I
El crío bajó los escalones del altillo descalzo, con la mayor prudencia y en silencio, apenas levitando sobre los maderos, como si con el peso de sus pocos años quisiera evitar el crujir de tanta historia. La escalera es vieja y quejumbrosa, casi tanto como la casona del Cotanillo que acoge una tahona de toda la vida, la misma que se eleva desde siempre donde la Cuesta de los Herradores muda a altozano. Hay quien sabe de escritos y linajes, que afirma que antes de cocer panes, era ermita y aún antes fue atalaya de guardar aguas y aljibes. Aunque con absoluta verdad sólo se puede jurar que el horno está plantado junto a un palacete de prestigio y lustre, el de los Mármol. Por aquellos años, el caserón volcaba sus mejores prendas a la calle Mestanza, eje viario muy principal y venido a menos que comunicaba la Plaza Mayor con la ermita del Cristo. Situado ya en el “anchuroncete” del descansillo y elevado dos pares de escalones por encima del obrador, se agachó y apretó cuanto pudo a la recia y apolillada baranda de madera, en un intento de esquivar la mirada paterna. Observó fugazmente la tarea de sus mayores, reculó al instante y se acurrucó placenteramente, arropado por aromas a vainilla, canela y limón. Y así, aprovechando la mucha penumbra que dominaba el lugar, intentó en vano fundirse con el paredón de piedra, barro y cal para quedar en nada y seguir descubriendo los trajines de su progenitor. Éste, con media sonrisa y una colilla de tabaco colgando de la comisura de la boca, disimula, aunque hace tiempo que ha barruntado la presencia del vástago. El chiquillo, en el desconocimiento que tiene de todo y en lo mucho que le maravilla lo novedoso, no albergaba más intención que conocer el extraño universo de sus mayores, un escenario que se sumerge en la más oscura noche y empapa el altillo con espléndidos aromas de aceite caliente y cáscara de naranja.
Si se observa desde el exterior, la vetusta tahona asemeja una enorme y achaparrada máquina de vapor, un mastodonte rosa anaranjado que eructa persistentes volutas de humo e impregna la mañana de aromas a pan caliente, aceite desahumado y azúcar tostada. El interior es acogedor, en parte le recuerda la calidez de la cuadra de los abuelos, aunque no sus malolientes pestilencias, o la sugestiva atmósfera de la bodega de decantes del molino aceitero. Allí todo es oscuridad, aquí no hay más luz que la que presta la hornilla desde una esquina de lo más hondo. En el obrador cuelga también un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas un codo sobre los cuarterones de pino de la vieja y robusta mesa de bolear panes. De frente, tras el mostrador, emerge una recia y oronda artesa labrada con el corazón de una encina centenaria, un cuezo dorado que cada noche preña cientos de hogazas y miles de tortas de aceite. Bailando con la mucha penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida y dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cualquier rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta no memorizada o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho… y sobre una tela de araña que despide destellos de plata hay escrito un soneto de luz.
Y el niño duerme arropado por una nana de silencio.
A cortos intervalos, sin apenas truncar la plácida monotonía que gesta la soledad, se escucha el plácido retumbar de la chapa que abre y cierra la boca del horno, un quejido armonioso, continuo y cansino. Al cobijo de la hornilla, al amparo de su templanza, una cafetera desportillada espera humeante la callosa mano que no llega, se impacienta y silba con vehemencia.
En el horno, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función, como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades a pie de artesa, o un cuezo generoso, un hoyo de madera vieja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. De una esquina, donde el olvido campa a sus anchas, unas bielas sobresalen de la pared lateral dando herrumbroso testimonio de lo que fue una tahona mecánica, tan efímera como la triste y corta vida del borrico que girando en redondo le dio utilidad y escasa vida.
El pequeño, que desde el altillo imagina todo un mundo fascinante, va edificando una memoria cotidiana formada con recuerdos que huelen a harina tostada, masa madre y leña verde. De entonces, rememora sonidos a corteza crujiente y crepitar de jara, y la nostalgia le sabe a miga ligera empapada en aceite de oliva, de ésa que te mira con unos ojos enormes y mucha ternura. Desde el otero de sus fantasías aprecia un armario desencajado, un amasijo de tablones que ya no llora lágrimas de resina y sí destila aromas a canela, matalahúga y limón. Una, dos, tres, cuatro…, bajo la atenta mirada del chiquillo la alacena se llena de hojas de lata doradas, de color azúcar tostada, sostén que es de un ejército de golosinas dulces. La tahona evoca en el niño recuerdos que aún no tiene, pálpitos a tierra vieja y aceite nuevo.
El padre alza la vista y lo mira sonriente:
—Venga, baja, ahí te vas a quedar como un pasmarote —le dice con cierto gesto de complicidad.
El chiquillo desciende los escalones de dos en dos y se sitúa en una esquina de la ancha mesa, sobre una vieja caja de madera que lo eleva lo suficiente para dominar el quehacer paterno. Sube los brazos sobre la mesa, como esperando con cierta inquietud las órdenes del mayor. Aprecia que el panadero tiene entre manos una masa aceitosa, muy terrosa, que bajo sus puños y una maestría inquietante va cogiendo consistencia. Primero asemeja un volcán, después parece una esfera irregular y apenas en unos segundos se transforma en una enorme torta circular. El nene, curioso y encandilado, apega la mejilla a la mesa, como intentando precisar el grosor exacto de cada torta…, y así una y otra vez sin llegar a concluir cómo todas pueden ser tan parejas, al milímetro. Entonces, el padre sustrae de un cajón una figura de hojalata, una estrella de cuatro puntas, y en un movimiento frenético y fugaz transforma la mesa en un cielo espolvoreado de astros, pequeños y dulces.
II
Sobre el ancho y negro lienzo de la madrugada, la aurora traza con desgano sus últimas pinceladas y dibuja un día gris, que no quiere desperezarse, tan gélido como el acero que duerme al raso. En su disparatado y vibrante baile, unos murceguillos tempraneros desmadejan la oscura noche y definitivamente enhebran el alba con finos hilos de oro. Las esquilas de San Mateo, de cotidiano inertes y mudas, saludan con alegres tañidos cada mañana de “Viernes de Dolores”.
Viniendo la Semana Santa madrugadora, los últimos días de la cosecha de aceituna se entremezclan con la hacienda repostera propia de tan sacras fechas, y son las señoras, madres y abuelas, las protagonistas de tanto trajín. Y siendo así, en la tahona, apenas despuntan las primeras luces de la mañana, se dan cita la obligación de las unas con la devoción de las otras. Las primeras, embutidas en un sinfín de refajos con los que eludir fríos y barros, armadas de “cascarabitos” con los que deshacer heladas y embozadas de lanas que esgrimir frente a los sabañones; las segundas, lebrillo en cadera y pertrechadas de canastas de vareta de olivo, ascienden la cuesta en un ir y venir, en un trasiego de aceites desahumados, raspaduras de naranja y limón, “papelillos del lobo”, azúcar y vainilla. Las unas y las otras, todas, bullen contagiadas por una algarabía insultante para unas horas tan disparatadas. Y es también el horno, lugar de encuentro de todo un universo humano, un desfile procesional que inaugura el día. Los más adelantados en llegar son los “pajariteros”, quizá los últimos de la temporada, bien pertrechados de aros de hierro y una masa de “alambres retorcidos” que apenas permite reconocerlos. Casi a la par, hacen acto de presencia un número indeterminado de “serranos merinos” y piconeros, los unos austeros y de poca charla, los otros ennegrecidos como la noche de pelear con tanta quema. Y por aquellas horas, hay una terna –guardas de finca, carniceros de chico y el encargado del matadero público– que utiliza la tahona como posta y taberna de sus tratos, que no es otra que la cría y matanza de chotos para provisionar al pueblo de la carne de mayor usanza. E igualmente pasan revista un zapatero de nuevo que charla de sus cosas y de las mejoras del producto con uno de viejo; y el jabonero, que va relatando que no le salen las cuentas con la sosa; y el maestro de obras, que barrunta negocios con el calero… y hasta desfila por allí la recovera con sus “mandaos” y el “sifonero”, que le comenta a uno que dice inventar que el día que los envases de sus gaseosas sean mucho más ligeros, se hace millonario, que lo ve venir. Y éste de los descubrimientos, que habla poco y pone mucho la oreja, predice que está enfrascado con una máquina que aspirará en un santiamén las aceitunas de los olivos, ¡hay cada tarado!
Los primeros aromas ya impregnan unas callejas que en breve serán tomadas por el vuelo rasante y el gorjeo de las primeras golondrinas. A poco, ya en el horno y tras los saludos de rigor, el “panaero”, en su papel de alquimista, reparte equitativamente, según aceite y pretensiones, la sal, el agua…, la levadura. Las señoras, ya en el corte, a modo de extraño ejército de amazonas, brazo “arremangao”, meten en labor el lebrillo de barro. A base de puños, no pocos sudores y una artritis aventajada, no queda otra, emparejan la masa según intención: un sinfín de golosinas que endulzarán las “merendicas” de unas fiestas de tanto guardar. Según avanza la mañana y la faena, el maestro pala, en la boca del horno y en su papel, comienza a agitar violentamente el rabo de su útil como queriendo ganar terreno a las señoras, que con más ahínco se arriman al viejo horno moruno con la intención de seguir con más detalle la cochura de su hacienda: docenas de tortas de aceite y canela, centenares de magdalenas de leche y raspadura de limón, crujientes “sobás” de matalahúga, ajonjolí y un charco de aceite de oliva, hileras e hileras de galletas ralladas, de un intenso olor a huevo y vainilla, y alguna menudencia de cabello de ángel y vino blanco. En una de aquéllas, entre el barullo de las doñas, las carreras de la chiquillería y los juramentos en vano del tahonero, el rabo acaba intencionadamente en la espalda de alguna de las matronas, o de los infantes, apaciguando así el alboroto hasta un nuevo envite.
Finalmente, ante la mirada entre atónita y golosa de los menores, asoman por la boca del horno, humeantes, los “melindres” más aventajados. No son pocas las quemaduras de paladar y más numerosos los dolores de tripa, y todo por apresurase en engullir las primeras chucherías, pero ¡ay!, palos con gusto no duelen. Ahora sí, los aromas a vainilla comienzan a dominar sobre el revuelo y el trajín que regían unos instantes atrás, pese a que el bullicio también ha crecido por los muchos comentarios de la faena. Según avanza el día, el rumor enmudece, las conversaciones se hacen más nítidas, huele a “pringue” cocida, de la buena, y el aroma anisado se cuela en todos y cada uno de los poros de la tahona. Con el renacer de la tierra, vuelven los olores a aceite, las buenas charlas, las correrías de la chiquillería entre lebrillos y canastas, los restregones de masa cruda…, retorna el buen hacer de aquellas largas y espléndidas mañanas de trajín cotidiano. Eran tiempos en los que el reloj andaba más paciente, cuando los pucheros y los guisos, los adobos, las gachas y los dulces se elaboraban con tesón, mucho cariño, buen hacer y mejores materias. Tiempos en los que madres y abuelas, al amparo del cálido vientre moruno, mudaban en arte sus labores culinarias.
III
El chiquillo perdió las ganas de curiosear tras la baranda apolillada, ni siquiera hay baranda, ahora es un elegante antepecho de metacrilato.
La casona principal, la que lucía galas en calle de postín, viste hoy ruinas. Y la tahona ya no es un coloso humeante, ahora es fría, metálica, aséptica… no hay un solo rincón que escape a los hilos blanquecinos de la moderna iluminación, que se cuela en todos y cada uno de los recovecos. Casi que te da un escalofrío cuando comienza la faena. Por no haber, ni rastro hay de los viejos aromas, sólo huele a plástico y cartón. Tampoco hay zafras de aceite de oliva, de las que rezuman sabor a tierra vieja, la yema es en polvo y cualquier elaborado contiene antioxidantes. La masa madre no es agria, se presenta en granitos menudos y es un concepto que se debe explicar, entender y manipular…, “lea las instrucciones adjuntas”. Casi no hay mota de polvo que ensucie la impoluta imagen del novedoso e higiénico “Punto Caliente”.
El horno ya no es un ancho y cálido habitáculo de encuentro y charla, un ir y venir de gentes de todo “pelaje” y muchos tratos, es un local reducido, empequeñecido, apretado por un sinfín de estanterías de plástico rígido y cajas de mercaderías venidas de cualquier confín del mundo. Ya no queda ni asomo de la vieja y eterna cafetera de porcelana, ni de sus aromas torrefactos. No permanece siquiera el rincón que ocupaba a la diestra de la boca del horno, junto a la cazuelilla de las cuchillas de corte y las barberas desbastadas. El soniquete de la portilla del horno yace mudo bajo el metálico brillo del olvido. Ya no es el horno un vientre cálido, ahora es un infierno de armario que cierra herméticamente, un ingenio del demonio que se traga de una tacada, sin necesidad de hornero ni maña, un helado fardo de globalidad que sin despeinarse fulmina la memoria de todo un pueblo.
Las aceituneras ya no lucen sus pesados refajos, ahora visten mono y andan equipadas como si fueran a conquistar algún satélite lunar. El eco que mece el viento ha mudado. Ya no hay palique ni alegría, no queda huella de aquellos chismes picantes, cuentos y despellejes simpáticos, ahora retumba un estruendo impenitente, continuo, molesto. Las voces callan y un ruido insoportable se esparce por cada una de las “camás” de olivos, donde domina la más estricta disciplina de una cadena de montaje.
Y siendo de tal forma, el niño viejo reconoce que hay asuntos que andan por mejor camino, pues mujer y hombre van ahora más parejos en derechos y obligaciones… o así lo parece.
Con todo, de las entretelas del olvido emergen algunas de aquellas señoras, que lebrillo en cadera, armadas de canastas y paños, bullen en un trajín repostero casi milenario que impregna las callejas de aromas familiares, casi mágicos. ¡Cada vez son menos! Y estas matronas, tirando de los últimos flecos de nuestros saberes, le siguen dando forma al hornazo del “Domingo de Resurrección”, la perfecta comunión entre la harina de trigo y el aceite de oliva, una torta dulce que con unos delgados tentáculos engulle un huevo. Entiéndase a modo de metáfora, es como si la tradición tratara de estrecharse en un abrazo con la eterna renovación que contrariamente nunca parece llegar.
El niño viejo, protegido por la sombra que le ofrece su desmemoria, piensa que en un suspiro se le ha ido un mundo. Y reconoce que nuestro pueblo, donde todo son carreras y consumo, donde es fácil olvidar de dónde se viene, aún conserva el cucharro, el encuentro culinario y cotidiano más enraizado con la tradición cultural. Desposorio inmemorial entre el pan de ojos grandes y el aceite de oliva generoso, este moño de miga blanca y corteza crujiente se viste con lo sencillo y paciente, con el churre de un tomate “estrujao”, bacalao, aceitunas “machacás” y rábano, y se disfruta a la sombra de la historia. El niño viejo eleva la cabeza, calcula la hora y se da un respiro.
—Sí —reconoce—, en Andalucía las plazuelas siempre deben vestirse con un árbol que dé cobijo. Y nuestra Cultura, ¿qué necesita nuestra Cultura? ¡Ay!, precisa de memoria a la que aferrarse.