El tiempo sobre el valle

Júlia

No recuerdo nada antes de aquella tarde en que cruzaron el cielo las águilas reales. La imagen de esas aves magníficas, volando sobre mí, es el primer recuerdo que guardo en mi memoria.

Las vi perderse hacia el fondo, hacia el robledal que sellaba la llanura. Desaparecieron en la copa del roble más viejo, el que sobresalía del resto de los árboles, el que tocaba el cielo y el que las esperaba con los brazos abiertos, como un dios de ramas y de hojas. Desde entonces yo también las esperé cada tarde. Me gustaba verlas regresar siempre juntas, como cometas, sobre el cielo tan reciente aún. Hubiera dado cien años de mi vida porque, alguna vez, se posaran en mí.

—Un día será —solía decirme—, cuando el tiempo me haya hecho robusto el tronco y el ramaje… — Era yo, en aquel tiempo, muy joven todavía.

El valle era un pedazo del cielo, tan limpio, tan claro. En primavera se extendía a mi alrededor como un tapete verde manchado de blanco y amarillo. En verano, bajo el sol implacable se tornaba dorado, añoso y seco, para rendirse luego en ocres y rojizos. Más tarde, se cubría por entero de nieve. Lo manchaban las ciervas, que bajaban del monte como trozos errantes de maleza, buscando las lagunas. El valle se terminaba al fondo, en aquella maraña misteriosa que parecía amamantar secretamente al mundo.

Caía el tiempo sobre la llanura, y las águilas seguían cruzando sobre mí sin detenerse. Yo deseaba albergarlas, protegerlas, ser el refugio al que acudían cada tarde tras las largas jornadas al acecho. Deseaba amparar a sus polluelos, sentirles rebullirse, ser su casa. Pero aún era frágil, y lo era tanto que el viento podía someterme, castigarme cuando bajaba maldiciendo por las laderas intrincadas del monte.

Pasaron muchos años hasta el día que llegaron los hombres. Les escuché decir que venían de Roma, un lugar lejano y belicoso. Eran tenaces, resueltos, distintos del resto de los seres que vivían en el valle, y en poco tiempo lo poseyeron todo. Levantaron casas de piedra y cultivaron las márgenes del río que circundaba el robledal. Iban de un lado a otro dejando tras sus pies polvaredas pequeñas, nubes de tierra seca en el verano, y en la estación de lluvias, huellas profundas sobre los barrizales. Pronto, su mundo comenzó a formar parte de mí. Recuerdo el alborozo de los niños, sus juegos, sus carreras, la luz vital con que llenaban todo. Recuerdo el tesón de las mujeres que iban y venían cargadas con cántaros y cestos, y la rudeza de los hombres que se movían de un lado a otro con sus carros, con sus aperos de labranza, con sus yuntas de bueyes. Con ellos fue tomando el paisaje un aspecto suave de reino laborioso. Seguía pasando el tiempo y mientras, mis raíces se hundían más y más en la tierra. El tronco se me hacía robusto y las ramas generosas. Una tarde, al final del verano, bajó el viento furioso de la sierra y como tantas veces arqueó mi tronco, me cimbró, me obligó a dibujar su forma; pero ya no pudo remover mi raíz de la tierra.

La vida seguía rodando por el valle; dejaba huellas en las piedras, en la maleza, en mí… Los líquenes lograron envolverme lentamente, y yo seguí en mi puesto de mudo observador, de guardián centenario. Llegué a conocer del todo la trayectoria de los pájaros, el trote de las ciervas, la rutina indolente de los lagartos que dormían al sol. Distinguía la risa de los niños, seguía sus juegos y amaba el alborozo con que a veces, sin querer o queriendo, rozaban mi corteza.

—¡Gana el que toque primero el tronco del olivo! —gritaron un día y salieron corriendo hacia mí.

Aprendí mi nombre en ese instante. Desde entonces tomé conciencia de que no era un árbol, sin más; era “un olivo”. Ellos que iban de un lado a otro, libres de las raíces, levantando pequeñas nubecillas de polvo al caminar; ellos que tenían el don de la palabra y de la risa, sabían de mí mucho más que yo mismo. Un día comencé a quererles y a temer que, si llegaban a marcharse del valle, volviese yo a caer en aquella soledad del principio. Quedaría condenado por siempre a no saber nada más de mí mismo.

Para entonces, recuerdo que ya vivían en mi tronco cientos de hormigas, y que algunas arañas habían tejido seda entre mis hojas. Las orugas me trepaban la corteza y un par de ardillas se pasaban las tardes saltando alegremente entre mis ramas.

Una mañana los hombres se llevaron mis frutos. Les escuché decir que guardarían mi sangre densa y dorada en ánforas de barro y que harían con ella ungüentos delicados y exquisitos manjares. Miré hacia el fondo buscando el roble donde dormían las águilas, y un destello de orgullo me recorrió desde el tronco a las últimas hojas de la copa. Yo, que no había sido vanidoso hasta entonces, pasé la tarde entera recordando lo que había escuchado decir de mí a los hombres. Hasta la parte más honda de mi trama, fueron llegándome pulsos de orgullo, latidos de soberbia, de gloria; de una gloria inherente a mi linaje. Me transformé en algo que no había sido nunca, y fueron ellas, las águilas reales, quienes más tarde me hicieron volver a ser quien era. Las vi extender las alas en el cielo como abanicos del atardecer, y supe que mi sueño era aún el de siempre: que un día, dejasen de ignorarme. Que un día se posaran en mí.

Siguió el tiempo cayendo sobre el valle, inmutable, sin pausa, hasta que al fin se marcharon los hombres. Lloré atrapado en el silencio que dejaron al irse. Pensé que ya no volverían, que se habrían perdido detrás de la maleza del fondo, donde, para mí, se terminaba el mundo. Temí que la llanura se muriese sin ellos. Temí que el tiempo se parase y que ya no volviesen las águilas, ni el viento enfurecido maldiciendo, ni el viento generoso cargado de semillas. Sin embargo, no se detuvo nada.

Mucho tiempo después, vi de nuevo a los hombres. Transitaban caminos a lo lejos y eran ya unos seres distintos a los que yo guardaba en mi memoria. Una tarde, sin saber por qué, se apartaron del camino de siempre y cruzaron el valle con sus carretas, sus carros, sus caballos. Les escuché decir que eran buhoneros. Al verles, la añoranza me achicó el corazón, y los recuerdos, como pequeños peces de alegría, corrieron con mi savia inundándome el tronco, la raíz y las hojas.

—¡Es tarde ya para llegar al pueblo! ¡Nos quedamos! —gritó un muchacho rudo que guiaba la primera tartana.

Iban —dijeron—, a vender baratijas, abalorios, ungüentos. Hablaban en voz alta, y la llanura se iba alborotando poco a poco, se iba despertando de su ancho letargo. Habían vuelto los hombres después de tanto tiempo…

A ella la vi enseguida. Brilló un instante frente a mí, distinta del resto de los seres humanos que habían pasado por el valle hasta entonces. Era casi una niña y, sin embargo, había en ella una fuerza ancestral, un poder que la hacía capaz de cambiar el mundo con una mirada, con un gesto, con una palabra… Cuando escuché su nombre: Oliva, supe que la había estado esperando siempre, y la seguí como seguían las aves sus viejas trayectorias, irremediablemente, sin poder alejar de ella mis ojos.

Se me acercó al final de la tarde. Se sentó junto a mí. El peso de su espalda apoyada en mi tronco me atemperó por dentro, sin embargo, después me estremecí, y un tropel de latidos asaltó mi corazón leñoso. Raudales de luciérnagas colmaban de destellos aquel atardecer.

Rozando mi corteza, esperó la llegada de quienes deseaban oír sus vaticinios.

—Yo sé que es sólo un animal, y que es muy viejo —dijo un muchacho mostrándole a la maga un perro que temblaba entre sus brazos—, pero ha sido tan fiel, tan bueno, tan noble siempre, que se merece un final suave —concluyó el chico.

La hechicera pronunció una sarta de frases en lenguas extrañas para mí, cerró los ojos y en silencio, dejó caer la magia de sus manos sobre la cabeza del animal. El perro se removió entre los brazos de su dueño, y se quedaron los dos mirándose un instante. Después lamió las manos del muchacho y la mirada se le llenó de luz, de una luz que yo sólo había visto algunas veces en los niños. Luego cerró los ojos y se quedó dormido, en paz, entre los brazos de su amo.

—Busco, ya lo sabes, Oliva, el hijo que no viene —le dijo después una muchacha.

Oliva alzó los ojos e invocó las misteriosas fuerzas que guardaba.

Mis hojas temblaron un segundo tocadas por una brisa recién nacida allí, entre los dos, una brisa que era tan sólo nuestra. Me miró, y sentí que formábamos parte de un ser único, humano y vegetal a un tiempo.

—¡Este olivo ha de despertar en ti la primavera! ¡Lleva sus hojas junto a tu corazón y pronto llegarán los hijos que anhelas! —contestó la maga tras arrancar un par de hojas de mi rama más tierna.

En ese instante, no sé con qué garganta, no sé en qué lengua, no sé con qué voz, grité:

—¡Oliva, yo te pido las águilas reales!

Oliva adelantó su mano hasta tocarme, hasta rozarme apenas la corteza. Recuerdo su caricia ardiente trepando por mi tronco, su mirada boscosa, sus frases en lenguas que yo desconocía. Sentí que algo insólito estaba a punto de ocurrir y, sin embargo, sin un gesto, sin una palabra, se fue apartando lentamente hasta perderse en el interior de su carreta. Mi sueño, entonces, se agrietó como la fina escarcha del invierno al paso de las ciervas.

Los buhoneros levantaron el campamento al despuntar el día. Se fueron alejando por el camino que atravesaba el valle. Delante iban los carromatos de los quincalleros con sus cachivaches metálicos, sus medallas, sus braseros de cobre y sus esquilones. Luego, los vendedores de quimeras con sus carretas sórdidas, adornadas con girones de tul. Al final iba ella, en pie, sobre el pescante de su carro malva.

“¡Oliva, yo sólo te había pedido las águilas reales!”, pensé, y en ese instante sentí su aliento junto a mí, y su voz naciendo de mis hojas, de mis ramas, de mis raíces hundidas en la tierra. Sentí su fuego recorrerme otra vez la corteza. La luna pálida del amanecer, ardió un instante en llamaradas de plata. El universo entero se acurrucó en el llano y un murmullo de alas invisibles se extendió por el aire. Alguien volcó en el cielo la miel de todas las colmenas, y de entre los brazos de la maga abiertos hacia el infinito, alzaron el vuelo dos águilas reales. Trazaron complejas trayectorias en torno a la carreta de la hechicera. Jugaron a encontrarse, a perseguirse, subían y bajaban, aparecían y se perdían entre los rayos del sol, para al fin, alinearse recortando su silueta sobre el cielo de oro. Sobrevolaron el robledal, y no se detuvieron. Luego, majestuosas como flechas de luz, volaron hacia mí planeando en el aire, tapando el sol para dejarlo caer de nuevo en la llanura. Estalló el día sobre el valle en un juego de alas y de luces.

La imagen de las águilas reales, sobre el cielo de aquel amanecer, es el recuerdo más bello y más glorioso que guardo en mi memoria.