Historia de amor entre don Bello y doña Tuna

VIUDA DE GARCÍA

Don Bello era una hermosa bellota y doña Tuna un aceituna oronda y negra. Ambos compartían el mismo cielo, el mismo aire y la misma tierra que los vio nacer. Desde chicos se estuvieron mirando frente a frente. La lejanía no importó a la hora de establecer sus sentimientos profundos nacidos de sus entrañas. La brisa les hacía llegar a cada uno sus tiernos mensajes de amor.
Pensaron que al tener la misma forma, de aceituna ella, de bellota él, serían admitidos como candidatos selectos uno en el grupo del otro, anticipando un imaginario futuro juntos pues tenían buenas raíces de las que presumir entre troncos. Él, marrón, siempre con boina en el pelo, ella negra, picual, como la misma noche. Se vieron cambiar y crecer, ella en lo alto de la loma, él en el fondo del valle.
Doña Tuna pertenecía al ala izquierda del árbol. Estaba rodeada de parientes desde el verde verdoso hasta el marrón anegrado, todos de tamaño medio, todos muy alargados. Y más allá, sus primas y las primas de sus primas. Todas esperando la gran vara que las hacía caer para morir aplastadas mientras parían el oro verde. Su vista en la lejanía le devolvía una imagen de espejo al ver el joven tronco de su madre rodeado de otros troncos más adultos, sus ramas de otras ramas más brillantes, sus frutos de otros frutos más elípticos. Desde que fue florecilla en primavera sabía de su futuro, y de buen grado asumía su meta compartida al final de su existencia. Pero en el fondo de su alma, angustiada por el destino, quería morir con don Bello, al que miraba despacio y por el que perdía su hueso. Cómo hacerlo, si cada vez que escuchaba surgía el rugido feroz de la vara acercándose implacable para arrancarla de su rama con furia maldita.
Redondeada en su forma, colgaba de su pedúnculo, suspirando mientras engordaba por la edad. Movida por el aire, intentaba con la claridad del amanecer estirarse para ver su cambio colorido, de verde a violeta, de violeta a marrón, de marrón a negro muerte. Entre encinas, chaparros y carrasca, él la miraba de soslayo esperando un leve gesto. El viento era el cómplice emisor de sus mensajes escondidos y movía indiscreto la rama de olivar como coqueteo impaciente de su amada aceituna.
Después del florecimiento llegó la maduración. Pasado el calor del verano y el frío y ventoso otoño, en invierno, para no ver el nuevo año, temblaba la rama con fuerza de trueno para arrojarla al vacío y romper el amarre del que fuera su hogar. Ojalá don Bello tuviera largos brazos para arroparla en el salto, juntarla contra su pecho y fundirse en un suspiro, pensaba doña Tuna en las noches de luna llena, cuando su gordo tamaño anunciaba el propio fin.
Del gran tronco de su madre y con dulzura y apego, oyó narrar el miedo al vareo. Duros golpes, duros daños. Los distintos tamaños de las varas rompían todo a su paso esperando desprender la valorada camada. El dolor del duro suelo o sobre el triste y envejecido lienzo, rompía en pedazos el sueño de hijos de sangre. Luego venían los ellos, las ellas que se agachaban, la criba en la cargadura donde sus partes morían. Ya no había tierra con ellas, ya se perdieron las piedras y junto a las hojas de las ramas, morían los brotes tiernos. Retoños que al varear no llegaban a engordar, y como quien nace muerto, no llegaban a ser fruto.
También contaban sus ramas, bajo el sol de media tarde, cómo siempre preferían que unas manos cariñosas descolgaran las olivas. El fruto entero, sin golpes, con mimo y con mucho esmero. Era más entretenido, pero se establecía un contacto de aprecio entre planta y ordeño. Eso sí que era un orgullo. Conservaban la forma hasta rozar paladares y las que más se aplastaban, daban aceite del bueno, y para compensar el duelo pagaban el mejor precio al quedarse con su sangre.
Eso era en tiempos remotos, cuando ella misma era un brote. Ahora veía doña Tuna cómo una pinza cercana agarraba muy cruel la rama, y como para hacerla hablar, la agitaba fuertemente. Caían sus compañeras y las que se resistían, con otra vara caían. Piensan los labradores que esto ahora es más barato, y saben que, sin preguntarle al tronco, hace menos daño que los palos sin control. Un tiemblo y en un momento, todo el fruto recogido y con el mismo castigo, otro árbol a varear.
Veía doña Tuna acercarse al aparato, vara que amedranta en grupo. Cinco hilos, cuatro, tres, dos olivos. Qué poca vida quedaba, ya no vería a don Bello, se rompía su enganche a la vida. Quería caerse y rodar, bajar la propia colina para verse con su amado. Un suave roce de pieles antes de acabar muriendo estrujada por brazos metálicos que hacían doloroso el llanto. Un adiós con despedida.
Por la noche y en silencio, bajo la mirada atenta de un mochuelo, se dejaba llevar por sus sueños. Soñaba que era princesa protagonista de un cuento. Una avecilla alzacola venía a visitarla luego. Era ella la culpable de que amara a este don Bello. De él le contaba cosas, sus suspiros sus lamentos, y más allá de unos metros, él la miraba embobado con su boina de sombrero. Si supieras que te quiero. ¡Cuánto amor hay escondido en las lomas del terreno!
Don bello también lloraba, lloraba también en silencio. Su encina no era muy grande, sí que era verde y brillosa, y tras pasar el otoño, dejaba de dar de mamar a sus frutos para que éstos se fueran cayendo al frío y duro suelo para empezar otra vida. Abrigado por la tierra y sin perder su sombrero, cayó de forma tan rara, rodó de forma tan inesperada, quedó de manera tal, que sin esfuerzo, y con complacencia, podía ver constantemente a su amada.
Él la había visto hacerse mayor. De su capullo floral creció verde su esperanza. Soñaba también lo mismo con ella, un roce, un leve tacto. Su posición, aún rodeado de hermanos que perdieron su capucha en la caída, y quedaron más abajo, arropados por una seca hojarasca, le permitía ver su oliva preferida, observar a su princesa sin esforzarse siquiera.
Por esto mismo sufrió cuando por el olivar, una mañana de invierno, ruidosa y acompañada de forasteros, llegó la maldita vara. Extendían un manto en tierra y con poco mimo y tiento, golpeaban cual castigo las frías ramas cargadas de frutos maduros. Al caer en esa lona, manos humanas los recogían para llevarlos del campo. Cuántas olivas quedaban para decir adiós a su Tuna, qué poco goce soñado quedaba por sentir.
La escarcha del amanecer, más fría que de costumbre, anunció una mañana la llegada del gentío. Golpearon el olivo de la izquierda, también el de atrás y el de al lado, y cuando el sol calentaba, empezaron a darle al que él más temía. Fueron cayendo despacio, más tarde fue más deprisa. Asustadas sin aliento, iban quedando en la malla mientras se les iba la vida, imaginando una almazara como un monstruo desalmado que las matase a estrujones para sacarles el caldo. Otro año otras vendrán, que suplan las recogidas mientras éstas se descomponen en los estrujales. Pero doña Tuna, agarrada cual picuala guerrera, logró aguantar el primer embiste. Al cabo del quinto o sexto, cayó rodando por la ladera. Lloraba mientras caía por separarse de una madre que, con diez años, estaba en la flor de la vida.
Al caer sobre la tela, vio que la acompañaba su dulce hoja protectora, verde mate por la cara que quedó mirando al cielo. Al chocar ambas con la parte puntiaguda de una piedra semienterrada, salieron al segundo bote disparadas colina abajo. La hoja se desprendió de su lado y fue llevada por el aire a recorrer otros mundos. Doña Tuna, al tercer salto, quedó en saliente mullido. Notó entonces la presencia de su querido don Bello, quien asustado y alegre la abrazó con mucho empeño y con bravas energías para taparla del frío y darle la bienvenida.
Ambos se miraron raro, alegres, desconcertados. Pero al sentirse abrigados, se juntaron en la tierra y refugiados del aire y del viento, prometieron germinar al abrigo de raíces que les anclaran al otro. Así llegó la primavera, y más tarde el calor del sol, y una leve pizca verde empezó a asomar por el resto de la capucha de don Bello, allí donde se juntaron y donde jamás murieron.
Juntos permanecieron, juntos echaron raíces mezcladas entre la tierra. Y de su empeño de amor, nacieron dos plantas bellas que crecieron sin reparos y sin mirarse en las formas, para llegar a convertirse en dos réplicas iguales a los árboles que les parieron. Llenaron de belleza un paisaje que a estos enamorados les dio la oportunidad de quererse eternamente y de encontrar la felicidad al germinar.
Se puede ver en el fondo, un olivar y una encina, con troncos entremezclados para ya toda la vida. Un nuevo señor don Bello y una nueva y bella Tuna. Nuevos frutos, nuevas varas, es como ese mismo río, pero con distinta agua. Así se repite la historia y así se repite la vida.