Hasta que llegó tu nombre

Gabriel Lesai

Hoy hace cinco años de mi muerte.

Tenía treinta y cuatro cuando sucedió. “Era muy joven”, coincidieron todos en mi funeral. Para mí fue el broche perfecto a una larga vida. Nací enfermo, aunque poca gente lo sabía.

Durante mis primeros años fui como cualquier otro niño de mi edad. Realizaba las mismas actividades: iba a la escuela, jugaba al fútbol, montaba en bici por entre las hileras de olivos… Mi hermano y yo nos retábamos a ver quién llegaba antes a casa para merendar, el ganador escogía primero el trozo de pan con aceite y chocolate. El más grande, claro. Mi madre se esforzaba por cortarlos de igual tamaño, pero nosotros siempre le veíamos la diferencia. Sí, en definitiva, era feliz.

A los catorce tuve mi primera novia. Morena, con ojos grandes de color avellana y tan sinuosa como el aceite deslizándose por el cuello de la alcuza antes de caer en el plato. Por aquel entonces mi hermano, dos años y medio mayor que yo, ya apuntaba maneras con los olivos, ayudando a mi padre con la poda.

Tal vez porque la enfermedad empezaba a marcar mis tiempos y mis esfuerzos, yo permanecía más horas en la almazara que en el campo, disfrutando de la compañía de Estefanía. A ella no le gustaba su nombre, y se presentaba a todos con un diminutivo estúpido. Sin embargo, yo siempre la llama tal cual, Estefanía. Quizá porque sabía que eso la molestaba e inducía a bronca —me encantaba reconciliarme con ella—, o tal vez porque pensaba que acortar un nombre no iba conmigo. En el fondo, yo ya intuía que todo sería corto en mi vida. Era una forma de rebelarme contra ello. En la fogosidad de la adolescencia, juntos, descubrimos los secretos del sexo. Podría decirse que empezamos la lipogénesis prematuramente, como la Arbequina. Fuera como fuese, pasé muchos ratos buenos en la almazara, rodeado de los olores de la aceituna recién recogida, de la molturada, del alpechín. Sin yo quererlo, aprendí a diferenciar una buena añada tan sólo con el olor. Fue mi madre la que se dio cuenta una tarde, cuando solté lo que andaba pensando en voz alta: qué hambre, la almazara huele a tomate y almendra.

Un par de años después, mi hermano dejaba colgados los estudios en segundo de bachillerato y yo acababa mi relación con Estefanía. Él para dedicar su tiempo a la tierra y los olivos, yo para llegar a estudiar ingeniería agrícola. Bueno, en un principio.

Acabando el bachillerato, decidí mudar mis pasos hacia la medicina. La culpa la tuvo Alejandra, una chica menudita a la que su nombre le caía sobre los hombros como un manto lleno de aceitunas, achicándola hasta dejarla del tamaño de una ninfa: la dríade del olivar. A pesar de su escasa estatura y su cuerpo delgado, la chica de piel clara como el envés de la hoja de la hojiblanca, pelo dorado y ojos color miel, me tenía robado el corazón. Eso no era bueno para mi órgano motor, dado el estado en el que se adentraba conforme maduraba como hombre. Ella hizo que sintiera interés en saber muchos porqués. Por qué mi corazón latía diferente. Por qué mis genes marcaban el ritmo. Por qué tenía canales disfuncionales. Y, aunque Alejandra no tenía pensado estudiar medicina, no dejó de animarme a ello. Decía que, si ella tuviera una afectación cardíaca, intentaría averiguar las causas e investigar una posible cura y que no entendía que no me lo hubiera planteado nunca. Cuando ella hablaba, la escuchabas. Quiero decir, que sus palabras no dejaban indiferente. Su voz era de similar tamaño al de su estatura, pero al igual que no podía dejar de sentirme fascinado por ella y su cuerpecito casi perfecto, su suave vocecilla me embaucaba y hacía mella en mi voluntad de tal manera, que no podía oponerme a nada de lo que ella me insinuara. Así pues, cuando entré en la facultad de medicina con una de las notas más altas de mi promoción y me sugirió compartir piso en la ciudad, no pude negarme. De hecho, no cabía en mí de gozo. Recuerdo esa época con mucho cariño. Fueron unos años intensos donde me abrí al mundo fuera de la casa familiar en el terruño. Oh, la ciudad. Oh, la vida en pareja. Descubrí muchas cosas, tanto en el ámbito del estudio, como en el íntimo. Alejandra elevó el sexo al grado de culto. Aquellas primeras incursiones a las cuales me aventuré con Estefanía no tenían nada que ver con las noches de exquisiteces que Alejandra me enseñaba. Era mi diosa. Y en una de esas, en plena consumación del ritual, me quedé muerto por primera vez, como si de un sacrificio se tratara. Imagino que, para un mortal, el sexo con diosas queda limitado a equis número de veces. Y como yo era más mortal que cualquier otro, ya debía haberlos superado con creces.

Después de mi inmolación involuntaria, yo proponía con más asiduidad pasar los fines de semana con mi familia y alargaba los días que pasábamos allí. Volver a los campos y pasear entre los olivos me cargaba las pilas para una buena temporada, así que solíamos escaparnos, mi diosa y yo, para regocijarnos con los aromas y los sabores de la cocina de mis padres. Levantarnos con el olor a pan tostado bañado en el mejor aceite en rama y el del café recién molido, no tenía, ni tiene precio. Pero pronto, ella empezó a quedarse en la ciudad. Estudiaba ciencias políticas y la cosa se le estaba complicando en el último curso, así que la comprendía. Todo eso tenía algo bueno: el volver solo a casa. Por más que el lecho con Alejandra fuera el Olimpo, en ningún otro lugar me sentía como allí. Y me reencontré con mi hermano.

Mientras yo había estado disfrutando de la vida de un concubino de diosa y avanzaba en los estudios de medicina, él se había mantenido en el más estricto de los celibatos. Desde que yo anduviera con la sinuosa Estefanía, que mi hermano tuvo algún que otro escarceo amoroso con dos o tres chicas del pueblo, no le había conocido ninguna otra relación. Pasaba su tiempo ayudando a mi padre en la almazara o en la varea con los jornaleros. Como yo no conducía, por evitar accidentes involuntarios, iba en tren los fines de semana de la ciudad al pueblo. Todos los años, en esa época, coincidía con una moza que iba a trabajar en nuestro olivar. Mi hermano me esperaba en la estación con el todoterreno de mi padre y la chica aceptaba gustosa mi invitación a acompañarnos y aprovechar el viaje. En cuanto subía al coche, solo tenía ojos para él. Pero él, no estaba por la labor. Por lo menos no para esa. Aparte de ayudar en la finca rebajando cabezas y desvaretando, acompañaba a nuestro padre a los laboratorios y comercializadoras. También se apuntó en un grado de cata de aceite y luego, de noche, se sacó el curso necesario para meterse en un grado superior de biomecánica. Todo eso sin moverse del campo. Como para que le quedara tiempo de liarse con nadie.

Mi hermano había tomado la costumbre de salir a correr por el olivar, recién amanecido y aunque lloviera. Como yo no estaba para acompañarlo en esas lides, buscó la manera de poder enseñarme todos los rincones de la finca que crecía poco a poco, gracias a la labor de mi padre y el buen ojo de mi hermano, y que él se conocía al dedillo gracias a su afición al running. Un buen fin de semana, cuando llegué, me esperaba montado a caballo. Creo que fue el mismo que, al volver a la ciudad ansioso de explicarle a Alejandra mi experiencia equina, ella me esperaba con otra sorpresa. Sus maletas y las mías se juntaron por última vez en nuestro descansillo. “Estarás mejor sin mí”, me dijo. Como yo ya estaba acabando el último curso para entrar al MIR —el cual era lógico que solicitase en un centro rural y, dado mi problema de corazón, próximo a mi pueblo—, no tenía sentido seguir con el alquiler del piso. Ni seguir juntos. Políticamente correcta, añadió: “te ahorro el disgusto de dejarme”. Le tuve que dar las gracias.

Un tiempo después, haciendo prácticas en urgencias, conocí a Irene. Llegó con un esguince en el tobillo, provocado por un mal paso en la pista de baile. Me llamó la atención su pelo corto teñido de rosa y naranja, y unos ojos azules enmarcados de negro todo alrededor. Eran como dos lagos en mitad de una cueva oscura. Recuerdo que dije eso mismo en voz alta y ella se rio a carcajadas de mi ocurrencia. Tenía una risa franca y muy, muy contagiosa, que llenó de luz toda la sala de curas. Le pedí su número de móvil dos veces ese mismo día: para el historial y a título personal. Con ella me aventuré a ir más lejos de lo que jamás hubiera imaginado, llegando al límite de todo lo permitido… para mí. Me inició en la escalada y el hockey, me aficionó a la carveboard y al snorkel, y me descubrió los viajes y la noche. Hasta ese momento, yo las había utilizado todas para adentrarme en el mundo de la investigación genética —cursaba un posgrado para especializarme en ese campo—, e Irene me hizo ver que sólo tienes veinticuatro años una vez en la vida. Yo, probablemente, media. Mi hermano, que no me quitaba ojo de encima, a su vez, empezaba ingeniería agropecuaria. Lo que hubiera estudiado yo de no haber conocido a Alejandra.

Todos me alertaron, pero no hice caso. Irene era intensa y fresca, como el sabor a fruta de la aceituna manzanilla. La vida era rosa con ella. Rosa y electrizante. Si mis canales se alteraban, la adrenalina estaba asegurada. Pero no la descarga de un desfibrilador. Mi segunda muerte me pilló en isla Rosario, practicando subwing. Un buen calambrazo me devolvió a la arena de la playa. Los médicos del hotel y la agencia de viajes respiraron tranquilos cuando embarqué de vuelta a España. Irene se quedó atrás para mí, después de eso.

Tras el último parón, cuando volví a casa, encontré a mis padres muy preocupados. Incluso mi hermano me dijo: “tienes que frenar”, cosa que me sorprendió. Él nunca había dado importancia a mi particularidad y me trataba como se trata a cualquier hermano. Pero esta vez fue distinto. Estaba asustado. Por mí. Empecé un periplo de hospital en hospital, de estudio en estudio. Las arritmias se habían ido sucediendo cada vez más continuas en el tiempo. Yo era un experto en herencias genéticas y ADN. Pero mi corazón era caótico con 27 años. Más o menos como los días de cosecha en el olivar, donde el trasiego hasta la almazara, el almacenamiento en las tolvas, la puesta en marcha de la molturadora, las decantadoras, las prensas, las primeras catas y las primeras botellas, alteraban el día a día de mi familia.

Así que interrumpí mi propia investigación particular para que otros siguieran la suya en mí. Viajé a Barcelona para someterme a una lista interminable de pruebas, quería intentar una solución pionera que estaban implantando a personas con mi misma patología.

Y Lola apareció en mi vida.

Era jefa de Fisiopatología cardiovascular molecular y genética en el centro médico donde estaban intentando averiguar si mi ADN y mi corazón eran meritorios o no de vivir con un desfibrilador automático implantado en mi pecho. Así, dicho del tirón, asustaría a cualquiera. Menos a mi hermano. Él llevaba indagando en el tema de los proteomas en las enzimas del olivo desde que acabó ingeniería. Y ya se sabe, cuando uno se pone a investigar una cosa, acaba descubriendo otra. Buscaba una conexión entre el aceite y mi canalopatía. Perseguía una quimera, vamos. Él encontró la noticia de los doctores que dieron nombre a mi síndrome y me animó a ir en pos de ella.

Pero volvamos a Lola, recordar milagros frustrados no me apetece. Mientras estuve sujeto a la posibilidad de portar el desfibrilador implantable, me comporté como un paciente: paciente. Pero, después de descartarme como candidato a portar un CDI, me decidí a hablar con ella en otro plano, como un hombre adulto que no tiene tiempo que perder. La invité a un café y creo que aceptó por lástima —ella misma acababa de darme la noticia de incompatibilidad—, al día siguiente a una copa de vino y, finalmente, a cenar. Acostumbrado a ir de cara al grano, ese tipo de cortejo me resultó emocionante y aterrador a la vez. Si me hubiera rechazado en ese momento me hubiera sorprendido igual que mis pequeñas muertes: con el corazón en pelotas. Me obligué a armarme de paciencia, como la que se tiene cuando esperas que madure la Picual. Merece la pena, obtienes el mejor aceite, afrutado y picante. Lola era así, de piel morena y aroma intenso, con ojos negros y profundos. Me hipnotizaba la manera en que hacía y deshacía su coleta cuando se concentraba en algo, sin dar opción a ningún mechón a escapar del control de la goma. Una noche, mientras cenábamos, le pregunté por qué siempre recogía su pelo, y si nunca dejaba su melena negra en libertad. Ella contestó, sin titubeos, que se había acostumbrado a llevarlo así cuando trabajaba. Mi corazón, sin embargo, sí hizo una pausa, seguida de un pellizco que lo devolvió al instante en que la dura realidad de una certeza me causaba otro tipo de muerte que nada tenía que ver con mi enfermedad y, a la cual, no estaba acostumbrado.

Cenamos juntos unas cuantas veces más. Siempre acabábamos en su pequeño piso a penas amueblado: un colchón en la habitación, una mesa de cocina y un sofá frente a una pared larga interrumpida por un cuadro enorme, copia de Rothko, en naranja y amarillo. Ella se levantaba temprano y, antes de vestirse incluso, se hacía su coleta, bebía un café mientras se arreglaba y se despedía de mí con un “ya me llamarás”. Luego salía por la puerta dejando claro con esas tres palabras que, entre ella y yo —entre su nombre y el mío—, jamás habría un corazón de por medio. Paradójicamente.

Un buen día, volví a mi casa, entre otras cosas, porque mi hermano se presentó en Barcelona a por mí. Era hora de recogerme.

Fue un año extraño. Intenté acabar mis estudios sobre ADN pero pronto deduje que, aunque diera con el gen causante de mi enfermedad, eso no modificaría el hecho de que yo la sufriera. Abandoné la medicina y empecé a trabajar junto a mi hermano en el laboratorio, sin embargo, mis pasos acabaron por llevarme cada día a la almazara. Así que volví del todo, como si entrara al útero de nuevo. Cataba el aceite allí, directamente de la decantadora. Todo pasaba por mis manos, o por mi boca, mejor dicho.

Entonces reencontré el amor, el primigenio, ese que mi hermano poseía desde siempre, hacia el olivar. Daba largos paseos por los campos, parando a acariciar las pequeñas hojas lanceoladas de color verde y plata, disfrutando de cada paso, del olor de la tierra, del calor de una tarde bajo la sombra de un viejo olivo, maravillado con los colores de cualquier atardecer.

Una mañana, recibí un e-mail de la clínica citándome al control semestral, al cual, ni me molesté en contestar. A la semana tenía otro, esta vez de Lola. Me quedé un rato mirando la pantalla. Era curioso. A ella jamás la llamé por su nombre completo. Tal vez ya no necesitaba alargar nada, tal vez porque su diminutivo era lo suficientemente grande para mí. Su nombre llenaba mi boca de una forma como ninguna otra lo había hecho. Vino a visitarme a casa, aprovechando un congreso en Jaén. Llegó el mediodía del viernes y se presentó en la almazara acompañada de mi padre. Mi corazón dio un vuelco, nervioso, y dudé en si mis canales serían capaces de sobrevivir a tal excitación. La llevé de paseo por el olivar esa tarde, nos paramos en lo alto de una colina, yo me senté al cobijo de un olivo milenario y ella se quedó de pie, contemplando la puesta de sol. Entonces apareció mi hermano, quería conocer a la investigadora que me había “descartado”.

Allí, suave, me llegó mi última muerte. Mis dos personas más amadas y los colores del atardecer. Amarillo y naranja, como su cuadro.

Lola. Cómo me gusta tu nombre, Lola. Lola es mi mejor logro, mi meta. Nací para conocer a Lola. Y Lola para conocer a mi hermano.

“No pensar nunca en la muerte

y dejar irse las tardes

mirando cómo atardece.

Ver toda la mar enfrente

y no estar triste por nada

mientras el sol se arrepiente.

Y morirme de repente

el día menos pensado

ese en el que pienso siempre”.

Manuel Alcántara

Te lo dedico a ti, Silvia.