Juan

Jocjo

Cada tanto le llega a Juan el zumbido del motor de algún coche pasando a toda velocidad por la carretera junto a los olivos; va a amanecer pronto y hace frío, el campo está oscuro. Pasa otro coche; entre las siluetas de las ramas de las oliveras ve un par de faros y oye el roce de caucho contra asfalto que se pierde tras la curva poco más adelante. A Juan le da por pensar que algunos de los ocupantes de esos vehículos son conocidos suyos que regresan de la noche de viernes en los pueblos de las tierras altas, donde los horarios de cierre de los bares no se cumplen tan estrictamente como en la ciudad que despierta abajo en el valle, a unos seis o siete kilómetros de distancia. Y él, mientras, aquí. Un sábado. Juan no ha podido escaquearse de venir al campo a coger aceituna. El domingo anterior sí se libró porque cuando se recogía de fiesta, ya por la mañana, el resto de su familia se había marchado de la casa y él aprovechó para acostarse hasta pasadas las dos de mediodía.

El sol empieza a salir por la sierra, la luz cambia por minutos. Juan se baja medio dormido de la furgoneta y no sabe muy bien qué tiene que hacer, es la primera vez en su vida que lo traen a coger aceituna. Tampoco quiere preguntar nada a nadie, no le vayan a liar con alguna tarea desconocida. Observa callado. A su lado, la cuadrilla está alegre; son unas quince personas, todos mayores: familiares suyos, amigos de sus padres, vecinos reclutados a la desesperada por el abuelo el domingo pasado, tras la renuncia de la cuadrilla encargada de la recolección. Se hacen bromas tempraneras entre ellos o alaban las bondades del fresco de noviembre a esas horas mientras van sacando redes, sacos vacíos y rastrillos de los vehículos.

Juan ve que se están formando al azar grupos de tres, dos o cuatro personas que se dispersan después por los olivos del bancal de arriba, que es el más pequeño y el más cercano a la carretera de las tres parcelas que tiene entendido que hay en la finca. Por no quedarse solo se acerca a un grupo de dos mujeres que han comenzado a extender las redes bajo una olivera cercana: una tía materna suya y otra señora mayor, vecina del barrio, y las imita agarrando la red de una punta para tirar. Ellas parecen alegrarse de su compañía y le van indicando. Cuando la red parece estar colocada le dicen que coja un rastrillo y rasque las ramas con él para echar la aceituna al suelo, “sin dejarte ninguna, ¡eh!”. Así lo hace. Es un trabajo mecánico y no parece que sea cansado. Ellas no paran de conversar. Juan rasca las ramas sin pensar en ninguna cosa. Tiene sueño y está deseando volver a casa. Un perro ladra en un cortijo cercano.

Pasa otro coche, el día ya clarea y ahora sí se distingue el color de la carrocería y la cara de sus ocupantes. Mira alrededor, a los árboles, cuatro o cinco filas de oliveras a lo largo de la parcela pequeña. de los que queda por recoger la mitad, el resto lo hicieron el domingo anterior. Es el segundo día que el grupo recoge aceituna y los más mayores calculan que necesitarán otras cuatro o cinco jornadas aún para terminar. Más abajo se ve otro bancal similar, aunque de oliveras más grandes que estas. Ahí sí se adivina trabajo para días.

Casi sin darse cuenta, la olivera que estaban trabajando se ha terminado y las dos mujeres cogen con cuidado las redes para llevarlas a la siguiente sin que caiga al suelo ninguna aceituna. Juan ayuda a llevarlas y a colocarlas bajo el árbol y comienza a rastrillar las ramas. Parece fácil. Se coloca unos auriculares en los oídos y los conecta al móvil, pero curiosamente, al poco se los quita de nuevo para escuchar la conversación de sus compañeras de trabajo. Hablan de temas que no le interesan: la enfermedad de tal vecino, recetas de guisos, los estudios de una sobrina… sin embargo, se siente bien escuchando sus voces, no sabe porqué.

Se oyen entonces gritos procedentes de abajo, del bancal de en medio, el de los olivos grandes. Paran de rastrillar y se giran a escuchar. No comprenden del todo, pero parece que durante la semana han robado la aceituna de esa parcela. Su abuelo y su padre resoplan mientras traen la noticia a la cuadrilla. Ese bancal está en un hondo y no se divisa desde la carretera. No han dejado nada. Juan se alegra de que la recogida vaya a durar menos de lo previsto. El bancal de en medio y aceite que le toque en el reparto le importan un pimiento porque, al fin y al cabo, su parte será para la despensa de casa de sus padres, donde vive. Si al menos le dejaran vender sus garrafas… a tres euros y medio que tiene entendido que está el litro se sacaba seguro para un fin de semana de fiesta o para algún festival.

La opinión general es que los ladrones fueron los de la cuadrilla itinerante de aceituneros que el abuelo había contratado para trabajar a cambio de un porcentaje. Habían llegado hacía siete días, al amanecer, se habían bajado de la furgoneta y tras dar un vistazo rápido se habían subido otra vez en el vehículo y se marcharon diciendo que no les era rentable quedarse para recoger estos olivos y que se iban a otro sitio que tenían también apalabrado para recolectar. El abuelo los había visto arrancar e irse y se quedó allí, solo. Únicamente se le ocurrió coger su teléfono móvil, un Nokia con quince años, y comenzar a despertar a sus hijos y a algunos parientes y amigos para explicarles la situación, preguntando uno por uno si les apetecía venir a recoger la cosecha a cambio de aceite. Había reunido la docena de personas que estaba allí y alguno más como Juan, al que sus padres prohibieron salir de marcha la noche anterior para asegurarse su presencia hoy.

Asimilada la noticia del robo, cada grupo fue regresando a su árbol, comentando la situación. Menos aceite, pero también menos días de trabajo, y conversaciones que fueron derivando a la inseguridad en general y cómo está la vida. El perro del cortijo cercano seguía ladrando. Juan seguía con el rastrillo y ayudando a cambiar las redes cuando terminaban un olivo y a quitar hojas y pequeñas ramas que hubieran caído entre las aceitunas. También a echarlas en los sacos vacíos cuando ya las redes estaban cargadas. Le sorprendió que el trabajo era agradable. La mañana había avanzado y el sol traía un calor fresco agradable. El aire, las bromas de las mujeres con él y con los grupos de árboles próximos. Se había acostumbrado al ritmo, echar las redes, rastrillar, vaciar las redes en los sacos… Entonces alguien preguntó que cuándo se paraba ahí a almorzar.

Sentados en el suelo o en piedras fueron pasándose unos a otros trozos de pan, embutido, queso, botellas de litro de cerveza, latas de atún o sardinas. Se hacían bromas, en el monte al parecer, todo el rato se hacían bromas. También se comentaba el robo y la calidad de la aceituna que estaban recogiendo o la cantidad de aceite que conseguirían en la almazara. Juan comió con hambre y mientras se fumaba un cigarro pensaba en silencio que aquello de coger aceituna estaba bien.

Volvieron al trabajo y de olivo en olivo fue pasando el día. El sol estaba bajando y el calor se fue convirtiendo en viento y frío, un frío distinto del de la mañana, no tan acogedor. El abuelo mandó llevar los sacos cargados de a la furgoneta y terminar por hoy.

Juan, montado en uno de los asientos de atrás, pensaba en ducharse pronto y que todavía le daba tiempo a quedar con algún amigo.

En lugar de eso, la furgoneta paró en casa de su abuelo, que mandó bajar los sacos de aceituna, vaciarlos y extenderla sin pisarla en unas redes colocadas a lo largo del suelo de cemento. A Juan le parecía que las tareas no terminaban nunca y sólo quería irse a su casa, pero le volvió a suceder algo parecido a lo que le pasó en el campo que le hizo quitarse los auriculares para estar en la conversación de las dos mujeres. Mientras iba soltando el cordel que cerraba cada saco y echando la aceituna al suelo y extendiéndola por las redes, se iba sintiendo a gusto con la tarea, mezclándolo a la vez con las ganas de terminar e irse a casa. Era extraño para él, pero le gustaba el trabajo de ese día. Su padre hablaba con su abuelo de la fecha reservada en la almazara y en si acabarían a tiempo o no. Era un viernes por la tarde de dentro de tres semanas. Juan no sabe por qué lo hizo, pero mientras extendía la aceituna por la red se oyó a sí mismo diciendo:

–Abuelo, ¿yo puedo ir a la almazara con vosotros cuando llevéis la oliva?