ETICEA

Alfonso Rodríguez Baena e Isabel Expósito Fuentes

(Una historia real y amable sobre el mundo del olivo en una época de posguerra en el corazón de Sierra Mágina)

La educación que recibíamos en esa época estaba enfocada, en un gran porcentaje, en las bondades de los olivos y en lo básico que era que mimáramos sus frutos y trabajásemos la tierra con amor, con esfuerzo y tesón para poder conseguir las mejores cosechas posibles, pues era de lo único que casi podíamos subsistir. La aceituna era la vida. Sin ella, no se hubiera podido sobrevivir. No había otra cosa en aquella aciaga época.

En un tiempo de tan baja bonanza económica, era imprescindible que cubriéramos todas las peonadas posibles, de tal forma que nosotros las vareáramos y recogiéramos, prescindiendo de los gastos que ocasionaría el hecho de contratar a alguien de fuera para esa labor.

Para ello, comenzábamos haciendo, primero, las regueras y las pozas donde se almacenaba el agua en la base del tronco. Para esto, al ser siete vecinos en la zona de la Loma, en el término municipal de Bélmez de la Moraleda, teníamos unos turnos organizados en los que nos surtíamos de tres horas de agua para regar nuestras olivas. El agua pertenecía al Gargantón y, para llegar allí, teníamos que subir andando por caminos muy empinados. Aparte, cuando nos tocaba ese turno, teníamos que quedarnos alguno vigilando para que nadie nos la cortara.

Cuando la oliva tenía sus frutos, en plena temporada, trabajábamos todo el día muy duramente. Por la tarde, en plena faena, cuando acabábamos de recogerla, la echábamos a la criba para deshacernos de las hojas y las piedrecillas que llevaran y las almacenábamos en sacos y los cargábamos en los burros y las transportábamos al molino para pesarlas, porque no podíamos dejarlas almacenadas en el campo porque corríamos el riesgo de que nos quedáramos sin frutos al día siguiente. Cada día, nos entregaban un vale donde aparecían los kilos de aceitunas recogidas que las almacenaban en los atrojes. Al final de la temporada ajustábamos cuentas y si después de retirar nuestro aceite, que necesitábamos para todo el año, nos quedaba algún dinero por recibir, nos lo pagaban cuando el molino vendía el resto del aceite, liquidando así las todas las cuentas. Con ese dinerillo que nos quedaba podíamos ir tirando hacia delante hasta que desaparecía.

Al recoger nuestros olivos nos íbamos a trabajar a las grandes fincas del pueblo. Para tal menester, nos dividíamos y, mientras unos nos dirigíamos a la finca de “Los Alijares”, de Bélmez de la Moraleda, otros nos marchábamos a la finca del molino de Solera. Como curiosidad, decir que los que íbamos a Solera teníamos que madrugar muchísimo, puesto que el trayecto lo hacíamos andando, y encima, si echábamos 3 ó 4 horas y comenzaba a llover, volvíamos al pueblo sin haber ganado nuestro jornal y con agua hasta los huesos.

Mi historia pasó por el siguiente episodio. En esa época no tenía yo edad de estar recogiendo aceitunas y me subían a un mulo que me llevaba a la fuente “Las Negras”, de Solera, y bajaba con dos cántaros llenos de agua que se los repartía, con una lata, a los jornaleros. Como verán, no tenía edad para recoger aceitunas y sí para ir sola con un mulo a una fuente y cargar dos cántaros de agua en él. Cosas de antes. Y siempre agradecidos porque nos daban trabajo.

Siguiendo en la finca de Solera, cuando acabábamos la campaña, nos ponían a realizar la “rebusca”, que es la búsqueda de la aceituna que se ha quedado fuera de los fardos, tanto en el suelo como en los agujeros de los troncos de los olivos y, diariamente, rebuscábamos del orden de los 12 sacos, procurando el dueño que no se quedara en su finca “ni un hueso”.

En la finca de “Los Alijares”, que estaba dentro del pueblo de Bélmez, la labor era mucho más cómoda, puesto que no teníamos que andar tanto y aprovechábamos mejor el tiempo. Al principio, trabajábamos “a destajo” y, como curiosidad, les cuento que los más jóvenes teníamos que ir con los sacos a cuestas hasta donde nos ponían “la medía” (celemín) para comprobar y apuntar lo que llevábamos cada uno. Al final del día, nos daban un vale donde se especificaba la cantidad que habíamos recogido en esa jornada. Ni qué decir tiene que ganábamos lo que ese día recogíamos. Teníamos que guardar cola para poder hacerlo.

Yo, como era una cría, cuando los olivos estaban en “un laero”, utilizaba mi imaginación para hacer de mi trabajo un juego y me apostaba con un amigo quién sería capaz de llegar antes a la medía, laero abajo. ¿Quieren saber cómo? Pues retorciéndole bien la boca al saco para que no se abriera y tirándonos rodando, junto a él. Hoy en día, lo llaman “hacer la croqueta”.

Ya, cuando pasamos de trabajar a destajo a trabajar a jornal, la cosa fue mucho más fácil y llevadera; sin embargo, no crean que estábamos asegurados. No existían los seguros. ¡Gracias a Dios que no nos pasó nada!

Al terminar la recolección de la aceituna, mis tíos empezaban a podar los olivos. El dueño de la finca se llevaba todos los palos grandes y quedaban unos trozos pequeños, desperdiciados en el campo (los llamábamos astillas). Nos íbamos con ellos recogiéndolos hasta que llenábamos algunos sacos. Entonces, nos los acercaban a mi casa con sus propios burros. Con esto, teníamos asegurada toda la calefacción del invierno. También aprovechábamos las “tortetas del orujo”, que las mezclábamos con estas astillas para que nos aguantara más el fuego, que, además, nos servía para cocinar poniendo unas “estrévedes” y una buena sartén encima, y nuestras ollas alrededor de la lumbre. Así nuestras madres cocinaban para nosotros, puesto que, en esa época, sólo contábamos con el fuego de la lumbre.  Era tan importante el aceite que, incluso, nos servía de combustible para alumbrar con el candil, que utilizábamos eventualmente, puesto que la luz eléctrica no nos venía de una forma continua, sino a ratos, pues “la Sevillana” no existía todavía como tal empresa eléctrica poderosa.

Desde hace muchos siglos, las bondades del aceite de oliva han sido conocidas por las distintas civilizaciones que se han asentado en nuestra tierra. Y, gracias a ellas, las conocemos hoy en día.

El aceite de oliva ha sido siempre un elemento fundamental de supervivencia, alimentación y salud en aquellos tiempos. ¿Qué comida podríamos haber hecho sin utilizar el aceite de oliva? Aceite que, por otro lado, no tenía las variedades que tiene hoy en día. Sólo había un tipo de aceite.

En aquellos tiempos nos surtíamos de nuestras propias hortalizas, árboles frutales y de realizar al año, al menos, la matanza de uno o dos cerdos, según podíamos. Los embutidos los introducíamos en unas orzas de barro en aceite de oliva y así conseguíamos que nos duraran todo un año. El resto del cerdo, lo salábamos y colgábamos. Esa era nuestra despensa. Natural y con un elemento común e imprescindible: el aceite de oliva.

Cuando nuestras madres pensaban: ¿qué cocino hoy?, de pronto, se les ocurría: “¡unas buenas migas”! Como teníamos nuestra propia harina, habiendo molido el trigo que cosechábamos, junto a nuestra matanza, las preparábamos con aceite, por supuesto, harina, torreznos, chorizo y unos pimientos y estábamos alimentados para todo el día, y sin tener que ir a ninguna tienda. Al siguiente día… “¡cocido!”, y echábamos mano a nuestros garbanzos y a nuestras reservas del cerdo. Otro día, cogíamos huevos de nuestras gallinas, algunas patatas del huerto, pimientos, cebollas y una buena sartén en la lumbre… ¡Para chuparse los dedos!

Hemos hablado del almuerzo; pero, ¿qué pasa con el desayuno y la merienda? Pues “¡hala!”, a hacer tortitas de harina con sal y agua. Otra vez utilizábamos el aceite para freírlas.

También hacíamos repostería. Teníamos siempre en casa tortas de aceite que comíamos a diario, porque mi madre bajaba una vez en semana al horno de leña, que estaba a las afueras del pueblo (conocido hoy en día como “El Salto”), puesto que teníamos una gran amistad con los dueños, conocidos como “los mellaos”. Cuando las tortas se quedaban duras, las calentábamos un poco alrededor de la lumbre. En el tiempo de Navidad, en un lebrillo amasábamos mantecados de aceite y otros de manteca, hechos con la que guardábamos del cerdo en la matanza. Eran diferentes mantecados, pero exquisitos. También hacíamos el típico y famoso rosco de aceite y riquísimas magdalenas.

Por otro lado, nuestras cabras nos daban leche y también unos quesos frescos fabulosos. Estos, cuando empezaban a secarse, se metían en una olla con aceite.

Otra bondad del aceite de oliva es la referida a la cosmética y al cuidado de la piel. En aquella época, nuestras madres y abuelas se untaban aceite en las manos y se masajeaban la cara con él. Se les quedaba una piel tersa, firme y brillante, de forma totalmente natural, sin arrugas… jamás. Antiguamente, se tenía la costumbre (una vez en semana aproximadamente) de impregnarse de aceite el cabello. Dejaban reposar durante una hora o dos, para después lavárselo con jabón natural (hecho con aceite de oliva residual). El resultado era maravilloso. Se peinaban (los peinados de antes se basaban en unos moños, en ondas, en bucles y rizados) y se volvían a untar aceite para que su pelo brillara de forma natural y les durara más tiempo limpio.

Hemos dicho anteriormente que eran tiempos difíciles; sin embargo, eso no quitaba para que estuviéramos muy aseados y nuestra ropa estuviera siempre bien limpia, gracias al aceite de oliva, como no podía ser de otra forma, porque el usado lo íbamos colando y guardando y sacábamos con él un jabón natural maravilloso, que troceábamos para nuestro aseo personal y de nuestra ropa.

Eran unos tiempos muy complicados, pero nuestras madres se las ingeniaban de una forma asombrosa para sacarnos adelante. Recuerdo que algunas de las mujeres se las arreglaban para sacar algo más de dinero vendiendo “a escondidas” de sus maridos un poco de aceite, para poder así comprar algunas cosas imprescindibles en las tiendas.

En mi vida, el aceite de oliva lo ha significado todo. Como anécdota, y para explicar esto, les contaré lo siguiente: tenía 15 primaveras recién cumplidas, y un día como otro cualquiera estaba yo en la puerta de mi casa comiéndome un cortezón de pan con aceite de oliva. En un momento pasó por allí en su motocarro de tres ruedas un chico de un pueblo vecino que yo sabía que bebía los vientos por mí. Yo vi que, al pasar cerca, no apartaba la vista de mí y lo avisé, pues corría grave peligro de chocarse contra el árbol de enfrente. Para que se parara y no siguiera avanzando hasta el árbol le invité a que me acompañara a comer ese preciado cortezón de pan con aceite de oliva. Él, ante mi asombro, se paró y vino hacia mí.  Entonces, le pregunté sonrojada:

–¿A dónde vas? –y él me respondió.

– Tú me has invitado, ¿no?–. Así que, al final, nos comimos entre los dos la merienda y desde ese momento no nos separamos jamás, siendo el único amor de mi vida.

La sociedad va avanzando vertiginosamente. Cada vez hay más medios tecnológicos que facilitan la labor para conseguir nuestro oro líquido; sin embargo, quiero homenajear, desde estas líneas, a todas las personas que, con medios muy, muy rudimentarios de aquella época, conseguían un aceite de oliva con características similares al actual virgen extra. Lo que nos lleva a pensar cuán meritoria era su labor, y cómo se calentaban la cabeza para, honradamente, vivir sólo con lo que tenían y les hacía falta. Los adelantos tecnológicos proceden de hace mucho tiempo. Un tiempo en el que un jiennense de pro inventó una almazara que, eliminando los capachos y funcionando con una sola cadena, agilizó el tiempo de tratamiento del aceite y de producción de un oro líquido de mayor calidad. Pero si quieren saber más de este insigne inventor de Sierra Mágina, pueden leer un artículo dedicado a él en el libro “Sierra Mágina: territorio literario”.

“En alcuza de pobre, ni abolladura que le falte, ni gota de aceite que le sobre”. (Anónimo)

“A lo que aceite de oliva hecho, sácale provecho”. (Anónimo)