El viaje de Peludo

Juan Ángel Brage

Todo el día estuve oyendo el varear de José entre los olivos de la huerta. Sólo unos leves parones para trasladar los mantones de un árbol a otro. Aunque son pocos, dan mucho trabajo, porque los ha dejado crecer hacia lo alto y no resulta fácil varear las copas. Un silencio más prolongado se produce a la hora del almuerzo. Y de nuevo el golpeteo rítmico de la vara. María entraba y salía recogiendo el fruto ya maduro y prieto.

Ella misma, en el molino doméstico, iba prensando la aceituna y un hilillo de oro fino se iba filtrando y llenando las vasijas que tenía preparadas. En sólo dos días recogían y molturaban toda la cosecha, así que hoy acabarían la tarea y tendrían disponible el aceite para todo el año, aunque quizá no fuese suficiente si la generosidad de María con las vecinas se mantenía como otros años.

Semidormido sobre mis cuatro patas, empecé a notar unas vibraciones distintas, que reflejaban un cierto nerviosismo o ansiedad. Provenían de la vivienda de mis amos, pared con pared con la cuadra. Poco a poco la agitación aumentó y enseguida se abrió con energía la puerta de mi establo. Un aroma intenso de aceituna recién molturada entró en la cuadra como una bocanada de aire fresco.

El amo me llamó por mi nombre, Peludo, y empezó a decirme que teníamos que madrugar y que nos esperaba un día con faena extra. Mientras hablaba empezó a aparejarme. Normalmente es un rito que tiene sus tiempos y modos, pero en esta ocasión no fueron respetados, todo se hizo con la máxima diligencia, sin perder un minuto.
No me pusieron la montura, sino unas alforjas grandes que José se esmeró en fijarlas bien con la cincha. Convenía que así fuera porque se precisa una seguridad grande para poder trabajar fuerte. Enseguida fueron llenándose las alforjas con sacos de diferentes formas y tamaño, también una alcuza de aceite de casi cinco litros. Pude además detectar las herramientas de carpintería y el pan recién salido del horno, que daba gloria oler. Debía de haber ropa porque algún fardo tenía mucho volumen y poco peso. No había salido el sol cuando cruzábamos la puerta. María llevaba al Niño en brazos y José tiraba del ronzal.

La casa se quedaba tal y como estaba, el catre y la cuna del Niño en la segunda estancia, y en la primera, las paredes decoradas con los cacharros habituales en las cocinas. El fuego aún vivo testimoniaba que no había tiempo que perder.
Nadie en la calle, nadie en la senda, en estos primeros pasos bien conocida, que nos llevaba hacia el oeste. Prisa, cierta ansiedad, pero nada de malos modos. Todavía muy cerca oímos los graznidos del ganso, que no quería quedarse solo y corría torpemente tras nosotros, ayudado por las alas. Nunca había pensado en que el ganso nos acompañara en esta salida, pero tras la sorpresa de sus graznidos, nos sirvió para reírnos y relajarnos un poco. Con paso torpe y decidido se puso a la cabeza del grupo, como si tuviera que dirigirlo.

Al poco rato, como sin darle importancia, se unió Son que, de un salto, se subió a mis lomos, ladrando festivo, por la expectativa del plan extraordinario que se avecinaba. María se alegró al verlo, pero no tanto José, que debió pensar en los cuidados que debería prestarle, aunque se quedó tranquilo al entender que no podrían emplearlo para seguir nuestro rastro.

Ya en ruta caminamos en silencio haciendo pequeños cambios. El Niño se acomodaba en los lomos, María lo cuidaba y aprovechaba mis fuerzas para aligerar el paso y José avanzaba al frente y cuidaba de que no nos siguiera nadie. En las primeras horas no nos cruzamos con nadie, lo que nos daba tranquilidad. Cerca del mediodía, divisamos a lo lejos un grupo de personas que avanzaba junto con algunos animales. José no supo qué hacer, quizá lo hubiera pensado, pero se le notó perplejo. Quiso apartarse del camino, pero ya era tarde. Nos habían divisado y la ausencia les hubiera alertado. En un momento le indicó a María que con el niño se apartase del camino. Él avanzaría como si fuera solo. Él volvería en un breve tiempo a recogerla. Son acompañó al niño como si supiera que tenía una misión que cumplir.

El encuentro se produjo del modo más natural. Se preguntaron por la finalidad de los desplazamientos y se intercambiaron información sobre las distancias que recorrerían en las próximas horas. Después, una larga despedida con los parabienes correspondientes. José siguió su camino hasta que los perdió de vista. Si yo estaba muy inquieto por la suerte de mi ama, cuánto más lo estaría José, pero no podíamos retroceder inmediatamente. Esperamos menos tiempo del prudente e iniciamos el retorno. Nos alegramos muy pronto al ver a Son que venía jubiloso a nuestro encuentro. Al cabo de unos minutos recogimos a María con el niño, que caminaban en nuestra dirección.
Después de varias horas, cuando el sol estaba en lo más alto, paramos algo apartados del camino, a la sombra de un olivo, aunque más que la sombra buscábamos un discreto camuflaje. Pudimos beber y tomar algo para reponer las fuerzas. A todos nos hubiera gustado sentarnos, pero era pronto para aflojar la vigilancia, y comimos de pie. Ni siquiera pude desprenderme del peso de las alforjas, que estaba muy bien estibado.

Al reemprender la marcha José, que había hablado muy poco, le fue contando a María cómo se le había aparecido un ángel durante el sueño y cómo le había ordenado que huyera a Egipto, porque Herodes buscaba al Niño. Remató la frase para suavizarla, diciendo que si lo buscaba no sería para nada bueno. Enterarme del origen de la aventura me supuso un disgusto grande, incluso se me doblaron las rodillas, pero me repuse enseguida y no pasó nada. Saber que teníamos un destino me dejó más tranquilo e hice el propósito de que la aventura no fracasara por mi causa.

Llevaríamos varias leguas recorridas cuando alcanzamos el pozo que los viajeros nos anunciaron. Dieron de beber al niño, que por exceso de celo estaba muy abrigado, y había perdido líquido. Bebimos también los demás, yo el último, tras haber repuesto el pellejo. Un poco más adelante José se detuvo, había encontrado un buen lugar para pasar la noche. Agradecimos la parada y tras unos minutos de respiro, José me liberó del peso de las alforjas y me dejó solamente el collerón y una soga atada a unos arbustos. El alivio fue grande y con las hierbas del paraje pude recuperarme totalmente. Son y el ganso enseguida se acomodaron, sin más preocupaciones. María y José cambiaron al Niño y lo atendieron con mimo. María, en previsión de la dureza del viaje, le ungió el cuerpo con aceite para proporcionarle un respiro a la piel.

Pronto se puso el sol e intentamos coger el sueño. Cerca oí un buen rato hablar a María con José, pero sin entender lo que decían. Supuse que prepararían la llegada a Egipto, la búsqueda del barrio judío o de algunos parientes que les permitieran establecerse, aunque fuera muy provisionalmente. Yo también hablaba conmigo mismo, sin entender mi papel. Me decía: sin previo aviso me veo embarcado en una aventura que no esperaba. Son muchas cosas: primero un cambio de planes que me deja desorientado, después un conjunto de lotes que no llego a identificar del todo y por tanto que no les encuentro sentido, y sobre todo, un espacio de tiempo definido por una distancia en leguas y los tropiezos que nos podamos encontrar.

José me debió de notar inquieto, porque se levantó a media noche y cogiéndome por el dogal se acercó a mi oreja y me llamó Peludo, con la voz más cariñosa que nunca he oído. Después me dijo: “tú eres un burro y no entiendes que estás prestando un servicio muy grande. Sin tu concurso, no habría víveres ni pertenencias que se pudieran salvar, y quizá hasta peligraría la vida del Niño. Así que puedes sentirte orgulloso”. Me quedé entonces tranquilo y sentí ser casi un héroe.

Mientras José se retiraba le oí comentar que también a los hombres les surgen esas dudas e inquietudes, con motivo de los cambios de planes y las enfermedades, que podrían compararse con los fardos que se suben a los lomos de las caballerías. Como en el caso de Balaam también debemos aceptar la lección de un jumento y sentirnos orgullosos de prestar un servicio, aunque la carga sea pesada.

Volví a coger el sueño mientras pensaba que tiene sentido mi hacer y debiera de entender lo que los hombres no entienden, cuando con los serones llenos, se hace penoso el camino.

Han pasado varios meses y nos llegan las noticias de los destrozos de los guardias de Herodes, que llevaron a cabo la matanza de niños inocentes. Obedecían órdenes, pero órdenes sin alma y sin explicaciones. Sólo supieron que una familia se había ausentado cuando dieron por finalizado su encargo.