El último manijero (Habemus oleum)

Gaviola de Aznaitín

Como todos los pueblos de Sierra Mágina, también aquel estaba en pandera, lo que acarreó desde siempre que el personal, antes de que le derrengara la edad sobre el sostén de las garrotas para compensar el arqueo de los años en las piernas, remontase las cuestas arriba con un singular desplome hacia delante, que arrancaba desde la cintura, como si fueran buscando agujas en el suelo, y recerniéndose hacia atrás a cada paso, apuntalando con firmeza los talones en el empedrado, los brazos en jarras y las manos en las traseras, como única forma de compensar de la mejor manera posible los distintos desniveles, cuando las cuestas abajo encalambraban las rodillas y amenazaban rodaderas o desolladuras de las de abrasar a golpe de yodo.
El Pueblo, a la manera del nacimiento del pelo en una frente a medio arrugar, arrancaba con brío desde la falda de la Serrezuela, y se iba espesando y recostando camastrón, recerniéndose a sus anchas por la ladera, hasta hallarse y recogerse en sí mismo en sus últimos linderos, donde las casas se convierten en mechones de agrestes miradores naturales al borde del balate. Ufanas y jóvenes crestas calcáreas, encubiertas en grisuras veteadas de tintes bermejos, les ponían visera a las casas y al paisanaje cada día, cuando el sol se echaba a andar, mandando por delante fulgores que avisaban de su inminencia, hasta coronar él mismo los perfiles de la Serrezuela desde la trasera, momento en el que, tras tomar al asalto el Castillo a golpe de un deslumbre del color de la piedra de los castillos de toda la vida, se lanzaba a resbalar por los repechos, a trompicones, andorreando a su ritmo por todas las calles que venían desde el Canalizo hasta la linde donde el Pueblo le cedía el paso a la pertenencia de las olivas del Valle, y a las de la Dehesa, arropadas desde lejos por el Aznaitín, ese cerro que, desde el Pueblo del que hablo, con el sol celado a sus espaldas, se echa a dormir a la misma hora que las gallinas, pero que, nada más tocar diana el amanecer desde los cantos de la enfrentada Serrezuela, se le iluminan las hechuras como a una recién parida.
Era la hora que él tenía calculada para ponerse en camino.
El último manijero, a modo de “Sancho Panza” amojamado y venido a menos encima de su jumento, arrimó la borrica al pilar de La Pililla permitiéndole beber a sus anchas, como había hecho de toda la vida de Dios, hasta en aquellos tiempos en los que las aguas del pilón estaban infectadas de sanguijuelas que luego había que sacarles a las bestias metiéndole tabaco de picar por los belfos para que arrancaran con sus imponentes estornudos a tan aviesos moradores. Cuando el animal resopló mansamente mostrando la hartura con un resuello en la superficie del agua, que levantó a contraluz un espurreo de chispas luminosas, el hombre enderezó el ronzal con un manso tironeo de la mano izquierda, aflojando la derecha al mismo tiempo, de manera que la borriquilla pudiera entender hacia qué lado arrodearse; y, tras repiquetear con ambas piernas la pleita del serón plegado sobre el aparejo, cuidando de no arañarse él ni soliviantar en exceso a la borrica, siguió camino abajo, en busca del Campanil, el pequeño otero desde el que ya llegaban las esencias picantes de las lumbres, alimentadas por las hojas siempre verdes de olivo y las támaras resecas del verano, sobre cuyas ascuas de seguro que ya estarían los más madrugadores asando tocino fresco y sajando butifarras; y, si el instinto no lo traicionaba y se dejaba embeber en el tufo que distinguía entre todos los demás, como un revoltijo de carne cruda macerada en pimentón, pimienta y orégano, hasta pudiera ser que cualquier ostentoso estuviera mareando en algún azafate una pella de suculenta zorza escamoteada del caldero de la última matanza casera clandestina.
Aguijó a la borriquilla con aquel “arre-Jacinta” con el que ellos dos, hombre y bestia, se entendían sin necesidad de mayor conversación, y se deleitó calmoso, olisqueando y ojeando aquí y allá las nubecillas de humo blanquísimo con la que los aceituneros metían en fuga a las escarchas de la última noche, mientras trataban de atrapar entre sus dedos arrecíos un puñadillo de calor de reserva antes de meterse a la faena.
La vereda se arrodeaba ahora hacia la izquierda, dejando que el sol pobremente tibio le costeara por el flanco del corazón, caldeándole los más viejos recuerdos de aquel camino que tantas veces había transitado en compaña, hasta irse quedando a solas con su borrica. Si cerraba los ojos –lo hizo asegurándose que la rienda estaba asegurada al cabezal de la albarda– podría describir sin equivocarse cada vara del paisaje por el que transitaban su borriquilla y él: cada mata de jamargos, cada rodal de collejas, de cardillos o de tueras en recesión, cada barranquera nueva echando los primeros espárragos, cada almendro dando las boqueadas, consumido por la goma o por la gula de las varetas, o cada zábila ostentando sus solitarias petulancias enhiestas en las que aquellas pencas se empleaban con tal ahínco que una sola floración acababa con su vida como un mal parto.
Ya en lo alto del otero de Campanil, el último manijero echó pie a tierra, desaparejó a la Jacinta, dejando serón, mantón y albarda en el suelo y la jáquima colgada del tocón de un majoleto seco, y le dio al animal una palmada en la culata para hacerle saber que tenía a su disposición un día entero de holganza y que era libre de solazarse ramoneando yerba fresca hasta que él rematara la tarea, permitiéndose a sí mismo, cebero y amocafre en mano, echar una mirada cansina sobre el paisaje de olivos que se ensanchaba ahora a sus pies en perfecta formación, como si estuvieran haciendo la mili, todos ellos de imaginaria sin relevo, y sin nadie que diera el toque de queda o mandara descanso. No pudo por menos que ufanarse para sus adentros: todos aquellos reclutas verdes, hasta donde le alcanzaba la vista, habían estado a sus órdenes durante más años de los que él sabría contar sin miedo a equivocarse; desde cuando lo ascendieron a manijero de La Casería hasta que él mismo se licenció de la tarea de tener que señalar o relegar peones en la plaza del Pueblo para darles a ganar un jornal discontinuo.
El sol, el humo o lo que quiera que fuese, le escocía ahora en los ojos, lo que lo obligó, aunque no hubiera nadie en los entornos que tuviera que apercibirse de su breve derrota, a calarse la gorra hasta que la visera le quedó a la altura de la pelambre de las cejas. Luego se arrodeó, se afianzó en su vara y miró con ternura la única oliva que a él le pertenecía de entre todas sobre las que, en otros tiempos, tenía él que disponer su incesante laboreo, aunque fueran propiedad del ama; y que habían sido tantas que no había cuadrillas suficientes para cosecharlas en un tiempo medianamente razonable, ni tinajas bastantes para atrojar tantísimo aceite como el que echaba por sus bocas el molino. Cuando él dispuso dejar lo del campo para dedicar su tiempo al cuidado de la Gabriela, el ama le favoreció con un pedacillo de tierra; un haza que muy pronto, sin pararse a pensar el porqué, principió a antojársele demasiado trabajosa para tan poco rendimiento; y él se la cedió al boticario en pago por las últimas medicaciones que precisó la mujer, quedándose para sí una única oliva en lo más alto de Campanil, cuyo laboreo no requería emplear más que el amocafre para limpiar los yerbajos, su azada de siempre para hacer la poza cuando hubiera que recoger el agua de la lluvia o emparejar el ruedo al tiempo en que comenzaban a dejarse caer los primeros caretos, su largo palo de varear con el que darles alcance a los frutos más volanderos de la copa y la esportilla de pleita, que lo mismo hacía de cebero para colmarle de paja y granzas el pesebre a la Jacinta que para recoger la aceituna en el ruedo de su oliva.
A lo lejos, las lumbres seguían con su vaho y sus fumarolas mientras que las cuadrillas de vareadores sacudían con armatostes mecánicos y apaleaban con sus varas a los árboles, como alevosos salteadores de caminos dispuestos a abatir jugosas resistencias negras.
No, él no apalearía a su última oliva con aquella despiedad con la que en sus años mozos había tenido por costumbre acometer cualquier faena, incluido el avareo. Bien sabía él a aquellas alturas de la vida que un agravio, por único que sea, o un descuido de hogaño, no traería sino hambruna, resentimiento y retraimiento para el siguiente; y a él, aunque la vida lo hubiera retirado de casi todo, todavía le quedaban ganas de cosechar por algún tiempo de añadidura, fuerza en las muelas con que matar el hambre sin acudir al derroche, y corazón con la suficiente picardía como para seguir reclamando arrimos genuinos, sin tener que gastarse los dineros en comprar compaña frente a la lumbre o calor bajo las mantas.
Allí estaba su oliva; viejuna y áspera de tronco acorde con su edad, pero entiesada en la índole de sus maneras como en los mejores tiempos de estaquilla. La miró con ese cariño licuado y lejanoso que solo encuentra apaño y recibimiento en los ojos de los más viejos.
Le pareció a él que su oliva se vencía abriéndose desde la copa como una berza subida, ladeando harapos por los bajos hasta ras de suelo, derrengada de aceitunas turgentes y bien cebadas por las últimas lluvias, con cuyas desvergüenzas moradas bien que sabía ella engatusar todavía desde lejos la gula de los zorzales en invierno y el anidar de las tórtolas cuando el tiempo comenzaba a mayear. ¡Ay, señor! Tal que como a él le engatusaba quien le engatusaba por aquellos tiempos, cuando estaba en sazón, y le anidaba las noches más esponjosas del agosto, sin que, a pesar de los años, le alcanzara todavía él a destiempo.
¡Ah, aquella endiablada muchacha de ojos como aceitunas en sazón, que no le permitió hacerse viejo junto a ella como se habían apalabrado entre ellos dos! Y fue la muy perjura y enfiló por su cuenta la trocha que todos han de seguir, antes siquiera de darle a él tiempo a decirle un último “te-quiero” de cuerpo entero y en condiciones.
Ella, su Gabriela, fue la benignidad de lo cotidiano. Lo de ahora era una misericordiosa discontinuidad que no dejaba por eso de agradecer.
El año en que se fue su Gabriela, él no tuvo alientos ni de pensar en consolaciones advenedizas ni de subir hasta el Campanil a cosechar la aceituna; y su oliva, la única oliva que le quedaba después de pagarle al boticario las cuentas pendientes, se le figuró a él que a estuvo al borde de tomar idéntico derrotero que la Gabriela. “Las olivas son como las cabras –pensó– o se las ordeña cada día o se les retira la leche”. Pero, por lo que se ve, las olivas tienen más aguante que las cabras y menos pretensiones.
El último manijero, ahora que la Gabriela ya se le había aposentado en una hondonada de sus recuerdos, le tenía a su oliva casi tanta querencia cotidiana como a su Jacinta, aunque a la Jacinta, tan jaleosa ella en el rebuzne, le consentía más arrimo y le dispensaba más tientos y atenciones por aquello de que ambos dos morirían antes que aquel sagrado árbol, que a saber quién de entre sus antepasados o de los del ama lo plantaría allí, en lo más alto del cerro.
Lo que pasa –se dijo– es que, en un día tan diáfano y tan único como aquel que él empleaba en recoger las aceitunas para el aceite del año, no era cosa de pararse a pensar en tránsitos y porvenires, que estarían por llegar cuando Dios tuviera dispuesto, “pero que…” –comenzó a decir en voz tan alta que provocó un repullo en la Jacinta, haciéndola pingar al aire en vacío como si le adivinara de antemano el pensamiento– “…ojalá al Altísimo se le demore el reloj en el fondillo del chaleco, aunque la Gabriela tenga que conformarse con aguardar, como lo aguardaba cada tarde cuando eran mozos y él le hacía la calle, hasta que le dieron licencia para arrimarse a la puerta y hablarse hasta la hora del toque de ánimas.
Por mucho que la oliva les sobreviviera a la Jacinta y a él, no le cabía duda de que en esos momentos la pobre renqueaba agoniosa hasta el borde de la quebrancía bajo el peso de la cosecha; pero allí estaba él para llegar a una entente con ella sin originarle padecimientos inútiles. Le aliviaría el peso de las ramas más altas con tiento; de eso podía estar segura. Y le lisonjearía tiernamente los aldares con la punta de la vara, como quien acaricia sin jactancia hasta llegar a la entrega. Luego, con los tallos y las hojas jóvenes que derrotara en la faena, y con alguna támara más que arrimara y tres o cuatro pestugas precoces que chaspara con el hocino, encendería una lumbre a eso del mediodía, se calentaría las manos para desentumecerlas, aparejaría a la Jacinta, asegurándose de acomodar las aceitunas en los senos del serón mullidos con pajones, y se cuidaría de llevarse en la pelliza los olores que solo en Jaén se espurrean con el humo de las lumbres como parte inseparable de su enjundia en tiempos de aceituna.
Antes de que el sol se metiera por la zurda del Aznaitín, que es el camino que toma en el invierno, y antes de extinguir la lumbre con tierra, se pararía a mirar sin prisas ese subir, camino del no se sabe dónde, del humo de su propia fogata. Ese humo con el que cada año, cual cónclave de minúsculos y esféricos cardenales colgando de los olivos, anuncia la buena nueva del olivar: la misma que les enseñó a los chiquillos de la escuela su maestro cuando él era todavía un chavea de los de descalabrarse a peñonazos por mitad de las hazas más que en el instruirse en latines que, por lo que él coligió con el tiempo, no servían tanto como servía su oliva para poder comer caliente:
¡Habemus oleum!
En “CasaChina”. En un 17 de Diciembre de 2018