El pacto

Marta López Cuartero

Antonio se ha quedado solo en la penumbra del porche. Sentado en la silla de anea se contempla las manos rudas y curtidas por toda una vida dedicada a los aperos de labranza y a las duras jornadas de cacería. Mira hacia el horizonte; largas zanjas de cepas de vid con brotes de sarmientos y bancadas de olivos color ceniciento, de tormenta, descansan sobre el cerro cerca del río. El movimiento del viento balancea las ramas en silencio. Las hojas brillan detrás de la última luz del día.

Dentro de la casa sigue oyéndose el rezo de las vecinas a la Virgen Santísima. Procede de la salita contigua al porche donde él está sentado. Ya es tarde, el reloj del campanario anuncia las ocho de la tarde. Es la hora de la cena y tiene hambre. Al levantarse oye como alguien dentro de la casa solloza en un tono más fuerte. “¡Dios bendito, alabado seas!”, después vuelve el murmullo y el tintineo de la cortina de plástico de la entrada principal cuando se cierra la puerta. De nuevo vuelve el silencio. El sol ya se esconde por detrás de las colinas y el aire fresco del anochecer anuncia la llegada del otoño y con él la recogida de la aceituna. El frío empieza a calarle en los huesos. Entra en casa.

—¿Se sabe algo nuevo del señor Luis? —pregunta a su mujer.

—Nada, lo han buscado por los cañaverales y mañana cuando amanezca seguirán por la zona del barranco. Su pobre mujer está destrozada. La desaparición de su marido la ha aturdido. Está muy desorientada. Anda todo el día de aquí para allá con el rosario en la mano. Es una santa. Después de cómo la ha tratado toda la vida, ese malnacido no merece ni lágrimas —responde ella.

—Si mi artrosis me dejase, iría con ellos. Conozco bien los riscos y el terreno —dice Antonio mientras se sienta con dificultad en la mesa del comedor. Se apoya con la mano dejando caer el peso de su cuerpo entumecido.

El señor Luis, que vive en las tierras contiguas a las suyas, desapareció el pasado lunes. Ya hace de eso dos días. Una cuadrilla del pueblo y la Guardia Civil han organizado a lo largo de todo el día una batida por los campos y las lindes de los zarzales. Nadie se explica qué ha ocurrido, aunque tampoco a nadie le extraña que algún hombre llevado por la rabia o la impotencia le haya ajustado las cuentas.

Todos le llaman “Don Luis”, más por miedo que por respeto. También apodado “El aguileño”, por el hueso prominente de su nariz que le daba un aire de ave de presa, tenía por costumbre acusar y amenazar ante cualquier pequeño incidente que tuviese con sus propiedades. Su carácter déspota y la falta de sensibilidad le habían llevado a ser un hombre odiado en el pueblo. Sin embargo, y a pesar de su mala reputación, también era un hombre influyente. Las habladurías contaban que parte de las tierras heredadas fueron robadas a punta de escopeta. Era dueño de miles de hectáreas: de los campos de cultivos, olivares y bosques de encinas. También de cotos privados para la caza del jabalí, conejos, zorros y liebres.

Antes del amanecer, Antonio ya está despierto. Es por la costumbre de los años de trabajo en el campo. Es jueves. A lo lejos se oye el griterío de la jauría de los perros sabuesos que emprenden la búsqueda de Don Luis. Despacio y con tiento se levanta de la cama. Después de estar tantas horas sin moverse, la artrosis de la columna le ha dejado el cuerpo medio adormecido. Tiene calambres en los pies. Se frota una mano con otra para despertar los huesos. Estira el brazo para alcanzar los pantalones que están sobre la silla junto al cabecero. Se los pone atinando el pie por el hueco de la pernera de tela raída. Se incorpora y termina de colocarlos al abrochar la cremallera. Después se pone las botas manchadas de barro seco y restos de espigas pegadas por entre el velcro de los cordones.

Desde que el médico le prohibió seguir con los trabajos del campo, pasa las horas sentado en su silla y de vez en cuando, si las vértebras le dejan, pasea por la finca con un palo de apoyo, con el que también dirige a los mozos que ha contratado para los trabajos de otoño e invierno en las tierras.

La vid empieza su reposo, apenas les queda alguna hoja rojiza. La vendimia terminó hace unas semanas y la recogida de la oliva se acerca. Hubiese sido ese año una buena recolecta, los años le han hecho tener un ojo preciso para adivinar el punto del azúcar de los granos de las uvas o intuir la fuerza de las ramas llenas de olivas. Pero sólo pudo vendimiar la mitad del campo, la otra mitad estaba enferma por hongos a través de las raíces. Las olivas también habían enfermado y pocas iba a poder aprovechar en la siguiente recolecta. A través del riego con agua deliberadamente contaminada, habían arruinado casi toda la cosecha.

Con el palo mueve los troncos de cepas y las ramas de los olivos bajo las llamas de la hoguera. Un humo negro y chispas rojizas vuelan desde el suelo. Mil hectáreas arrancadas y convertidas en rastrojos cubrían como una gran nube gris, el azul del cielo.

Cuando el sol está en lo alto, oye a lo lejos el ladrido de los perros que regresan de la búsqueda y el viento le acerca el olor del humo. Las campanas repican las doce cuando su mujer lo llama desde la puerta del patio.

—¡Antonio! —le grita—. ¡Saca la comida al perro!

Entra en la casa y se dirige hacia la cocina. Su mujer le espera con un cubo lleno de restos de comida y huesos. A lo largo de la mañana han acudido de nuevo las vecinas. Sentadas en la mesa bisbisean algunas plegarias.

—Mujer, ¿hay alguna novedad? —le pregunta en voz baja a su esposa.

—No. No han encontrado ni rastro. La cuadrilla ha regresado y esta tarde irán hacia el barranco seco del norte —le explica, oyéndose el leve gemido de María, que con un pañuelo en la mano se seca las lágrimas y la nariz.

—Mañana me acercas al pueblo, a ver si puedo ser de ayuda —le dice Antonio con tono apesadumbrado.

—Nos acaba de contar María que tenía algunos ataques de demencia. En los últimos meses a ratos perdía la memoria. A saber… ¡que Dios lo proteja! —dijo su mujer.

Los gemidos del grupo se hicieron más intensos al unísono, también el murmullo del credo.

Los canales de riego entre el linde de las tierras de Don Luis y Antonio, fueron siempre fuente de violentos conflictos. No se hablaban desde hacía años y más de una vez se encararon con rifle en mano, amenazándose de muerte si alguno se atrevía a cruzar un palmo o desviar más agua de la que le correspondía.

La pasada primavera, Antonio observó cómo en el margen oeste de los terrenos, la tierra, los olivos y la vid estaban secas. El caudal había disminuido y no alcanzaba el agua a regar toda la tierra. Arregló el bombeo; cuando llegó el verano algunas cepas tenían las hojas blanquecinas y las ramas tenían menos aceitunas. Habían enfermado por hongos.

Cae la noche y el nuevo día que amanece llena de viento frío la mañana. Es viernes. Antonio se viste con sus viejas ropas, pasea alrededor de la estufa, cabizbajo, y sale al patio por la puerta pequeña de la cocina. Sentado en su silla, ve pasar las golondrinas. Su vuelo anuncia la llegada de las lluvias. Respira hondo, siente como el aire limpio y fresco llega a sus pulmones.

—Antonio. Son las diez ¿te acerco al pueblo? —le dijo su mujer mientras se ponía la chaqueta y cogía el bolso.

—No, hoy no creo me pueda mover de la silla. Tengo un dolor de espalda que me está matando. Esta noche apenas he dormido.

—Era por lo de Don Luis, ahora emprenden la búsqueda —le dice su mujer.

—Ojalá lo encuentren, así tanto él, si ha muerto, como su mujer, podrán descansar en paz. ¿Qué se comenta en el pueblo? —pregunta.

—Que tanto han podido ajustarle las cuentas como que él se haya perdido. Lo último que se sabe es que había salido de cacería y las lluvias de estos días han borrado cualquier rastro. Los perros no son de gran ayuda.

—Con la cantidad de enemigos que tenía. No sé, a ver si hoy lo encuentran.

Aquel día, el sábado, tampoco encontraron ni el cuerpo, ni rastro alguno de Don Luis. Las esperanzas se iban perdiendo y las habladurías eran numerosas. Todos eran motivo de sospecha, unos acusaban a otros por la espalda, y pequeñas diferencias que hubiesen tenido en el pasado con el desaparecido, parecía que eran motivo de asesinato.

Entrada la noche, enciende el radiador del comedor y cierra las puertas y contraventanas de la casa destemplada. Está fría, las lluvias han traído consigo un aire húmedo que se cuela por las paredes. Ninguna novedad de la búsqueda de Don Luis. Las mujeres acaban de regresar a sus casas, el silencio invade de nuevo el espacio que hasta ese momento ocupaban los rezos, los santos y la oscuridad siniestra de las ropas negras de luto, que anuncian la tragedia.

Domingo, reina la calma. Observa las malas hierbas que los mozos han amontonado junto a los restos de las cepas y las ramas carbonizadas. Han aireado también la tierra y preparado el lecho fértil para la siembra de la próxima primavera.

Desde la silla, se mira de nuevo sus manos. La artrosis le tiene el cuerpo medio paralizado, sin embargo, no ha hecho mella en sus manos y siguen fuertes, sus dedos aún son capaces de apretar con garra el palo, la azada, un martillo o la escopeta. Están sucias. Un poso de tierra ennegrecida ha quedado perpetuo entre las uñas y las estrías de la piel seca. Sin embargo, a pesar de la mugre, nunca se había visto unas manos tan limpias. Aprieta el puño con todas sus fuerzas y pega un puñetazo sobre el respaldo de la silla. La expresión de su cara dibuja una sonrisa que se convierte, para su sorpresa, en una ahogada carcajada que le hace temblar todo el cuerpo. La propia naturaleza ha dado al hombre la facultad de mentir, de modo que ahora conserva su secreto como si fuese un nido que aguarda la alondra.

Suenan en la iglesia las campanas de las doce, “Domingo de Gloria” se dice. Se acuerda del veneno de la vid, de las palizas a María —lloraba y buscaba consuelo en su casa junto a su esposa—, de la saña en la matanza de animales y el derecho que creía tener en ofender, humillar y maltratar. Un mal bicho.

Mira hacia el cielo, los cúmulos de nubes blancas sobre el manto azul se deslizan despacio, suave, sin prisa. Oyó su propia voz. “Allí está Dios y ese hijo de puta que no volverá a pisotear a nadie en la tierra”.

Se levanta y emprende el paseo hacia los bancales de olivos, despacio, y apoyado en el palo camina entre los árboles para comprobar que no se haya rebajado por las lluvias la tierra recién excavada, bajo el olivo más viejo, de ramas centenarias y retorcidas.