El Piloto

Luis Miguel Gálvez Ameijide

Tenía yo unos 40 años y me encontraba en el medio de un gran olivar, llano, interminable. Más allá de donde alcanza la vista, sólo me atrevía a intuir una borrosa y desdibujada cordillera rocosa, que en mi imaginación formaba parte de una compleja muralla que cerraba aquel campo, formando un precioso valle, bañado por dos ríos que lo hacían muy fértil y rico para la agricultura.

Y allí estaba yo, afanado con las labores del campo y descansando cada poco tiempo, alzando la vista y sintiendo la fresca brisa que me liberaba de mis calores y sudores, al tiempo que mecía el cereal dorado que se alzaba entre los pies de los olivos.

Era ya una tarde de otoño, próxima a su fin, aunque el sol aún calentaba y no amenazaba con esconderse tras el horizonte. Los pájaros no paraban de cantar, desde cualquier lugar donde se escondieran o estuvieran comiendo o cuidando de sus crías.

Y allí le vi, en el medio del olivar; caminando hacia mí con paso firme y decidido, mirada cansada, impecablemente uniformado como si de una gran guerra se hubiera fugado. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme allí a un hombre bajito, bigotudo, rechoncho, perfectamente ataviado con un uniforme marrón verdoso, con sombrero a juego, galones, hembrilla plateada y todo tipo de condecoraciones de tela. También llevaba colgando del cuello unas gafas de aviador, de las que se usaban hace años, cuando los aviones no tenían cabina o comenzaban a tenerla.

–Buenos días –me dijo, caminando hacia mí mientras meneaba su bigote de un lado para otro.

–Buenos… –le respondí atónito.

–¿Ha visto usted un avión aterrizando por aquí?

–Pues… la verdad es que no. Pero dudo mucho que pueda aterrizar en los alrededores, porque no conozco ninguna pista próxima –le contesté.

Los dos nos quedamos inmóviles, mirando el uno para el otro con una mirada de perplejidad, mientras él continuaba meneando el bigote de un lado para otro, casi como la cola erizada de un gato.

Me decidí a romper el silencio:

–¿Qué le ha pasado? ¿Por qué está usted aquí?

–Antes de nada, deje que me presente: Teniente Galopante, al servicio del Ejército Supremo.

–¿Galopante? ¡Ese no es un nombre! ¡Tampoco existe ningún “Ejército Supremo”!

–¿Cómo que no existe?!?! ¡Sólo por semejante osadía merecería un mes de calabozo!

–Pero… buen hombre… ¿de dónde viene usted?

–Pues… ¡del planeta Aire, por supuesto! –dijo sin vacilar ni un segundo.

En ese momento, mi mirada grave cambió por otra más jocosa, ante lo cual mi inesperado visitante se irguió más todavía, percatándose de mi recién adoptado cambio de actitud.

–No conozco ningún planeta Aire. En serio: ¿de dónde viene?

–No espero que lo conozca; no me sorprende que no haya estado allí. Sólo quiero encontrar a mi compañero.

–Pues, le repito, no he visto ningún avión. ¿Vino usted en un avión?

–Sí… desde Aire. Tuve un percance y tuve que abandonarlo allí arriba –dijo señalando la montaña situada en la lejanía–. Y ahora no tengo medios para buscar a mi compañero… –aseveró con un renovado aire de gravedad y preocupación.

–Y… dígame… ¿qué hace aquí tan lejos de su hogar?

–Pues, ¡qué va a ser! ¡Ejercicios de vuelo!

–No sé… ¿quiere que avise a la policía o al 112?

–Si ni tan siquiera conoce Aire, cómo va a serme de utilidad alguna a quien pueda llamar. Si no puede avisar al Ejército Supremo, sólo puedo continuar buscando a mi compañero.

–Pues… siento mucho no ser de más utilidad –dije perplejo, preguntándome de qué extraño manicomio habría salido aquel señor simpático–. Quizá me pueda contar más acerca de su planeta y su “Ejército” –le dije mientras tomaba asiento en una gran piedra cercana.

El señor del bigote miró a un lado y a otro de forma acelerada y, tras encontrar otra piedra apropiada, también se sentó de forma natural, al tiempo que se daba cuenta de su comportamiento y volvía a erguir su tronco para aparentar mayor formalidad. Pero lo cierto es que debía llevar un buen rato caminando entre campos y olivares y el cansancio comenzaba a hacer mella en él, tal y como su sonrojada frente y sus mejillas hinchadas denotaban.

–Verá usted: soy piloto del décimo escuadrón de la legión XXXVI del Ejército Supremo, el único del único y verdadero gobierno de Aire.

–Ah… ¿vive usted en un planeta con un único gobierno? ¿No existen los países?

–¡Exactamente! Hace centenares de años que resolvimos el problema de la unificación y ahora sólo existe un único gobierno y un único Ejército Supremo –aseveró con aire de orgullo.

–Pero, si sólo existe un gobierno… ¿para qué necesitan un ejército?

–El… ¡el Ejército Supremo es lo más importante de Aire! –dijo con aire entre enojado y dubitativo.

–Pero, ¿por qué?

–Pues… ¡porque casi tres cuartas partes de la población de Aire trabaja en el Ejército Supremo! ¡Es absolutamente necesario para defendernos!

–Y, ¿de quién van a necesitar defenderse? Si no hay otros países…. ¿quizá de extraterrestres?

–¿Extraterrestres? ¿Gente de otros planetas? Noooo… ¡de ninguna manera! Si ni tan siquiera conocen la existencia de Aire… y los que nos conocen no son suficientemente avanzados. No tenemos rivales, ni enemigos, ¡ni competencia!

–Pues entonces no entiendo qué es lo que hacen –le dije siguiéndole el rollo para pasar el rato y tener una buena historia que contar en el bar.

–Nos preparamos para lo que pueda suceder. Seguimos la cadena de mando. Hacemos prácticas de tiro, prácticas de vuelo, aprendemos técnicas militares y desfilamos… ¡sobre todo desfilamos!

–En nuestro planeta Tierra, cada país tiene su ejército y normalmente existen para intervenir en guerras entre países –dije con cierto tono paternalista.

–¿Guerras? ¿Aún tienen guerras en su planeta?

–Por desgracia. Creo que no existe un solo año en el que no haya enfrentamientos entre países o entre gobiernos y rebeldes. Y al menos una vez cada siglo es fácil que haya una gran guerra entre dos o más países. ¡Es horroroso!

–Bueno… no tengo experiencia de guerras, pero en realidad es para lo que nos preparamos desde pequeños.

–Y… si tanta gente forma parte de ese gran ejército, ¿cómo lo mantienen? ¿Quién consigue comida para alimentar a tanta gente?

–Pues… digamos que, si tres cuartas partes de nuestra población forman parte del ejército, la otra cuarta parte tiene el honor de servir cultivando y procurando comida para tan majestuoso cuerpo de combate: ¡es un gran honor!

–¿Y también cocinan ellos?

–Sólo en casos raros. Normalmente todos los soldados que cometen cualquier negligencia, como llegar tarde al desfile diario, son castigados a preparar la comida para el resto; ¡es un gran deshonor y una desgracia cometer semejante falta!

–¿Y qué hay de las otras cosas importantes? La ciencia, la tecnología, la medicina, la literatura, la música, el teatro…

–La ciencia, tecnología, medicina y todo aquello necesario para que nuestro ejército avance se desarrolla en el seno del propio ejército. Y todo lo demás resulta superfluo: hace tiempo que todo eso se abandonó en nuestra sociedad avanzada.

Por un minuto, mi cara reflejó una perplejidad aún mayor que la que ya tenía: ¡vaya historia más elaborada que estaba escuchando, fruto de los delirios de un pobre enfermo mental! Pero, al mismo tiempo, ese cuento cada vez captaba más mi atención y mi interés: ¡una sociedad avanzada, lo llaman!

–Pero… ¿entonces no tenéis música, ni cine, ni televisión? –pregunté con gran sorpresa e interés.

–Sólo lo estrictamente necesario: música militar, para los desfiles. ¡Sin duda anima a las tropas! Suenan de fondo marchas militares en la radio del avión, mientras no hay conversaciones. Sólo hay televisión para informar de las noticias del Ejército Supremo y del gobierno. Y ya no queda nada de cine, teatro, ni literatura, como lo llamáis vosotros. Hace décadas que quedaron en desuso: si algo no resulta útil, se abandona.

“¡Se abandona!”, me quedé pensando absorto e imaginativo… Es una extraña cultura del descarte parecida a la existente en algunas ciudades estado de la Grecia clásica. Una sociedad profundamente militarizada, pese a no tener enemigos ni guerras: ¡vaya cosa más curiosa!

–¿Qué hora es? –me preguntó.

–Pues deben ser ya las 11 de la mañana… ¡cómo pasa el tiempo!

–¿Las 11? ¿De la mañana? ¡Eso sí que es raro! –me respondió pensativo, al tiempo que se hacía un pequeño silencio y le mostraba una expresión interrogativa para que siguiera hablando–. Nosotros sólo tenemos días de 10 horas… y no tenemos mañana ni tarde: sólo día y noche. El planeta Aire da la vuelta completa cada 10 horas, ¡así que no existe la hora 11!

–Entonces, ¿cuándo dormís? ¿y cuándo coméis?

–Normalmente dormimos 3 horas al día. A menudo nos gustaría dormir un poco más… 3 horas y cuarto, o 3 horas y media… ¡Pero la disciplina militar es muy estricta y severa con eso! ¡Aquel que no se levanta inmediatamente, prepara la comida ese día! Comemos sólo a la hora central del día: si dormimos de 10 a 3, ¡lo lógico es comer a las 6!

–Pues… entonces debes estar muy cansado y hambriento… ¿Quieres comer o descansar? –le sugerí amablemente, atrapado por el relato fantástico con el que me estaba obsequiando aquel loco bigotudo, que realmente era de lo más interesante que había escuchado en mucho tiempo.

–Un poco de todo, la verdad. Pero antes debo preguntarte… ¿dónde están los desiertos?

–¿Los desiertos? ¿A qué viene esa pregunta? Normalmente están en las zonas más calurosas del planeta, donde no hay agua y no crece la vegetación: cerca del ecuador, en la parte central del globo terrestre.

–¿Sólo ahí? ¡Casi la tercera parte de Aire es un gran desierto!

–Pues nosotros tenemos casi un tercio de agua en la superficie, en vez de desiertos.

–¿Agua? ¿En superficie? Ya me pareció ver algo azulado hacia abajo cuando sobrevolaba vuestro planeta estos días pasados.

–Qué planeta más raro, el tuyo… ¿por qué me preguntaste ahora eso de los desiertos? –interrogué a mi alocado visitante con mucho más interés, al detectar su primera pregunta incongruente.

–Pues porque he visto que usas un reloj de muñeca. En Aire dejamos de usarlos hace décadas, porque teníamos que vaciar los relojes de arena que no usábamos y con tanta arena se crearon los desiertos, que nunca pararon de crecer hasta hace aproximadamente 30 años.

–¿En serio? Y, ¿por qué teníais que vaciar los relojes de arena? –pregunté atónito.

Se hizo un silencio incómodo. Me di cuenta que aquel señor bajito no tenía respuesta para todas mis preguntas, o no le gustaba responder determinadas cuestiones incómodas. Por primera vez, notaba que su historia hacía aguas y no era tan elaborada como creía. Tras unos instantes de silencio, pensé que se iba a venir abajo y me iba a confesar que todo era una broma graciosa, una gran historia inventada que contaba a sus sobrinos o nietos. Pero no… el hombrecito regordete continuó hablando de cómo era su planeta:

–Nuestro cielo es mucho más azul que el vuestro –continuó desviando la pregunta.

–¿Y por qué es eso?

–Porque nuestra agua no se encuentra en superficie, sino en el cielo.

–¿Cómo va a ser eso? ¿Y por qué no se cae? ¡Es imposible que esté flotando en el cielo! –dije con verdadera incredulidad, consciente de que ya me estaban mintiendo de forma clara.

–¿Imposible? ¿Qué sabrás tú de mi planeta, si nunca has escuchado hablar de él, ni tan siquiera? –dijo en un tono orgulloso y enfadado–. Por encima del cielo existe una capa atmosférica muy densa, muy difícil de atravesar, encima de la cual se sitúa el Océano, una gran capa de agua que orbita encima nuestro y que nos proporciona agua para vivir y protección de los rayos del sol. En ocasiones, esta capa pierde densidad gradualmente y termina cayendo agua sobre la superficie… es lo que nos permite vivir –prosiguió con aire serio y preocupado.

–¿Y entonces cómo podéis volar? –pregunté intrigado.

–Los aviones volamos por encima de la superficie y por debajo del Océano. ¡Hay mucho espacio entre medias! ¡Y piensa que por encima nuestra vuelan los submarinos!

–¿Cómo los submarinos?

–Sí… Son como aviones mucho más fuertes y resistentes, que no vuelan por el cielo, sino por el medio del Océano.

–Sé lo que son los submarinos –contesté–. Sólo me cuesta imaginarlos moviéndose por el cielo.

–Por el cielo no: por encima del cielo, ¡por el Océano! Además, los submarinos son todos amarillos, para poder verlos bien, al igual que los aviones son todos rojos.

De repente, comencé a imaginarme un submarino amarillo “volando” por encima del cielo, tal y como me lo describía el hombrecito y me vino a la cabeza la famosa canción de los Beatles y todo el material gráfico que acompañó al lanzamiento de su disco, hace ya bastantes años. ¡Quién lo iba a decir! ¡Un loco inspirado en los Beatles! ¿O serían los Beatles que también escucharon historias similares a algún loco parecido? ¿O será que este hombrecillo tiene razón y existe todo lo que me ha contado? El tiempo pasó lentamente con una conversación de lo más entretenida, así como mi imaginación volaba entre desiertos, nubes, océanos flotantes, aviones y submarinos… La verdad es que era una historia bien argumentada… ¡Vaya imaginación!

–Y, ¿cómo hacéis para visitar otros planetas? –le pregunté con curiosidad.

–A ver… Esa capa o membrana entre el cielo y el Océano se llama “Acufronta”. Para atravesarla, nuestros aviones tienen que tener una fortaleza muy grande, que nos proporcionan nuestras Turbinas de Inergía. Una vez la hemos atravesado, simplemente apagamos motores y desplegamos unos grandes flotadores que nos hacen ascender el Océano hasta la capa más superior de la acuósfera, que limita ya con la ionosfera. A partir de ahí, es volver a despegar y volver a comenzar con nuestro vuelo. Parece un tanto complicado, ¡pero después de 5 ó 6 vuelos, se le coge el truco!

–¿Turbinas de Inergía? ¿Acuósfera? ¿Acufronta? Ya son demasiadas cosas nuevas para mí –le dije con intriga, pero un poco de cansancio–. Te invito a comer, o dormir, o lo que necesites a esta hora…

–De buen grado me acostaría hasta mañana, si dispones de una cama donde me puedas albergar. Y eso si no te molesta que duerma, sin hacerme a las costumbres de tu planeta, que francamente desconozco –dijo con un tono entre agradecido y agotado.

Sin duda habrá sido un día agotador para tan extraño personaje, pensé. No conozco ningún manicomio cercano y tampoco hay casas ni carreteras por allí por donde se ha aproximado este hombre tan simpático. Y… aún en el caso de que tuviera razón, tras un accidente o aterrizaje complicado y una importante caminata posterior, estaría tremendamente fatigado.

Entramos en mi casa, donde no faltan camas precisamente, y le mostré una habitación de invitados que tengo, sin lujos ni comodidades más allá de una antigua cama, alta y bien mullida, que siempre dejo preparada. Y sin mucha más charla, se tumbó rendido y pronto se quedó dormido.

“Mañana”, cuando despierte, tengo que hablar más con este hombrecillo…. Me puede la curiosidad –pensé. ¿Llamaré a la Policía?