La botánica entró en el domo número doce de la Buenos Aires. Había conseguido un pase de cuatro horas y planeaba dedicar ese tiempo al olivo.
La nave colonia aún no había terminado su etapa orbital alrededor de la Tierra, la primera de muchas en su largo viaje generacional. Durante esa primera fase, se agruparía con las otras naves que despegaban desde todo el planeta. Después se dirigirían juntas hacia el Sol y lo rodearían, pasarían muy cerca de la estrella al mismo tiempo que quemaban la mayor parte de su combustible.
Todos los viajeros recibían una formación básica en astronáutica. No es que la Confederación de Naciones pretendiera que participasen en las maniobras. Las IAs de la clase Fénix podían ejecutar todas sus rutinas sin intervención humana. Tan sólo se consideraba que todo ciudadano tenía derecho a saber. Al fin y al cabo, estaban condenados a morir en aquella nave mucho antes de alcanzar su destino. Parecía justo que al menos conocieran los fundamentos de su travesía.
La doctora en Ciencias Biológicas y Gestión Ambiental Tamara Castillo había sido siempre una persona curiosa, así que puso toda su atención cuando le explicaron en qué consistía el efecto Oberth. Gracias a él, alcanzarían una velocidad de 350 kilómetros por segundo, lo bastante como para emplear «sólo» unos 3500 años en llegar a su destino: Proxima Centauri b, la estrella más cercana al Sol, donde esperaban encontrar un planeta habitable para el ser humano.
La humanidad no había conquistado la inmortalidad de los individuos, se conformaba con lograr la de su especie. Si todo iba según lo esperado, la Buenos Aires viajaría por el vacío del espacio al mismo tiempo que en su vientre nacerían y morirían ciento cincuenta generaciones. Si algo iba mal, había otras ochocientas cincuenta y tres naves que abandonaban el planeta moribundo.
Caminó por los senderos de terra rosa y caliza, rodeada por árboles y arbustos de clima mediterráneo. Mientras se dirigía con seguridad hacia el lugar donde habían plantado el olivo, levantó la vista hacia el techo transparente. La nave generacional pasaría el 99,99999999999999998% del tiempo en el espacio sin recibir la radiación de ninguna estrella, de modo que aquella decisión no tenía ningún valor práctico. Numerosas lámparas multifrecuencia proporcionaban a las plantas toda la luz que necesitaban para sus ciclos energéticos, a la vez que activaban la producción de vitamina D en los humanos.
La doctora Castillo dio gracias por las películas de ciencia ficción que sin duda habían influido en los diseñadores de la clase Fénix. Mientras durase la fase orbital, podría disfrutar de unas vistas increíbles del planeta, aunque la mayoría de las veces el espectáculo provocaba más desazón que disfrute.
El azul de los océanos había sido sustituido por un verde esmeralda en todas las áreas cálidas, allá donde el fitoplancton había multiplicado su presencia. Desde el punto de la órbita donde se encontraba en ese momento, podía ver la Gran Mancha Blanca, una concentración de microplásticos que ocupaba la tercera parte del Pacífico. El séptimo continente.
Cuando llegó a su destino, sonrió por primera vez en muchas horas. La botánica no era la ciencia más popular aquellos días y sus propios colegas no sentían interés alguno por las especies mediterráneas, así que estaba segura de ser la persona que más tiempo pasaba junto a aquel árbol.
El centenario olivo pareció darle la bienvenida. Sus ramas se extendían formando una cúpula de unos quince metros de diámetro. Era mucho menos imponente que los colosales baobabs de troncos abombados o la única secuoya de la nave, que casi tocaba el techo del domo número uno, construido específicamente para alojarla. Pero para Tamara era como si un viejo amigo le diera un abrazo.
Era imposible saber cuántas naves alcanzarían su destino, así que la Confederación determinó que todas ellas contasen con un cargamento lo más variado posible. Llevaban a bordo semillas de todo tipo, pero nadie podía garantizar que encontrarían el suelo donde pudieran germinar. Aquellos domos podían convertirse en los últimos bosques vivos de la Tierra.
Los droides de mantenimiento habían desplegado el emisor de pulsos alrededor del árbol, siguiendo las instrucciones que la doctora introdujo en el sistema la noche antes.
El dispositivo consistía en unos bastones clavados en el suelo alrededor del tronco y un conjunto de sensores sujetos a su corteza. La patente era tan reciente y los desafíos que la comunidad científica tuvo que enfrentar en el planeta tan graves, que en realidad muy pocos habían usado ese artilugio antes que ella. Y mucho menos con una especie tan humilde como un olivo.
—Yo seré la primera que vea tu pasado, amiguito. Vos y yo vamos a pasar cuatro horas juntos. Será como una cita —dijo la muchacha dirigiéndose al árbol.
Rio para sus adentros al oír sus propias palabras, pensando con amargura que no había tenido muchas citas a lo largo de sus veintinueve años.
—Sé que no podés oírme, pero estamos solos, así que nadie me tomará por loca si te cuento lo que vamos a hacer. Esta belleza que te han colocado alrededor emitirá pulsos electromagnéticos que atravesarán toda tu masa y llegarán hasta los sensores sujetos a tu tronco, que recogerán los ecos y los llevarán hasta el ordenador. Una vez allí, el software del doctor Murakami, el genio que inventó esta maravilla, hará su magia y yo podré leer tus recuerdos. Así de sencillo. Hermoso, ¿no es cierto?
La botánica se quedó mirando el árbol durante unos segundos, como si esperase una respuesta.
—Bueno, vamos a empezar o me volveré loca de verdad. Mostrame tu pasado, amiguito. Quiero ver la tierra de luz y baile que contó ese gringo, Irving.
Se sentó junto al árbol, con la espalda apoyada en el tronco. Tenía la sensación de que al cabo de un par de horas le dolerían los riñones y tendría el culo más frío que un día de pampero, pero en cierto modo era lo más apropiado. No hacerlo así la hacía sentir como una intrusa.
Se colocó el gorro de goma con los electrodos de la interfaz sináptica, se inyectó una dosis de secobarbital y pronunció el comando de activación. Un zumbido suave le indicó que el emisor de pulsos había comenzado a hacer su trabajo. Respiró hondo y dejó que el sueño se la llevara de allí.
La interfaz tardó un rato en mapear los impulsos en algo parecido a su propia memoria visual. El resultado era una imagen en blanco y negro formada por miles de millones de puntos, algo parecido a una grabación LIDAR. No había audio.
Tardó en darse cuenta de qué era lo que estaba «mirando» porque resultaba muy diferente de lo que había esperado encontrar. El árbol aparecía rodeado de edificios. Aunque el software intentaba ofrecer un relato cronológico, a veces los recuerdos de varias épocas se mezclaban. Pero de lo que no cabía ninguna duda era que aquel ejemplar no provenía de un olivar. Durante toda su vida en la Tierra había estado en una pequeña plaza.
La botánica se fijó en un edificio en particular. Se trataba de una iglesia. Buscó algún elemento representativo que le permitiera hacer una búsqueda de detalle. En una de las paredes del templo había una fuente de piedra con la forma de un león. Con todos esos datos introdujo la consulta en el sistema. Casi al instante, el ordenador le ofreció la lista de candidatos. El primero correspondía a El Jardín del Ángel, una floristería en la Calle de las Huertas, en pleno centro de Madrid. La iglesia era la Parroquia de San Sebastián.
Leyó sobre el lugar sintiendo que su decepción aumentaba por momentos. Había esperado mucho para tener la oportunidad de husmear en los recuerdos de ese árbol y se encontraba con que había pasado toda su vida junto a una tienda de plantas.
—Un rincón lleno de historia, pero yo no soy historiadora, sino botánica. Quiero ver árboles que hayan vivido en un entorno natural, no especímenes trasplantados a un espacio urbano. No eres mejor que un animal de feria —dijo con desprecio.
Hizo ademán de quitarse los electrodos. En el último segundo, algo llamó su atención. Al principio lo confundió con una anomalía del software. Se trataba de algo… verde. Las imágenes generadas por la interfaz tenían forma, pero nunca color. Sin embargo, allí estaba, justo debajo de sus pies, en lo que debían ser las raíces del árbol. Entonces vio que no había solo uno, sino dos, tres, decenas de ellos. Brillaban como si hubiera encontrado una mina de corindones.
No tenía ni idea de cómo reaccionaría la interfaz a un gesto cuya lógica, estaba segura, no había sido programada. Incluso cabía la posibilidad de que fuera peligroso. Podía quedar encerrada en la red sináptica del generador de pulsos y caer en un profundo sueño del que le costaría despertar. Si eso ocurriera, pasarían horas hasta que alguien la encontrase. Pero tenía que intentarlo. Sentía que debía averiguar qué eran esos puntos. Se acercó a uno de ellos y extendió la mano de su avatar.
La imagen proyectada en su córtex cerebral comenzó a cambiar poco a poco, girando a su alrededor en un torbellino que no había visto nunca. Las motas color esmeralda parecían mariposas de brillantes alas. Con cada giro, más y más puntos negros se teñían con su color. Al principio eran de distintos tonos de verde, pero luego comenzaron a aparecer otros colores. Azules, dorados, pardos. El remolino giraba como si fuera el carrusel más veloz del universo. La sensación era tan intensa que creyó que perdería el conocimiento. Aunque no servía de nada, cerró un momento los ojos, asustada.
Al principio pensó que seguía en el domo y la interfaz había dejado de funcionar. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el viejo olivo, rodeada de árboles. Pero entonces se dio cuenta de que todo era diferente.
Aunque el mundo que la rodeaba volvía a estar lleno de color, era muy distinto a la nave. Sobre ella, un brillante cielo azul, con una luz tan intensa como la de la Pampa, se extendía en todas direcciones. Su nariz se llenó con el olor de la tierra y otros aromas florales que ni siquiera pudo identificar. Cuando las voces de los pájaros llegaron a sus oídos, sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas.
Con mucho cuidado, apoyando la mano contra su olivo, se puso en pie. La mente le decía que su cuerpo seguía sentado en el interior de la Buenos Aires, pero ella sentía que estaba de pie sobre aquella tierra rojiza.
Entonces los vio y se dijo que era una estúpida por no haberse dado cuenta antes. Los árboles que había a su alrededor no tenían nada que ver con los que llenaban el domo número doce. En esa otra realidad, todos y cada uno de los cientos, miles de árboles que se extendían en todas direcciones eran olivos. Se giró y miró el suyo.
Era idéntico a como lo recordaba, solo que no tenía los sensores ni estaba rodeado por las picas emisoras de pulsos. Cada una de sus hojas brillaba bajo la luz de un sol de justicia que, solo entonces, notó picando en su piel. Sonrió al pensar que en poco tiempo estaría roja como un camarón cocido.
—Eres tan hermoso —dijo en voz alta.
Sus propias palabras sonaron diferentes, más claras, como si el aire fuera distinto al del interior de la nave. Aspiró con fuerza y un millar de aromas se le coló por la nariz, pero esta vez, como si el árbol le prestara sus sentidos, pudo identificarlos. Ahí estaban la tierra roja, la corteza, la humedad que subía del suelo y el olor de su propia piel, calentada por el sol. Podía oler el sudor que comenzaba a empapar su ropa, la savia que circulaba por el interior de los olivos y el aroma lejano de la miel de una colmena. Y por debajo de todos ellos, como la radiación de fondo de ese microuniverso que le pertenecía solo a ella, notaba un olor fragante y sabroso al mismo tiempo.
Una oleada de sensaciones le llegó con la fuerza de una onda física. Supo sin la menor duda que el árbol se estaba comunicando con ella. Era consciente de que estaba dentro de él y la invitaba a ir más allá. Quería que lo probara.
Extendió el brazo y arrancó con suavidad el fruto de una de las ramas, llenándose la mano de hojas y aceitunas. La acercó a la nariz y aspiró su olor. Era fresco, con un matiz resinoso. Entonces apretó con fuerza. Los frutos reventaron y el jugo le resbaló por los dedos, cayendo al suelo en forma de gotas áureas. Levantó la mano y bebió el zumo de las olivas.
Aquello no era aceite, pero aun así su sentido del gusto la transportó a la infancia, a las tardes en que el abuelo tostaba varias rebanadas de pan para comerlas juntos en la merienda, una costumbre de sus años de niñez en España que conservó toda la vida. Echaba un buen chorro de aceite sobre el pan y añadía unos granos de azúcar para ella y una pizca de sal para él. Jamás hasta entonces había vuelto a probar algo así. Sintió que estaba de vuelta en casa. Los ojos se le volvieron a humedecer y soltó una carcajada de puro gozo.
Comenzó a caminar y un segundo después estaba corriendo. El árbol la animaba a explorar el olivar, a probar el fruto de cada uno de sus vecinos.
Desde el rincón más lejano de su cerebro, una nota de tristeza le recordó que el ordenador estaba programado para despertarla cuando concluyeran las cuatro horas. Pero hasta entonces podía vivir ese milagro.
—Estoy segura de que ni el mismísimo doctor Murakami ha visto nunca algo así. Ahora que sé dónde estoy, no quisiera marcharme jamás.
Al fin lo había comprendido. La doctora Tamara Castillo corría, reía y lloraba mientras el último olivo soñaba con un olivar.