La cueva de Otto

Isabel M. Almagro Morillas

Nora disfrutaba de un cálido sol de otoño junto a sus padres en una finca familiar. Cada domingo se reunían varias familias para descansar y organizar una comida en el porche. A ella le gustaba sentir el aire vespertino en su rostro y respirar los aromas almizclados cuando se aproximaba la primavera. También introducía sus manos en el arroyo que bordeaba el olivar; incluso se bañaba en verano junto a otros niños que acudían deseosos.

Hacía un día delicioso, sus padres la habían llevado al campo para que se refocilara con sus actividades al aire libre antes de que llegase el invierno y se congelara el riachuelo. Nora tenía diez años, y anhelaba que llegase el fin de semana para salir a pasear entre la urdimbre de olivos que crecían imperiosos alrededor de la casa que habían heredado de sus abuelos; también analizaba cada insecto que encontraba a su paso. A veces los fotografiaba con una pequeña cámara que le habían regalado por Navidad y, al llegar a casa, buscaba en los libros de ciencias que conservaba en la biblioteca para conocer su origen. Ella siempre había sentido una gran curiosidad y admiración hacia los animales. De hecho, en más de una ocasión había comentado que quería ser veterinaria.

Llegó la hora del almuerzo y las familias se reunieron en el gran porche. Nora jugaba con Tino, su inseparable amigo. Aunque cuando se enfadaba con él, lo llamaba por su nombre completo: Constantino.

Después de engullir sus bocadillos de salchichas planearon una escapada hacia el otro lado del arroyo. Siempre solían investigar en los alrededores; les gustaba fantasear con criaturas monstruosas o puertas misteriosas que les transportarían a otros mundos. Sin embargo, lo más peligroso a lo que se habían enfrentado había sido a una ardilla hambrienta.

—¿Has traído la linterna? —preguntó Tino.

—Faltan varias horas para que sea de noche, no nos hará falta —respondió Nora.

—La última vez casi nos perdemos —refunfuñó él.

—Apenas estuvimos fuera media hora. —Nora revisó su mochila—. Tranquilo, no nos alejaremos demasiado.

—¿Y un mapa?, ¿chocolatinas?, ¿agua? —insistió Tino.

—No tengo un mapa del terreno. —Nora rebuscó entre sus cosas.

—Dibujé uno el otro día, ¿lo has perdido? —Él guardó dos bocadillos en su mochila.

—¡Aquí está! —Nora analizó el dibujo entusiasmada.

Los pequeños se pusieron en marcha y recorrieron un camino subrepticio. Nora guardó el dibujo del mapa, pues no les serviría de mucho al no reconocer el lugar. Tino olisqueaba el aroma de algunas plantas y jugaba con las mariposas que se posaban en la palma de su mano. Corretearon en círculos y rodaron sobre unos montículos de tierra. La hierba que crecía junto al arroyo estaba húmeda y resbalaba, por lo que decidieron ascender por una vereda que se elevaba hacia la izquierda. De repente, escucharon unos gemidos lejanos.

—¿Qué ha sido eso? —Nora se detuvo y examinó los olivos que había frente a ella por si debía retroceder.

—Parece el gruñido de un animal. —Tino extrajo de su mochila unos prismáticos de juguete.

—Subamos un poco más. —Nora tironeó de su brazo.

—Veo una especie de cueva tras esa hilera de olivos. —Tino miró a través de los prismáticos.

Subieron hasta alcanzar unas rocas que había incrustadas bajo un precipicio, pero no pudieron acercarse demasiado debido a la gran cantidad de basura que tapiaba la entrada. Volvieron a escuchar los gemidos.

—¡Déjame los prismáticos! —Nora se encaramó a la rama de un olivo cercano a la cueva.

— ¡Es un ciervo, está atrapado!

—¡Pobrecito, debe de estar hambriento! —Tino sacó de su mochila los bocadillos que había preparado antes de su partida.

—¿Por qué lo habrán encerrado aquí? —Nora tragó saliva y entrecerró los ojos.

—Creo que han arrojado la basura desde arriba, ¿ves? —Tino señaló a la cima del precipicio.

—No se puede tirar basura en el campo, ¡es peligroso para los animales, los árboles, el riachuelo…!

—Tienes razón, y ahora el pobre ciervo no puede salir de la cueva. —Tino guardó los prismáticos.

Retiraron algunas bolsas de basura para acercarse a la entrada de la cueva. Él se inclinó sobre unas tablas de madera viejas y se apoyó en la pared. Consiguió abrir un hueco para introducir los bocadillos y alimentar al animal. Tino sonrió cuando lo vio devorar con ansia la comida.

—¿Tienes la botella de agua? Estará sediento.

—Por suerte, cogí dos. —Nora subió por encima de las tablas y le entregó una.

—Toma, pequeño. —Tino abrió la botella de agua y el ciervo lamió hasta la última gota.

—¿Crees que tendrá familia? Imagino cómo estarían mis padres si estuviese encerrada en un lugar como este.

—Quizá lo están buscando. —Tino irguió la cabeza para asegurarse de que no había más animales dentro de la cueva—. Está solo.

—¿Por qué han tirado tanta basura? A veces no entiendo a los adultos. —Nora apretó los dientes y tensó los músculos.

—¡Ten cuidado! —Tino se abalanzó sobre ella al percatarse de que iba a sentarse sobre unos cristales—. ¡No te muevas o te cortarás!

—Tenemos que volver para avisar a nuestros padres y a los demás, pronto anochecerá. —A Nora se le hizo un nudo en la garganta cuando escuchó de nuevo los resuellos del ciervo.

Los niños regresaron media hora después; necesitaron unos minutos para coger aire y explicar lo sucedido. Nora se subió encima de una mesa de piedra y llamó la atención de todos los presentes.

—¡Escuchad! Tino y yo hemos encontrado a un ciervo que está atrapado en una cueva. Hay una montaña de basura en la entrada y no puede salir. Le hemos dado comida y bebida, pero no aguantará mucho tiempo encerrado. Necesitamos vuestra ayuda para sacarlo de ahí.

—¿Una montaña de basura? —Su padre enarcó las cejas.

—Sí, cubre una pared. —Nora intentaba respirar con normalidad.

—Coged palas, bolsas y rastrillos —ordenó la madre de Nora.

—Tenemos que ayudarle, papá. No tiene a nadie más. —Nora miró a su padre con el rostro compungido.

—¡Por supuesto, iremos todos! —Los adultos y los niños asintieron y se movilizaron rápidamente.

—Cielo, ¿recordáis el camino? —Su mamá le acarició el hombro.

—Sí, creo que podremos hacerlo.

—¡En marcha! —Tino y Nora encabezaron la expedición.

Nora recordaba el murmullo de unos jornaleros que vareaban sin descanso en la parte derecha del camino; vislumbró el nido que unos pájaros habían terminado de construir en el corazón de una oliva mastodóntica; hundió el pie en el barrizal de la misma poza; serpenteó unos matorrales y se hizo visera con la mano cuando el sol apareció de improviso en el meandro del arroyo. Tino y ella habían jugado con un puñado de aceitunas para comprobar quién las enviaba más lejos; justo había divisado el promontorio en el que habían ido a parar. Contempló los mantos de olivos abrirse a su paso, como si la indujeran a formar parte de aquel embriagador paisaje. Aún no entendía cómo había gente capaz de ensombrecer esa imagen con su apatía por la naturaleza. Sus padres la habían aleccionado sobre la importancia de mantener limpio el medio ambiente, de tratar con respeto a los animales que encontrara a su paso y no obstaculizar el curso de su existencia. Debían evitar que esa malsana costumbre se expandiera y la gente descuidara los campos; las cosechas se malograrían, el agua del riachuelo quedaría inutilizada y los animales enfermarían… o mucho peor. Le aterraba pensar que los padres del cervatillo hubiesen muerto por culpa de la actitud irredimible de toda esa gente que había ensuciado la tierra. Deseaba que lo estuvieran buscando con todas sus fuerzas, necesitaba abrazar esa idea para no perder la fe en los adultos. Solo esperaba tener la energía suficiente para contrarrestar esa situación. Todos esos pensamientos inundaban la mente de la pequeña Nora, que caminaba con paso firme hacia el lugar donde permanecía el ciervo. Sentía que algo debía cambiar, el progreso no sería posible sin unas pautas que marcaran la convivencia en todos los sentidos; empezando por no arrojar latas de conservas o de refrescos en mitad del campo.

Contemplaron en silencio la zona en la que seguía oculto el animal. Nora respiró hondo y contuvo unas lágrimas incipientes. Aquella escena tardaría en olvidarla mucho tiempo. Se organizaron para trabajar en grupos y limpiar con premura la entrada de la cueva. Un grupo se encargó de recoger las botellas de vidrio, otro retiró los envases de plástico, y otro los restos orgánicos. Trabajaron durante dos horas sin descanso, pero cada vez estaban más cerca de conseguir su objetivo. Nora se emocionó al ver al ciervo salir de la cueva y corrió a abrazarle. Lucía esmirriado y temblaba, pero se dejó abrazar por la niña. Sus patas no lo sostuvieron y se desplomó en el suelo, estaba agotado.

—¡Rápido, tapadlo con una manta! —indicó Tino.

—Yo tengo galletas —dijo uno de los niños.

El ciervo recibió las atenciones de las familias y se durmió junto a los niños que lo protegían con cariño.

—Me gustaría llamarte Otto, ¿te gusta? —Nora le cubrió el cuerpo con la manta y se sentó a su lado.

—Habéis sido muy valientes —convino la mamá de Nora—, gracias a vosotros este ciervo tendrá un hogar limpio. Le habéis salvado la vida. Es una lección que todos deberíamos poner en práctica, nunca olvidéis este día.

—Es verdad, pero me asusta que vuelvan a arrojar basura y se quede atrapado. —Nora acariciaba su cabeza con mimo, aún temblaba y sentía cierta desconfianza.

—¡Tengo una idea! —Tino sacó unos lápices de colores y unas hojas de su mochila—. Vamos a dibujar carteles para que la gente sepa que vive aquí. Los colgaremos arriba y en la entrada de cada camino.

            —¡Claro! Y cada domingo podríamos venir para asegurarnos de que está a salvo. —Nora hizo una mueca de agrado.

—¡Es una idea excelente, chicos! —El papá de Nora repartió las hojas para que los demás también dibujaran.

—Ojalá su familia venga a buscarlo, seguro que los echa de menos. —Nora observó que Otto abría los ojos—. Me has entendido, lo sé.

—Puede que él regrese a su hogar —dijo Tino— una vez que se haya recuperado.

—No volveríamos a verlo —musitó Nora—, pero eso sería lo mejor que podría ocurrir.

Semanas después, como cada domingo, Nora y Tino acudían a la cueva de Otto para saludarle y cerciorarse de que estaba bien. Los niños jugaban con él y le llevaban algo de comida. El ciervo, por fin, podía almorzar en su hábitat limpio; señalizado ahora con un dibujo que habían colgado ellos. Pero un día, no lo encontraron. Nora acudió durante semanas para reunirse con Otto, pero el animal se había marchado. Entonces lo supo. Sintió en su fuero interno la calidez de la esperanza, de que no todo estaba perdido. Otto había encontrado a su familia.