El Trabajo Fin de Grado

María D. Laso Flores

«¿Existen los fantasmas? ¿Ha sido todo fruto de mi imaginación? ¿Las cajas de aceite me han protegido?», se preguntó aterrorizado Roberto. Seguía acurrucado en un rincón de la almazara, parapetado tras unas cuantas cajas de botellas del mejor aceite de oliva virgen extra de la Sierra de Segura, cuando apareció Dionisio por una de las puertas que conducían al recinto de las máquinas del proceso de extracción de aceite.

–¡Chico! ¿¡Dónde coño te has metido!? —Gritó al no verlo por ningún lado.

Roberto, en vez de decir la verdad, prefirió que el hombre pensase que se había echado en un rincón para seguir disfrutando de unas horas más de sueño.

—¡Estoy aquí! —exclamó levantándose y restregándose los ojos con los puños, simulando cierta somnolencia.

—¡Pazguato!, ¿tú no habías venido a dibujar una de estas máquinas!?

—Sí, bueno…, he acabado pronto y…, me ha entrado sueño y…, como habíamos quedado en que usted me dejaba solo un par de horas, no me ha parecido correcto ir a molestarle, así que me he echado un rato.

Dionisio lo miró con recelo, pero acabó levantando los hombros y diciendo:

—¡Venga, recoge tus bártulos, que te voy a llevar de vuelta al pueblo!

Y, sin más, lo que el joven experimentó en aquel lugar se convirtió en el secreto mejor guardado de su vida.

5:00h. a.m.

Roberto había madrugado aquel aciago día, obligado por el gran favor que le estaban haciendo, concesión pactada con el presidente de la Sociedad Cooperativa del Campo Nuestra Señora del Pilar, de abrirle las puertas de las instalaciones para que pudiera inspeccionarlas a sus anchas durante dos horas. Tenía intención de acabar pronto, porque quería marcharse antes de que llegara alguno de los operarios o de los socios. El joven había nacido y se había criado en Cortijos Nuevos, el municipio en el que estaba ubicada la almazara, pero llevaba unos años en Jaén capital, estudiando un Grado en Ingeniería Mecánica. Su Trabajo de Fin de Grado iba a versar sobre el diseño de una termobatidora de pasta de aceituna.

Dionisio, el operario más veterano de la almazara, lo había recogido en su Land Rover en la rotonda del Cruce y le había abierto las puertas, pero, acto seguido, se retiró a algún rincón de las oficinas a «echar una cabezadita cerca del radiador, mientras a ti se te congelan los huevos, zagal».

No era la primera vez que Roberto iba a la cooperativa a observar todo el proceso de fabricación del aceite; lo había hecho decenas de veces en su niñez y en su juventud, ya fuera acompañando a su padre cuando este llevaba los remolques de la cosecha de sus olivos, o en las visitas guiadas que concertaban desde el colegio y el instituto del pueblo.

No llevaba ni veinte minutos al lado de las máquinas, cuando comenzó a sentir cierta incomodidad en la cara y en las manos, como si se le hubieran pegado telarañas. Se pasó una mano por el rostro y se le deslizaron entre los dedos lo que parecían filamentos viscosos. Se los apartó de la cara asqueado, pero, por mucho que miró, no encontró nada. Se volvió a tocar la frente, receloso, por si experimentaba de nuevo aquella angustiosa sensación. La notó caliente. Pensó que la paranoia que había sufrido se debía a que se había enfriado mientras esperaba, sentado en los escalones del bar de Los Pinos, a que llegara su guía.

Ignoró estos primeros síntomas y volvió a concentrarse en la inspección ocular de la termobatidora de tres metros de longitud que tenía delante. El nuevo modelo que el joven pretendía diseñar tendría las mismas medidas que aquella, pero estaría reforzada de forma distinta: una combinación de dos palas desfasadas en 180 grados, con forma de hélice; paletas intercaladas en el interior del cuerpo, para añadir un componente centrífugo al movimiento de la masa; y aspas triangulares que produjeran un movimiento axial de la pasta.

El principal axioma del Trabajo de Fin de Grado de Roberto se fundamentaba en conseguir la máxima calidad en el aceite que se extrajera con el nuevo diseño de termobatidora. Consideraba que era fundamental que la cadena de producción del «oro líquido», que comenzaba en el olivo y terminaba cuando la botella de aceite llegaba al consumidor, no sufriera ninguna fisura en ninguno de sus eslabones. Todos los implicados en dicho proceso: agricultores, operarios, envasadores…, debían trabajar al unísono, con un único objetivo: conseguir el mejor producto del mercado.

El aceite de oliva que se obtiene en la zona detenta ciertas características especiales: procede de aceitunas de variedad Picual y de olivar de alta montaña, entremezclado con pinares. Esos factores explican el color amarillo verdoso y el aroma afrutado de la producción final. Roberto había participado, unas semanas antes, en una cata de aceite que se realizó en el Hogar de Jubilados del pueblo, y allí aprendió que también eran importantes otros parámetros, como el grado de maduración del producto o el clima del año de la cosecha.

De repente, le apremió un fuerte zumbido en la sien, mientras unos tenues e inexplicables sonidos se reproducían en eco por la sala. El origen de aquel ruido parecía encontrarse en algún punto a sus espaldas. Cuando se volvió para mirar, se quedó totalmente helado, pues alguien empezó a empujarle. Sintió un par de enormes manos que parecían que intentaban obligarlo a salir de la estancia. En seguida, se materializó frente al muchacho algo parecido al vapor: al principio fueron unos filamentos vaporosos, casi invisibles; después, aumentó la densidad hasta asemejarse a un balón de yoga; por último, se representó tímidamente una figura, de la altura de un niño; y tal y cómo había llegado, desapareció.

A duras penas pudo contener el grito que se fue abriendo paso en su interior; consiguió frenarlo al imaginarse el desprecio tiñendo los ojos de Dionisio, eso y la curvatura burlesca de su boca escupiendo un torrente de impropios: «Los niñatos de hoy en día no valéis “pa na”, en vez de pelotas colgando…, lo que tenéis debajo del pito es el mejunje ese que os coméis, “petisuis”».

—Debo de tener fiebre, estoy alucinando —dijo Roberto en voz alta para insuflarse ánimo.

«¿Pero…, y el ruido que he escuchado, y el humo que he visto?», se preguntó temblando.

Se acordó de su difunta abuela Dolores y de sus premoniciones. Ella las llamaba un don; sus vecinos, brujería.

«¿Habré heredado su don?», se volvió a preguntar con el estómago encogido.

La abuela, después de visitar a un enfermo, volvía a casa diciendo si iba a sobrevivir a la enfermedad que le aquejaba o no, y muy pocas veces se equivocaba. También tenía cocimientos de hierbas, a las que siempre añadía miel, como remedio para cualquier tipo de mal que sufrieran sus familiares o amigos más cercanos. La madre de Roberto, la nuera de Dolores, no se fiaba mucho de esos «aguachirris» (así era como los llamaba cuando la abuela Dolores no podía oírla); además, creía firmemente que algún día alguien iba a acabar envenenado con alguna de aquellas infusiones.

Empezaron a llamarla «Dolores, la curandera» cuando se especializó en curar «culebrinas», los herpes zoster, con pasadas de aceite de oliva y rezos. «Se toman dos ramitas verdes de un olivo y se ponen en un platillo que tenga aceite de nuestra tierra, de la Sierra de Segura. Después se colocan encima de la culebrina haciendo una cruz y, al mismo tiempo, se dice este rezo: «Yo iba por un caminito, me encontré con San Pedro, me preguntó qué tenía y contesté que cobrero. ¿Con qué se curaría? Respondió San Pedro: con aceite y rama de romero».

Según la abuela Dolores, las almas de los difuntos también la visitaban en sus largas noches de insomnio. Esa parte de su biografía cobró fuerza tras la muerte de su marido. Por las mañanas, solía salir de su habitación con los ojos hinchados y con unas ojeras violáceas que costaba no mirar. Contaba a los que quisieran oírla, y a los que no también, que el espíritu de tal o cual difunto no había parado de importunarla en toda la noche, ya fuera moviendo la cama, tirando de las mantas o correteando su sombra por toda la alcoba. Tanto Roberto como sus hermanos huían como de la peste de entrar en la habitación de la abuela, sólo con pasar por delante de ella sentían cómo se les erizaba el vello de todo el cuerpo. Pasaron muchos años creyendo que allí moraban, dentro del armario y bajo la cama, monstruos terroríficos que podían despellejarlos vivos con solo poner un pie dentro del cuarto.

Las luces se apagaron bruscamente, Roberto se impulsó hacia delante y se agazapó tras unas cajas que lucían orgullosas la ardilla que, desde hace años, es el símbolo de Denominación de Origen del aceite de la Sierra de Segura. Oyó cómo una puerta se abría y cerraba de golpe.

—Es Dionisio, es Dionisio que vuelve —susurró el joven para darse ánimos.

Escuchó pasos ligeros, le parecieron de alguien joven que andaba descalzo. Una ráfaga de aire gélido le alborotó el cabello.

—Me llamo Julián —escuchó en su cabeza. Los ojos se le desorbitaron y un sudor frío le recorrió todo el cuerpo—. Mis huesos yacen bajo los cimientos de la almazara. —Con todos los sentidos alerta escudriñó la oscuridad, temiendo descubrir cerca alguna figura terrenal o fantasmagórica—. Tres fueron las cuchilladas que me dio mi asesino, el hermano de la moza que cortejaba en el pueblo. —El aire de la habitación hacía tiempo que se había espesado, el cuerpo del joven se estaba congelando como el de un cadáver que lleva horas frío—. Todos los domingos venía andando desde Orcera a verla. La mayoría de las veces tenía que conformarme con verla desde lejos, siempre acompañada de familiares o amigas: cuando iba a lavar ropa al lavadero, cosiendo en la puerta de su casa, a la entrada o a la salida de la iglesia… Nos gustábamos, lo veía en sus ojos, en cómo se ruborizaba y bajaba la mirada cuando yo me quedaba prendado de su figura. Su familia era otro cantar, odiaban verme rondándola. Me advirtieron un par de veces, de malos modos, de que no me acercase a ella. «No tienes dónde caerte muerto», me escupían a la cara. —La voz del espectro destilaba odio y rabia —. No iban errados, solo era un jornalero más, mientras que ella…, ella era la hija de uno de los pocos hombres del pueblo que tenía olivos, tierra que sembrar y animales que se podían contar por decenas. Se cansaron de mi insistencia y antes de que pudiera pensar siquiera en raptar a la moza y llevármela lejos… En fin, a mi alma le costó separarse de mi cuerpo en mi último aliento —Roberto recordó, aun a su pesar, lo que contaba la abuela acerca de ese tema: lo difícil que era esa separación para alguno de los espíritus que la visitaban por la noche, sobre todo los que fallecían súbitamente o se suicidaban—. Escucho que te preguntas cómo me estoy comunicando contigo y que te respondes que debe tratarse de telepatía. —El joven universitario sacudió el cuerpo para desligarse de la sombra que intentaba abrazarlo, que debía vagar a medio camino entre este mundo y el otro—. ¿Por qué te estremeces? Tienes miedo, crees que te voy a hacer daño. No lo tengas, sólo quiero charlar un rato. ¿Sabes que eres especial? Noté tu sensibilidad la primera vez que pusiste un pie en la almazara, tendrías cinco o seis años. Por aquel entonces, hice algún intento de acercamiento, pero no era fácil: deambulaban demasiadas personas a tu alrededor y es más complicado a la luz del día. —Olía raro, no al típico olor de la molienda de la aceituna sino como a gas mezclado con agua estancada y moho—. Creo que contarte mi historia me ha hecho bien, que ha cambiado mi situación. Siento que algo tira de mí, que quiere llevarme a otra dimensión. Gracias, gracias, gra…

Las luces se encendieron.

El corazón de Roberto latía acelerado por el miedo, se detenía y borboteaba de un modo poco saludable, pero los estremecimientos fueron remitiendo. Pudo disponer, para volver a razonar con lucidez, de unos preciados minutos antes de que Dionisio hiciera su entrada triunfal. El hormigueo de manos y pies le hizo ser consciente de que no había cambiado de postura en un buen rato.

La puerta se abrió de golpe, entró Dionisio y, al no verlo por ningún lado, gritó.