernosa a través de la máscara.

—Cerciorarnos de que no queda nadie en el interior —respondió Plic.

Con firme resolución, Plic se dirigió hacia la Escalera Sagrada, una descomunal escalera en espiral. El sargento lo siguió con un mudo asentimiento.

El hiriente calor, combinado con el sufrimiento empático, convirtió el ascenso en la más dura prueba de resistencia jamás superada por ambos, sin comparación con aquella vez en la que Plic tuvo que barrer el pasadizo principal en solitario, cuando una gastroenteritis galopante puso a todo su gremio a dar saltos en la cama.

La entrada al Templo Sagrado relucía con tonalidades encarnadas, como si el Gran Olivo se desangrase internamente. Cada paso era un suplicio para ambos. Traspasaron la Antesala sin atisbar a nadie. El Círculo Sagrado parecía vacío.

—¡A… ayuda…! —una voz débil y entrecortada se proyectó desde el fondo del recinto, junto a la entrada del Portal de la Sabiduría.

Plic encontró al Sumo Sacerdote tendido en el umbral del Portal, retorcido por la angustia y la asfixia. Se quitó la máscara y le permitió dar algunas bocanadas.

—La Savia Sagrada…, hay… hay que protegerla —indicó casi sin habla, señalaba el interior del Portal sosteniendo un frasco de vidrio azulado en la mano.

Sin dudarlo, el sargento cogió el frasco y se adentró en el Portal.

Plic se quedó junto al Sumo Sacerdote.

—El Gran Olivo está… perdido —continuó el Sumo Sacerdote, con apenas aliento—. Pero sus raíces son fuertes… —hizo una pausa por el esfuerzo—, su tronco perdurará mientras le quede un hálito de Savia en su interior…

Sus ojos almendrados se cerraron, como si el dolor hubiese consumido sus últimas energías.

—Cuando la luna culmine su décimo tercer ciclo completo… —prosiguió el Sumo Sacerdote con voz apagada, sin abrir los ojos—, si no han aparecido nuevos brotes sagrados… coff, coff —un hilo de sangre rosada discurría desde su boca hasta su toga aceitunada—, regresad al Templo y verted la Savia en el Ojo del Portal de la Sabiduría… Es nuestra última esperanza.

Tras estas palabras, expiró.

El sargento salió del Portal con expresión enloquecida.

—¡La tengo! —exclamó con júbilo—. ¡Saquemos al Sumo Sacerdote de aquí y salgamos de este superficierno!

—Ya es tarde para él —señaló Plic, apenado.

—¡También lo será para nosotros si no nos damos prisa! —vaticinó el sargento.

El resplandor de la cavidad arbórea donde se ubicaba el Templo pasaba del ocre al rojo incandescente por momentos.

—Hay una vía mucho más rápida para salir, aunque dista mucho de ser la más transitada —propuso Plic.

—¡Soy todo orejas, señor! —parafraseó el popular refrán Und el sargento, al tiempo que movía sus equiláteros apéndices.

—¡Por aquí! —indicó Plic.

En un apartado recodo de la Antesala, se precipitaron por una empinada cavidad destinada a la evacuación de residuos. El descenso duró apenas un minuto, aunque cada segundo dentro de aquel pestilente deslizadero fue una insufrible eternidad para el sargento. Ya en la base, corrieron por sus vidas antes de que se acabasen las reservas de sus equipos respiratorios.

La quema del Gran Olivo conmocionó a la comunidad Und.

Se vieron obligados a permanecer en la superficie mucho más de lo deseado, en ocasiones hasta cuando el astro brillante dominaba el firmamento. Los almacenes empezaron a vaciarse y tuvieron que buscar alimento más allá de la Colina Sagrada. Las arriesgadas misiones de forrajeo no tardaron en producir algunas víctimas, por los enfrentamientos con las fieras de la dehesa. Las enfermedades también cobraron protagonismo: delirios brillantes, estornudos forzudos y, la más temida de todas, los escalofríos de entrañas, causaron numerosas muertes en la comunidad.

Sin embargo, nada comparable a la epidemia de suicidios que siguió a la pérdida del Gran Olivo. Rota su conexión psíquica, después de la conmoción empática sufrida durante el incendio, decenas de Und se precipitaron en una espiral de melancolía y de vacuidad existencial que ni los mejores tratamientos olivpsicológicos consiguieron remediar. Algunos de ellos murieron de inanición, por la abulia existencial. Otros simplemente dejaron de respirar, por inapetencia vital. Aunque la mayoría realizó un suicidio activo: descendieron hacia la dehesa al amanecer, para ser consumidos por el astro brillante o por sus criaturas.

Por si fuera poco, se produjeron avistamientos de patrullas Urf muy cerca de las fronteras sagradas. Los Und pasaban por un momento de debilidad y esos «hijos del astro brillante» no dudaron en aprovechar la situación. Tras algunas escaramuzas en las fronteras, la guerra fue inevitable.

Desde el Gran Incendio, así se recopiló en los Annales históricos aquel aciago día, la relación entre Plic y el sargento Flint, como se dio a conocer poco después, se estrechó. Compartían una increíble aventura y un esperanzador secreto. Cuando el sargento Flint descubrió que había seguido órdenes de un oficial barrendero, dudó entre dejarse llevar por la ira o por la hilaridad. Por suerte para Plic, prevaleció la camaradería y se impuso la segunda opción. El sargento Flint, superior dentro del organigrama gremial, exigió a Plic que guardase en secreto lo sucedido en el Templo. Se había producido una traición y, hasta que los culpables no fuesen descubiertos, la posesión de la Savia Sagrada debía mantenerse a salvo de cualquier facción interesada.

Así transcurrieron doce lunas, entre penurias, guerra y enfermedades. El Gran Olivo permaneció calcinado, ennegrecido por la infamia, sin dar visos de recuperación. Ni un brote verde en el horizonte.

A punto de completarse la decimotercera luna, Plic y el sargento Flint compartían sendas jarras de licor a la mesa de una tiznada taberna.

—Flint, se acerca el día, hemos de avisar a las autoridades —susurró Plic.

—Las autoridades…, no me fío de las autoridades —dijo Flint en tono estridente, llevado por los efectos del licor.

—¡No grites, el Gran Señor tiene oídos en todas partes! —exclamó Plic con voz queda.

—No tengo miedo de ese advenedizo —replicó Flint sin bajar el tono—, es un incompetente que envía a sus soldados al matadero sin ninguna estrategia. ¡Hoy he perdido tres camaradas porque la columna de refuerzo estaba protegiendo a «Don Importante»!

Varios parroquianos se volvieron hacia el sargento. Sus traicioneras palabras podrían dar lugar a una divertida pelea o proporcionarles una jugosa recompensa.

Adelantándose a los acontecimientos, Plic pagó la cuenta y sacó al sargento de la taberna. Murmullos de descontento se expandieron entre los parroquianos, aguada la fiesta.

Ya en su madrirrefugio, Plic trató de razonar con Flint.

—Quedan dos ciclos para el plenilunio, es la fecha marcada por el Sumo Sacerdote para verter la Savia Sagrada en el Ojo del Portal y devolver la vida al Gran Olivo.

—Aún sigues con esa historia —replicó el sargento—. No son más que fantasías de un moribundo. Además, la entrada al Templo Sagrado está custodiada por la guardia personal del Gran Señor. No creo que nos brinden el paso, así como así. No somos más que un simple sargento y un oficial barrendero reconvertido en bateador militar.

—Por ello debemos decírselo al Gran Señor. Lo entenderá y nos permitirá el paso.

—¡Qué iluso eres, mi querido amigo! —recriminó el sargento—. El Gran Señor disfruta ejerciendo el poder. Desde el Gran Incendio y la muerte del Sumo Sacerdote, el Cónclave Sagrado ha perdido su poder. No quedan más que algunos charlatanes incompetentes, incapaces de regir el rumbo de los Und. La regeneración del Gran Olivo devolvería al gremio sacerdotal las riendas de nuestra comunidad y no creo que el Gran Señor, ese advenedizo adicto al mando, esté dispuesto a permitirlo. Mientras haya guerra y miseria, los Und lo necesitan.

—Ya veo —dijo Plic, tras asimilar el razonamiento de su compañero—. Entonces nos tocará actuar por nuestra cuenta y buscar una vía alternativa de acceso al Templo.

—Otra vez no… —dijo el sargento, mientras miraba hacia el techo y negaba con la cabeza con expresión resignada.

—Es por nuestro pueblo —sonrió Plic travieso, y comenzó a relatarle los detalles del plan.

—No puedo dejarle pasar, no ha llegado ninguna orden al respecto —indicó el guardia con rudeza.

—¿Me está diciendo que he subido todas estas escaleras para nada? —se quejó Plic, airado—. ¡Soy un oficial del servicio de limpieza! ¡Tengo orden expresa de limpiar hoy el antiguo Templo! ¡Mírela! —chilló Plic, agitando el papel frente al hocico del guardia.

El jefe de guardia se acercó, ante el escándalo.

—¿Qué sucede? —preguntó serio.

—¡Su querido subalterno no quiere dejarme hacer mi trabajo! —contestó Plic en tono exagerado—. ¡El Maestre de mi gremio elevará una queja oficial al Gran Señor! ¡Rodarán orejas!

—Déjeme ver esa orden —pidió el jefe de guardia.

—¡Aquí la tiene! —la entregó Plic—. ¡Firmada por el propio Maestre, por orden explícita del Ordenanza Mayor! ¡¿Acaso creen que vengo a trabajar de balde?! ¡Qué desfachatez!

Entretanto, el sargento Flint se deslizaba entre las columnas de la Antesala del Templo.

—¡Qué mal huele! —señaló el otro guardia, husmeando en busca del origen del nauseabundo olor.

—Son los inconvenientes de mi trabajo, señor —trató de distraer su atención Plic, oliéndose el uniforme.

—No viene de aquí… —replicó el guardia. Se giró hacia el Templo y vio al sargento.

—¡¡Alto!! ¡¡Deténgase!! —exclamó.

Su carrera en pos del sargento se vio truncada por la escoba de Plic, quien la interpuso en un acto casi reflejo.

—¡Maldito traidor! —dijo el jefe de guardia, en tanto desenfundaba su escupefuego.

El empujón de Plic lo arrojó sobre su compañero y se formó un caos de extremidades.

Plic corrió hacia el interior del Templo. Una descarga sonó a su espalda.

Cuando atravesó el Portal de la Sabiduría, encontró al sargento Flint frente a la fuente, con el frasco de cristal en la mano, en actitud dubitativa.

—¿Dónde está el dichoso Ojo? —preguntó el sargento al entrar Plic.

—No lo sé —respondió Plic con un gesto de dolor—, el Sumo Sacerdote no lo especificó. Debía ser algo demasiado obvio. ¡Busquémoslo! ¡No tardarán en llegar!

El Portal, circular, contenía seis habitáculos para recién nacidos situados alrededor de una artesa central sobre la que descendía, cual estalactita tallada, una réplica del Gran Olivo, de cuyas aéreas raíces descendía antaño la Savia Sagrada.

Una nueva descarga resonó en la cámara contigua. Ambos se encogieron instintivamente.

—¿Dónde echamos la Savia? —preguntó Flint—. No veo nada con forma de ojo.

Otro estruendo. Voces de alarma en el exterior del Templo. El tiempo se agotaba. La herida de Plic sangraba con profusión y el punzante dolor le impedía pensar con claridad.

—Dame el frasco y usa tu arma para distraerlos —ordenó Plic en un quejido.

Parapetado en el umbral, Flint hizo su primera detonación. Los guardias respondieron implacables.

—¿Dónde estará el Ojo? —se preguntaba Plic, agazapado para evitar los proyectiles.

Un quejido de Flint indicó que la situación era crítica. Su cerebro bullía de actividad, en busca de la solución. El único elemento excepcional del Portal era la réplica del Gran Olivo prendida del techo. La observó detenidamente, era exacta al real, salvo por un detalle: donde se encontraba el Templo, en el centro mismo del tronco, había una abertura ovalada inexistente en el original. ¡Ese debía ser! ¡El Gran Ojo! ¡El lugar donde todos los Und entraban en comunión psíquica con el Gran Olivo!

—¡Lo encontré! —dijo a su compañero.

No hubo respuesta. Las descargas seguían en el exterior.

Se incorporó e introdujo el frasco en el orificio. Un dolor terrible siguió a la última descarga. Se desplomó, mientras veía la Savia derramarse en el tronco del olivo.

Sólo sus cadáveres quedaron como testigos de su hazaña, silenciada por vigilantes y sacerdotes, quienes prefirieron tildar de milagro la aparición del brote verde en el Gran Olivo. Desde aquel bienaventurado día, la conexión psíquica quedó restituida y una alegría renacida se expandió entre los Und. Los rituales sagrados fueron reinstaurados, los sacerdotes recuperaron el poder y otra paz fue firmada. Ligada a la paulatina regeneración del Gran Olivo, una renovada placidez se instaló entre los Und, sin que los nombres de sus artífices fuesen jamás recordados.