Al pie de Sierra Morena, en un barrio de la Loma, vivía Juan Mallorquín, un joven “milenial” amante de la tecnología y los idiomas, que tenía la cara afilada, el pelo rubio y rizado igual que su madre y la piel aceitunada como el abuelo paterno. Acababa de cumplir los diecisiete años, era bastante alto para su edad y llevaba un bigote y una barba corta, estilo hípster, que conservaba como si fuera un gurú de la India.
El muchacho se había criado jugando sobre la tierra rojiza de los campos de olivos de la comarca y conocía de memoria cada monte, cada desfiladero, cada garganta y cada estrella del cielo de las noches de Jaén.
Juan venía de una familia de aceituneros que durante muchas generaciones se había ganado el sustento ordeñando con sus propias manos los mismos olivos milenarios heredados de sus antepasados.
Su padre, Antonio, tenía cincuenta y tres años, era un hombre corpulento, de carácter recio y disciplinado que, con la ayuda de su mujer, había trabajado como una bestia de carga, intentando sacar adelante la finca que recibió de la generación anterior.
Pero con el paso del tiempo y las fatigas acumuladas, empezaban a llegar los dolores de espalda y Antonio comenzaba a sentirse agotado. Y esto lo llevó a pensar que había llegado la hora de ir preparando a su próximo sucesor. Y para ello había puesto todas sus esperanzas en su único hijo, Juan, que algún día sería su heredero.
Desde que el niño era pequeño le regalaba juguetes relacionados con la agricultura y lo llevaba siempre al campo los fines de semanas, intentando seducirlo sutilmente, para que el muchacho fuera aprendiendo el oficio de sus ancestros y continuara con la tradición familiar.
Hacía algunos meses que había terminado la escuela secundaria, y su padre ahora quería que estudiara alguna carrera que tuviera que ver con el campo, que fuera ingeniero agrícola o ingeniero de monte.
Pero Antonio no sabía que Juan, en secreto, no quería ser agricultor, y que por las noches soñaba que sería un ingeniero en robótica. Juan, a pesar de su corta edad y de su poca experiencia, pensaba que para él lo más importante era estudiar una profesión que estuviera de acuerdo con su vocación. Decía que el trabajo más productivo era el que salía de las manos de alguien que estaba contento con lo que hacía. ¡Y qué dichoso aquél que sabía lo que quería! Porque la mayoría de la gente se pasaba la vida entera haciendo trabajos que no quería y que hacía tan solo para pagar las facturas y ajustarse a los esquemas sociales. Creía también que los robots muy pronto podrían hacerlo todo y que lo harían, incluso, mejor que los humanos. Y que, si el egoísmo no se volvía un obstáculo, al final todos saldríamos ganando.
Decían en el vecindario que Juan era un perezoso, que se pasaba los días y las noches, después de la escuela, tumbado en una cama, aferrado a una tablet y a un smartphone, navegando por los mares más profundos de Internet. Y como buen milenial, sólo mostraba interés por los juegos on-line y por las redes sociales. El muchacho estaba obsesionado con YouTube, con los selfis, las amistades virtuales, la ropa de marca y las cadenas de comida rápida de las grandes ciudades; una situación que tenía muy preocupados a sus padres.
—¿De qué diablo de “ciencia y de muñecos eléctricos” me hablas tú, muchacho? —decía Antonio cuando su hijo le contaba acerca de sus sueños sobre la robótica—. Si aquí, en España, lo único que da dinero son los toros y el fútbol —seguía diciendo, mientras se fumaba un puro en el patio de la casa y una serpiente de humo salía retorcida por su boca.
—¡Deja al muchacho que sueñe, que todavía es un crío! —gritó Luz, la madre, desde la terraza, vestida con un vestido rojo de bolitas blancas, con una taza de café caliente agarrada por el asa y con los dedos de las manos sin esmalte en las uñas.
La familia Mallorquín vivía casi a las afueras del barrio, en una casa rural, de estilo andaluz, a la orilla de una carretera comarcal, en la frontera donde, por las noches, se apagaban las luces del pueblo y empezaba una sombra verde oscura de hileras de olivos que subían en fila india hasta la sierra.
En el patio de la casa había un pequeño jardín, y en una esquina del jardín estaba plantado un acebuche que llevaba allí tres siglos cuando los padres de Antonio construyeron la vivienda.
En las raíces retorcidas del viejo árbol dormía la figura pesada de un león de piedra gris, y de una rama gruesa colgaba una jaula con periquitos australianos, que por el día alegraban el lugar con sus colores y la delicia de sus cantos. Sólo Juan se quejaba de que, a pesar de que las aves estaban bien atendidas, no le gustaba verlas todo el tiempo encerradas detrás de un puñado de varillas de metal soldadas unas con otras.
—En eso tienes razón, hijo mío —dijo Antonio, mirando fijamente en dirección a la jaula—. Yo también, a veces, pienso que esos pobres animalitos sufren mucho, ahí metidos. Y que el único propósito que Dios ha dado a las aves es el de volar libremente y estar con otras de su misma especie en un hábitat natural.
—Si fueran mías, las echaría a volar ahora mismo —dijo Juan, muerto de risa y, al mismo tiempo, guiñándole un ojo a su padre.
Ambos sabían que a Luz no le hacía mucha gracia que le hablasen en contra de sus pájaros. Y antes de que terminara la conversación sobre abrir la jaula y soltar los periquitos, Luz se puso de pie y, en silencio, cogió la taza y se fue al interior de la casa.
Tres horas más tarde, mientras Juan veía la tele y chateaba por WhatsApp con sus amigos, se oyó una voz seca y autoritaria, que dijo desde la cocina:
—Juan, será mejor que apagues la tele y el teléfono, y te vayas a tu cuarto. Mañana es sábado y hay que madrugar. ¡Vienen los japoneses!
—Ya me voy, mamá —dijo Juan—. Y minutos después se levantó del sofá y se fue de mala gana.
Desde hacía algún tiempo los campos de olivos y algunas almazaras del lugar empezaban a abrir sus puertas a los turistas locales y extranjeros, con la finalidad de acercar las aceitunas y el aceite de oliva como un producto de primera mano a los consumidores. Y este último sábado de noviembre Antonio tenía en su agenda a un grupo de turistas japoneses que vendrían a ver cómo se realizaban las labores de la recolección de aceitunas.
A la mañana siguiente, justo antes de que sonara la alarma del teléfono, Juan se despertó con los graznidos de una bandada de cuervos que volaban en dirección de Norte a Sur. Retiró la manta de su cuerpo y se levantó de la cama restregándose los ojos y totalmente desnudo. Luego subió la cortina corrediza de la ventana y con las primeras luces del alba y sus ojos marrones claros todavía entreabiertos, se quedó unos segundos mirando a dos palomas que picoteaban en el suelo en busca de comida. Después entró al baño a cepillarse los dientes. Se vistió sin mirarse al espejo, cogió su teléfono y llegó a la cocina con la cara afligida, quejándose de cansancio y de haber dormido poco.
—No me vengas con historias, Juanillo, que te conozco —dijo Luz, mientras secaba los platos y preparaba algunas cosas de comer que se llevarían para la finca.
Juan cogió un taburete, lo acercó a la meseta de la cocina y, sin quitar la mirada de su teléfono móvil, escuchando la canción “Sweet but Psycho”, de Ava Max, desayunó dos tostadas con aceite de oliva, un huevo frito, tres tiras de beicon y un vaso grande de café con leche.
Terminó y, a continuación, se unió al grupo que todavía esperaba fuera montado en una furgoneta Volkswagen amarilla. Algunos de los empleados vivían en los alrededores y la casa servía como punto de encuentro.
Juan entró caminando como si fuera un sonámbulo por la puerta del vehículo. Se sentó en un rincón del asiento trasero y, mientras los demás hablaban sobre los cotilleos de los famosos, se quedó dormido.
Media hora después llegaron a su destino y todos se bajaron, excepto Juan. Como el muchacho siempre era el último en bajarse nadie se percató de que aún seguía dormido.
Juan, ahora solo en el minibús, estiró las piernas, ocupó todo el asiento y siguió durmiendo y soñando que recogía olivas.
Pasaron unos minutos. Luego se oyeron golpes en las ventanillas del vehículo. Era el padre de Juan, tocando con los nudillos de los dedos y enfadado como un oso, diciendo:
—¡Eres un inútil, muchacho! ¡Levántate de ahí enseguida y ven a trabajar!
Juan despertó sobresaltado. Conocía muy bien el mal carácter de su padre. Y sin decir palabra, se puso de pie y lo siguió desganadamente, mientras Antonio caminaba adelante, decepcionado y pensando que su hijo era un caso perdido.
Ese día en la mañana, el sol se veía enorme, el campo olía a césped recién cortado, las nubes se levantaban detrás de Sierra Morena y las voces de la cuadrilla se entremezclaban con el canto de los pájaros y el murmullo de un arroyo transparente que corría a pocos metros.
Al rato, una máquina vibradora abrió su pico de escarabajo hércules, sujetó un olivo por la cintura y empezó a agitar sus ramas al ritmo de una danza trepidante, provocando una lluvia de aceitunas verde turquesas, negras y moradas que caían junto a hojas y pequeñas ramitas, como si fuera el maná de la Biblia cayendo del cielo.
Del pico de la máquina vibradora las aceitunas pasaban a un camión y de este a una pequeña almazara que pertenecía a una cooperativa situada a unos cuantos kilómetros de distancia, donde serían molturadas y convertidas en aceite de oliva virgen extra o envasadas para aceitunas de mesa.
Dos horas llevaban trabajando cuando, a eso de la diez, Juan miró hacia arriba y vio que, en un poste de un alumbrado eléctrico que estaba a la orilla de la finca, había una cigüeña negra que aguantaba estoicamente bajo los rayos del sol dándole de comer a sus polluelos recién nacidos. Arrastrado por la curiosidad y la espontaneidad del momento, Juan sacó su teléfono del bolsillo de su pantalón de chándal y corrió a hacer un video y algunas fotografías.
El padre de Juan, cuando lo vio, no pudo contener la rabia, y abalanzándose sobre el muchacho, le quitó el aparato de mala manera, diciéndole:
—Me cago en la leche. No te lo devolveré hasta el final de la tarde.
Juan enmudeció durante más de dos horas. Luego se escuchó, a lo lejos, el motor de un vehículo que avanzaba cuesta abajo, por una carretera que atravesaba por un rosario de casas. Antonio soltó la vara que tenía en las manos, giró la cabeza y agarrándose la visera de la gorra marrón que llevaba puesta, tendió la vista por aquel paisaje olivarero de geografía accidentada y murmuró:
—Yo creo que ahí viene el Jeep Land Rover que trae a los turistas japoneses.
Y tenía razón. En el Jeep venía Yoco, una bonita muchacha menuda y delgaducha que llevaba siempre una sonrisa fija en la cara y que no aparentaba tener edad. La muchacha japonesa, en efecto, tenía diecinueve años, pero nadie se lo creería, a menos que ella misma mostrara su carnet de identidad. Era una estudiante de español en la Universidad de Jaén que, en su tiempo libre, los fines de semanas, trabajaba como guía con grupos de turistas de su país.
Yoco fue la primera que se bajó del Jeep cuando entraron a la propiedad. Y detrás de ella venían tres parejas de japoneses mayores, con sonrisas sin arrugas, cámaras en manos y saludando con inclinaciones de cabezas.
Se pusieron todos en torno a Antonio, a su mujer y a su hijo, para ponerse de acuerdo sobre la ruta que tomarían. Salieron a realizar el recorrido a pie, y mientras paseaban por el bosque de olivos, Antonio les contaba acerca del árbol milenario, sobre su cultivo, su historia, sus virtudes, tradición, costumbres, curiosidades y los diferentes tipos de aceitunas que había, al tiempo que Yoco, la guía, simultáneamente traducía.
—Según la zona geográfica —decía Antonio, —aquí en España se cultivan las siguientes variedades: la Gordal, Hojiblanca, Manzanilla, Lechín, Picual…
La muchacha traducía. Y Antonio continuaba con su discurso aceitunero.
De pronto se quedaron todos en silencio. Yoco se acercó a un olivo, que estaba a unos cuantos pasos de Juan, y estiró los brazos para alcanzar una rama larga y densa. Llevaba una blusa blanca, una minifalda de jean y unos leggins negros que resaltaban sus piernas. Juan la miró discretamente y vio, con disimulo, cómo el viento le levantó la falda. El muchacho se ruborizó. Yoco lo notó y le devolvió una mirada como si él fuera la mejor opción de su vida.
Y como el amor a veces surge de forma espontánea, por un golpe de feromonas o como resultado del lenguaje corporal, Juan, sin proponérselo, acababa de llamar la atención de Yoco de una manera muy especial. Y a partir de ahí, se pasaron todo el rato intercambiándose miradas furtivas e intentando no levantar ninguna sospecha. Ambos estaban ya convencidos de que la atracción era mutua.
Al final de la visita oleoturística, los japoneses quedaron fascinados con todo lo que habían visto. Y en lo que algunos hacían las últimas fotografías del campo, para luego seguir con el tour en la almazara, conociendo cómo se fabricaba el aceite de oliva virgen extra, Juan recuperó su teléfono y se apartó del grupo para conversar con Yoco durante un instante.
Los muchachos empezaron hablando de los robots pepper, del manga y del animé y terminaron agregándose uno al otro en las redes sociales. Y a partir de ahí comenzaron a intercambiar vídeos y fotografías, a través de Instagram, Facebook y WhatsApp. Y poco a poco fueron alimentando cada día más y más la fantasía de conocerse mejor, hasta que, gracias a Mark Zuckerberg, terminaron siendo novios.
Y como la vida da muchas vueltas y los sueños cuando se viven con intensidad terminan cumpliéndose, detrás de Yoco estaba la persona y las circunstancias que Juan necesitaba para que sus sueños terminaran convirtiéndose en realidad
Sucedió que Yoco tenía un hermano que se llamaba Kuka. Y Kuka era un prominente profesor universitario de robótica e inteligencia artificial en la capital de Japón.
Y la pareja que se conoció caminando en medio del olivar terminó viviendo en un barrio de Tokio. Kuka le allanó el camino a Juan para que estudiara dos años de japonés, y para que consiguiera el acceso a la universidad. El resto del tiempo, Juan se lo pasó estudiando y construyendo muñecos eléctricos hechos de carne de silicona, huesos de metal, nervios de cables y sensores automáticos.
Hasta que un buen día, cuando ya había pasado más de una década, mientras bebían sake y cerveza en el balcón de su apartamento y miraban juntos el tráfico nocturno de Tokio y su cielo amarillento por los efectos de la contaminación lumínica, Juan le confesó a Yoco que sentía nostalgia por su familia y por España.
—¿Entonces qué? ¿Hacemos las maletas y nos marchamos? —preguntó Yoco, escurriendo en un vaso las últimas gotas de cerveza que quedaban en la botella.
—Mis padres siempre han querido que yo me haga cargo del negocio —contestó Juan con una sonrisita en la punta de los dientes.
Yoco estuvo de acuerdo. Ella también echaba de menos Andalucía, su gente, su gastronomía y sus mares verdes de olivos.
Dos años duraron los preparativos del viaje de regreso a España. Juan había estudiado una carrera que le gustaba y había conseguido una auténtica experiencia laboral en Japón, la que ahora traería a la empresa familiar con él y Yoco a la cabeza.
Los padres de Juan se habían jubilado y se fueron a vivir a la ciudad para descansar y estar más cerca de los médicos y ahora sólo iban a la finca los fines de semana.
Y en la misma habitación de cuando Juan era niño, en el mismo lugar donde el muchacho había soñado todos sus sueños acerca de la robótica, hoy había una oficina moderna, que funcionaba a golpe de blockchain y el Internet de las cosas, y que servía como centro de operaciones del negocio. Juan había creado una App agrícola que le permitía monitorear todo el trabajo del campo desde la oficina. Y aunque todavía seguían trabajando algunos humanos en la finca, casi todo el proceso estaba automatizado.
Y un buen día de noviembre, cuando los primeros rayos de sol de la mañana atravesaban por los cristales de la ventana de la oficina y Juan estaba sentado balanceándose en su silla con los pies sobre el escritorio y ambas manos detrás de la nuca, apareció por la puerta Yoco, con dos tazas de café, diciendo:
—¡Hoy es nuestro primer día de trabajo!
Juan presionó una tecla del teclado de su computadora y de inmediato, en el olivar, un robot de ojos azules y de un metro ochenta de altura, que no sudaba y que tenía el cuerpo decorado con ramas de olivos en forma de tatuaje, caminó despacio con pasos algorítmicos y mientras rodeaba todo el perímetro de un olivo, con sus ojos iba escaneando cada fruto del árbol. Luego sacó una aguja del dedo índice de su mano derecha, la introdujo en una aceituna, analizó los datos y los envió a la oficina.
Entonces los robots, las máquinas vibradoras, los drones de carga y los humanos, empezaron a trabajar. Era el momento justo para empezar la campaña.