«Bienvenidos a la ciudad de papel, donde todo puede ser posible; todo lo que tu imaginación es capaz de crear, entre este y otros mundos, existe aquí, en esta mágica ciudad». Esta era la frase de inicio del Cuentero, Chamán también del pueblo, el más austral del hemisferio.
Ella iba todas las noches a oír sus hermosas y fantásticas historias. Tenía solo 11 años, pero no era tonta; entendía todo lo que él decía (y lo que no decía), perfectamente. También entendía todo lo que nadie más tampoco decía, porque no podían, y ya no querían.
El ser una niña no la dejaba ajena a las penurias del pueblo y de los otros cercanos (quizás los del mundo entero). Todas las tardes, al llegar del colegio, veía a su mamá llorar al poner la cena. Cuando era más pequeña, creía que era la cebolla (o eso le decían ella y su padre). Lo veía muy lógico, sabía que su madre cocinaba con mucha cebolla; en realidad todos en el pueblo eran algo adictos a la cebolla, a pesar de que siempre los hacía crear eternos mares de llanto. Pero ya más grande (mucho más en los últimos meses), se había dado cuenta de que no era la cebolla lo que los hacía llorar; de hecho, se enteró de que había, desde hacía muchas eras, una total escasez de cebolla y de todo lo verde en general.
Entonces, no era la cebolla lo que los hacía llorar, sino la traviesa angustia, la implacable tristeza, el toque negro de la desesperanza, que se habían apoderado de las almas de los adultos, hacía un buen tiempo.
Por eso, las noches con el Cuentero (al que todos seguían diciéndole Chamán), eran los preciosos y perfectos escapes de esas gotas perennes en los rostros de los adultos.
El Cuentero era también adulto, pero no lloraba, nunca lloraba, mas tampoco reía. Quizás lo hacía cuando era Chamán, cuando aún conservaba el misticismo, que dicen que, en un tiempo muy lejano, hizo prosperar esas tierras, de sobrada fertilidad. Ahora, el viejo Chamán, con su rostro tan árido (como aquellas tierras) y casi afásico (por motivos algo inciertos o no deducibles), prefería contar historias (reales o imaginarias), y llevar un poco de felicidad a los que, como ella, eran aún algo inmunes a estos lamentos terrenales del alma adulta.
Todos los días una historia nueva. ¿Cómo podía? Nadie lo sabía, pero tampoco importaba, porque eran las únicas huidas que se podían aún permitir, y eso era más que suficiente.
Ya con once años, se daba cuenta de todo esto y, además, de que no eran sólo los niños los que se refugiaban en estos pequeños espacios temporales, sino también los adultos; aún con sus caras agrietadas por los ríos de lágrimas, iban también, cada noche, a este fugaz viaje mental.
Esos minutos eran magníficos, mágicos. Pero el regreso a casa, cada noche, era lo mejor, pues en aquellos rostros, marcados indeleblemente con el llanto, se podía ver (únicamente en esos momentos), un ligero aire de esperanza. Eso la emocionaba más que los cuentos del Cuentero, con su Ciudad de Papel.
Hacía tiempo que había empezado a creer que, al final, sí que había solución para tantos problemas, y estaba ahí, justo ante sus ojos; solo había que hallar la manera de darles forma. ¡Ya era hora! ¡Había que actuar!
Era una tarea difícil, pero no estaba sola, el Cuentero la ayudaría; tenía que hacerlo, era una solución mágica, y solo él tenía el poder de hacerla realidad.
Así que fue y le habló de su plan, que, de tan sencillo que era, provocó en aquel anciano, de 269 años, una explosión de risa (o algo parecido).
–Pero niña, ¿estás loca? ¿De qué hablas? ¿Cómo se te ha ocurrido esa idea? ¿Hacer un ritual para crear un árbol mágico, de donde brote un producto, una esencia tan poderosa, que penetre en la tierra y dé vida a este desierto de antaño? ¿No crees que se te ha escapado un poco la imaginación? ¿No crees que yo mismo no he tratado de que mi magia se reactive, para crear una solución definitiva? ¿Crees que no me preocupa la situación de nuestro pueblo, del mundo? –decía, tornando su cara en un plato rasgado, de tanta rabia.
Ella lo había sacado de sus cabales, y la risa extraña (si es que era risa aquella mueca desorbitada) que había logrado formarse por unos segundos, se había transformado en la ira más candente que jamás había visto.
Pero ella no le temía, no le importaba (tampoco es que supiese mucho de las diversas emociones, rodeada, toda la vida, de una afasia global casi epidémica).
–No estoy loca, y no se me ha ocurrido a mí, sino a ti, Cuentero –dijo, con un ligero toque de ingenua molestia despectiva, salpicándolo de tres o cuatro gotas de saliva.
El Cuentero se quedó asombrado, y haciendo ahora una mueca pedante, expiró pacientemente y se sentó en su cojín más alto y cómodo, el único que aún quedaba de la época de bonanza. Entonces recordó lo que su mente había encarcelado, guardado, o simplemente, escondido. Recordó aquella noche, aquel cuento, aquella idea, en ese entonces puramente fantástica e imposible de cobrar vida; la mención a un aceite único («aceite de oliva» le llamó aquella vez), en el cuento del Olivo Madre.
–¡Sí, sí! –gritaba emocionada, al ver que el anciano se calmaba, sucumbiendo al floreciente recuerdo–. Ya he hecho todo lo que dijiste: guardé mi collar de piedras en la roca alta que está en la entrada del pueblo, y lo enterré justo debajo, donde nadie lo pueda ver. Hoy habrá Lluvia Violeta, que es más dulce y caliente; ablandará el suelo, y hará que las piedras se transformen en semillas. Dijiste que un día podríamos plantarlo a partir de un pequeño tronco, pero eso no lo entiendo bien; las semillas son mejores. Cuando nazca el Olivo Madre, todo se arreglará. Sus raíces penetrarán la tierra y abrirán canales subterráneos, rompiendo las piedras duras, grano a grano, hasta convertirlas en un suelo nuevo, fértil.
El Cuentero miraba absorto a aquel pedazo de persona, que sabía más que él sobre sus propios procesos mentales (lagunas mentales, de hecho).
–Solo necesito tu magia, sin ella, las piedras se volverán más duras y se desintegrarán, convirtiéndose en polvo; no lograrán absorber las gotas de lluvia. Vamos, debes venir conmigo, aún estamos a tiempo, mis piedrecitas no se han hundido aún en el suelo.
Lo haló por su lánguida mano. Él, inconsciente y automáticamente, le siguió el paso, como guiado en un trance onírico. No podía creer que esto fuera cierto, pero lo era. Nadie lo había descubierto hasta el momento, pero sus relatos no eran más que vivencias de otras vidas y momentos, paralelos; posibles, y de hecho existentes. Aquellas escenas espacio temporales que ocurrían en esas dimensiones paralelas, eran otras posibilidades existenciales, y como posibilidades al fin, escenarios candidatos a darse en su propia realidad y la del pueblo en sí.
Ahora lo recordaba, de la mano de un extraño detonador en forma de niña.
Al llegar al lugar, se detuvo, no solo por haber llegado al destino, sino por una fuerza interna que desaceleró sus pasos hasta velocidad cero. Su cuerpo hizo un movimiento convulsivo, totalmente fuera de lo normal. De la gran piedra, salieron millones de rayos luminosos que lo rodearon por todos lados y penetraron su cuerpo, ahora puramente lumínico. Se envolvió en un halo violáceo, que se fundía con su piel y todo su ser. Estaba en éxtasis, por sentirse nuevamente «en sus aguas», y reconoció su alma mágica, que había dado por perdida hacía más de dos siglos.
Los rayos salieron de él, disparados como veloces petardos, directamente hacia ella (que se encontraba en un estado de confusión total). Ella se perdió también en este raro delirio. A su alrededor se formó un cono torcido de luz, semejante a un difusor LED, que giraba a cientos de revoluciones por segundo. Su cuerpo, de por sí pequeño, se volvió más y más chico, diminuto, milimétrico; se perdió del campo visual.
Él, que no había dejado de emitir estos magníficos rayos, comenzaba a comprender este incidente y a sentir la creación que emanaba de su cuerpo, y lo disfrutó al máximo.
El resplandor reinante, desapareció. Aún agotado, se acercó al vacío que había dejado el pequeño cuerpo de la niña. Mas no era vacío, sino una asombrosa transformación. Una semilla, de tan sólo cinco centímetros, con un radio perfecto, ocupaba el lugar donde ella había estado, tan solo segundos atrás.
El éxtasis eufórico había pasado; sabía qué debía hacer. Tomó la semilla y la besó, con un beso tierno, de esos que dan los abuelitos a sus nietos, de los que ya se habían perdido hace mucho tiempo en el mundo. La colocó de vuelta a la tierra y la empujó con delicada fuerza, hacia lo más profundo que pudo con sus manos. Le echó un poco más por arriba (para dejarla bien asegurada), se levantó (haciendo caso omiso del crepitar de sus rodillas), y salió con pasos lentos, de regreso al pueblo.
Por primera vez desde hacía muchas décadas, rio; no con la anterior risa esquizofrénica, sino con una risa liberadora.
La Luna Nueva iluminaba su camino que, de una extraña manera, sentía ahora algo resbaladizo. Al llegar a su pequeña casa, se quitó la túnica empapada y se pasó la lengua por sus labios, sorbiendo pequeñas gotas de la empalagosa llovizna. Se recostó en su cojín preferido, no sin antes tocar sus pies para confirmar que aquello que había sentido en su piel, durante todo el trayecto, inundando sus dedos y sus uñas, era, simplemente, aceite de oliva.