El paisaje colorido, contrastaba con la oscuridad de mis sentimientos. Una verde arbolada cubría el camino por el que se deslizaba el carruaje que me llevaba a la cita con mi destino. Un racimo de flores blancas entró por la ventanilla y cayó en mi regazo. Lo acerqué a mi nariz.
—Bagá —exclamó la mujer que se hacía llamar tía Águeda—. La flor se llama bagá. Es la flor del olivo—replicó.
Yo sólo asentí. No sabía a qué se refería con olivo, ni tenía interés en saberlo. A mis diecisiete años, iba a Jaén—por orden de mi padre—para contraer matrimonio con el sobrino de Doña Águeda Rivadeneyra, un rico hacendado al que mi padre debía una fortuna y quien era—seguramente—un viejo que me daría una vida miserable, como la que mi padre le había dado a mi pobre madre, la mujer más buena de toda Barcelona y quien murió al caer de la escalera, en uno de los frecuentes arranques de ira de mi padre, cuando yo sólo tenía cinco años.
El carruaje seguía avanzando por el camino. Tía Águeda dormía; vestía elegantemente y usaba un sombrero con plumas. Sus joyas eran impresionantes. Recordé que las de mi madre habían desaparecido.
Mire mi hermoso vestido, regalo de tía Águeda. Solamente había logrado esconder de mi padre, entre mis humildes ropas, mi diario y un retrato de madre. Me habían quitado hasta la medalla que mi madrina de bautismo me había regalado, según me había dicho Carmen, la cocinera de la casa y la única de los sirvientes que había quedado cuando se había acabado el dinero.
Carmen era una mujer de carácter firme y seco, pero que conmigo siempre había sido amable. Por años fuimos las únicas mujeres de la casa. Las doncellas que, ocasionalmente, habían llegado, huían llorando a los pocos días de trabajar en la casona. Tardé años en enterarme de las vejaciones que habían sufrido en manos de mi padre y mis hermanos. Entonces, entendí por qué Carmen me obligaba a dormir en su pequeña cama, en la alacena de la cocina. Ella siempre había sido mi protectora, por lo que me extrañó que estuviera de acuerdo con que me vendieran a un hombre.
Un salto en el camino hizo que la tía despertara y con el mango de plata de su bastón golpeó el techo del carruaje, sobre mí, lo que me hizo contraer mis manos sobre mi cabeza. El carruaje disminuyó la velocidad mientras ella me decía:
—Tranquila mi niña. No voy a hacerte daño. Es la forma de decir al cochero que baje la velocidad— me dijo sonriendo y su mirada, hasta entonces dura, se transformó en dulzura.
No dije nada y seguí mirando el paisaje. A decir verdad, no había dicho una sola palabra desde el momento en que me habían dejado en su lujosa habitación llena de tesoros que nunca había visto. A mi padre debe haberle pasado lo mismo, pues lo vi tomar un par de estatuillas de la mesa para metérselas al bolsillo.
Fue en ese momento en que analicé lo que había ocurrido en aquel intercambio y me percaté de que mi padre conocía a tía Águeda.
—Me pregunté, cuando he leído tu nombre en la carta, si se trataba de ti. Mírate Águeda, tan elegante y soberbia como siempre, aunque más vieja—exclamó padre en tono burlón.
—No me interesan tus opiniones, Ramiro. Nunca me han interesado. Deja a la niña y márchate. Ya tienes lo acordado—exclamó ella con fortaleza y desprecio.
—Vaya, vaya, Águeda. ¿Te sientes poderosa? No sé por qué, si tu marido te ha durado muy poco. Seguro lo ha matado el tener a una mujer como tú, a su lado.
—¡Lárgate, Ramiro!
—Me voy, pero cuida a mi tesoro. Cualquier día iré a ver cómo está.
—No te atrevas, Ramiro. A esta niña no te le volverás a acercar. Ni tú, ni el resto de tu progenie, todos malditos.
—El tiempo lo dirá, Águeda. Un padre amoroso no puede estar lejos de su hija.
Y con esas palabras llenas de mentira, se marchó sin mirarme siquiera, lo cual me alivió, pues sin importar lo incierto de mi destino, era preferible éste a regresar a la casa de mi padre.
En los días que permanecimos en Barcelona, tía Águeda se había mostrado callada y absorta en sus pensamientos. Nunca más volvió a mencionar a mi padre. Esos días, me limité a dormir, en una cama amplia. El lujo de aquella habitación contrastaba con la sencilla existencia que hasta ahora había llevado. Decidí disfrutar de un poco de paz. Mi futuro, seguro no sería bueno, porque ¿qué clase de hombre compra a una mujer para tomarla como esposa?
El vehículo redujo su marcha y sentí un cálido viento que traía consigo dulces aromas. Cerré los ojos y sonreí. Tía Águeda lo notó, pues exclamó:
—Ya estamos llegando a La Esperanza. Ese, es el aroma de las aceitunas convirtiéndose en aceite.
¡La Esperanza! Vaya nombre para una finca que me arrebataba la mía de ser feliz algún día. Tal vez hubiera podido ser una escritora, como las que describían los diarios viejos que eran mi única lectura. La biblioteca también había sido saqueada, se habían llevado hasta la Biblia de familia de mi madre. Nunca sabría sus nombres, ni por qué la habían abandonado a su suerte.
Nos detuvimos ante una hermosa hacienda. Frente a ella, sirvientes elegantemente vestidos trataban de asomarse, discretamente, para ver a la que sería su nueva ama—había dicho tía Águeda.
Era extraño pensarme como ama de alguien, cuando ni siquiera podía decidir sobre mi futuro, ¿cómo iba yo a poder decidir sobre el de alguien más? Pero callé. Había aprendido a fuerza de golpes, latigazos y quemadas con cigarrillos, que nunca debía replicar.
Yo trataba de adivinar cuál de los hombres elegantemente vestidos, al lado de los sirvientes, era el que me había comprado como esclava. Eran todos tan viejos.
Un lacayo abrió la puerta y ayudó a tía Águeda a bajar. Uno de los viejos se acercó y besó su mano.
—¿Cómo ha ido todo?
—Como esperábamos, Demetrio. Ya te platicaré cuando estemos en la casa grande.
—Doña Águeda—se acercó otro hombre que besó, también, su mano—¡Qué gusto tenerla de vuelta!
—Gracias, Ezequiel. Yo también estoy aliviada de estar de vuelta. ¡Doctor Macías! Es urgente trate a esta niña. Su estado de salud es precario.
Demetrio, Ezequiel, Macías. Ninguno era Don Alejandro Rivadeneyra. ¿Dónde estaba ese monstruo? Seguro era un viejo tullido que estaba postrado en una cama. Pero eso no sería tan malo, pensé. Si era viejo e inválido no podría hacerme daño, ¿o sí?
—Vamos—exclamó tía Águeda mientras los hombres inclinaban sus cabezas—Ven a que te presente—y dirigiéndose a los sirvientes expresó—Ella es la señorita Lucía. A partir de hoy, ella es ama de La Esperanza. Tratadla como se merece.
Todos me hicieron solemnes reverencias, mientras la tía me decía sus nombres. No podía creer cuántas personas se necesitaban para atender a un viejo decrépito y tullido.
—Él es Don Demetrio Espino, abogado.
El hombre, con una solemne reverencia extendió su brazo y tomó mi mano para besarla. Era la primera vez que un hombre lo hacía. Me espanté y retiré el brazo, lo que ocasionó que todos miraran a tía Águeda en silencio.
—Él es Ezequiel Luna, administrador de La Esperanza.
Ezequiel, quien era más joven que Don Demetrio y tenía unos ojos bondadosos, me sonrió.
—Y él, es el Dr. Macías, médico de Alejandro. Él supervisará tu recuperación.
Claro que necesitaba un médico. Lo que no entendía era a qué recuperación mía se refería. Yo estaba en perfecto estado de salud, aunque claro, seguro un viejo enfermo pensaba que todos necesitábamos un médico.
A una leve inclinación de cabeza de tía Águeda, una muchachita poco mayor que yo apareció en escena.
—Ella es Amparo, tu dama de compañía. Te llevará a tus habitaciones.
Sonaba tan extraño…mis habitaciones. Y así fue. Amparo, cuya vida transcurría en el silencio, se convirtió, entonces, en mi compañera. El Dr. Macías supervisaba mis alimentos y daba remedios a Amparo para que curara mis heridas. Durante meses, la tía Águeda, compartía conmigo la cena, pero desaparecía durante todo el día. Mi existencia era buena. Descubrí una biblioteca llena de libros y caminaba todas las tardes, junto con Amparo, entre los árboles de olivo, cuyas flores empezaron a desaparecer para dar paso a las aceitunas. Pronto, Ezequiel, empezó a acompañarnos. Él rompía el silencio explicándome lo que necesitaba saber sobre los árboles de olivo y el proceso para fabricar el aceite, fuente de ingresos de La Esperanza y de casi todas las fincas de Jaén.
Con el paso de los meses, solamente tenía una duda. ¿Dónde estaba Don Alejandro? Era como si no existiera. Pronto, la imagen del viejo malvado se fue desvaneciendo. A veces, escuchaba al servicio hablar de lo que el patrón había hecho por sus hijos o cómo había reconstruido el campanario de la iglesia y entonces lo imaginaba como un anciano menos tullido. Tal vez no era tan malo, ya habían pasado seis meses y no se había presentado a reclamarme.
Muchas noches desperté a causa de pesadillas en las que imaginaba a mi padre y hermanos viniendo a buscarme, pero eso no ocurrió y cada vez que despertaba gritando, tía Águeda amorosamente me acurrucaba entre sus brazos. Una de esas noches, ella comenzó a cantarme la misma canción que mi madre y entonces me llamó “Ágata”. No me atreví a decir palabra.
Cuando mi cumpleaños número dieciocho llegó, yo estaba renovada. Las pesadillas habían cesado y salía a montar todas las mañanas, al lado de Ezequiel; ya podía identificar cada uno de los tipos de aceituna que se cosechaban en la finca, así como los distintos aceites. Por primera vez en mi vida era feliz. Y eso me inquietaba. Temía que no duraría mucho, pero otros seis meses felices pasaron. Yo, ya tarareaba, a solas, a la par de los trabajadores de la finca y salía de La Esperanza, montada en mi caballo blanco. Una de esas mañanas, llegué a una hermosa hacienda. La había visto a la distancia, pero nunca me había detenido, hasta aquel día. Recordé, entonces, las palabras de tía Águeda “la casa grande”. ¡Claro! Don Alejandro vivía en la casa grande y yo en una hacienda a la que se referían como la “casita”. Vi, entonces, el caballo de Ezequiel y el carruaje de tía Águeda.
A partir de aquel día, empecé a observar la hora en que tía Águeda salía de casa y el momento en que Ezequiel se despedía de mí. Una mañana, junté el valor y me acerqué a la casa grande. Por una ventana y pude escuchar diferentes voces que conversaban.
—No sé cómo pueda tomar la noticia —decía tía Águeda.
—Evidentemente, la salud de Lucía es aún frágil —replicó el Dr. Macías.
—Pero tiene derecho de saberlo —exclamó Ezequiel dulcemente.
Se hizo un silencio en la habitación y entonces escuché un murmuro indescifrable. Era la voz de Don Demetrio y luego vino una voz dulce que expresó.
—Tenemos que tener mucho cuidado tía. No queremos que todo lo que ha avanzado nuestra pequeña Lucía se acabe. Estoy de acuerdo con todos ustedes, pero lo que más me preocupa es nuestra niña.
Una puerta se cerró con fuerza, así es que salí corriendo. ¡Había escuchado la voz de Don Alejandro! No era la del anciano enfermo y malvado que me había imaginado. Era una voz joven y dulce. ¡Yo era, su pequeña Lucía, su niña! Cabalgué a casa más feliz que nunca. Llegué a la finca cantando y me encontré con Amparo, a quien tomé de la mano y empezamos a dar vueltas, como lo hacía con mi madre cuando pequeña.
Esa noche, cuando entré a la sala, me encontré a todos, menos a Alejandro, reunidos.
—Buenas noches —exclamé. Todos voltearon asombrados a verme. Era la primera vez que escuchaban mi voz.
—Buenas noches, querida niña —replicó la tía con los ojos llenos de lágrimas. Todos sonrieron y se miraron.
Me senté y tomé las aceitunas que Ezequiel me acercó. No dije nada más. No sabía qué decir. Ellos, respetaron mi silencio.
Así, pasaron varios meses, hasta que una noche me atreví a decir:
—¿Sabes algo de Carmen, tía?
Todos callaron. Nadie se atrevió a mirarme a los ojos. Los de tía Águeda se llenaron de lágrimas.
—Siéntate Lucía —dijo la tía con serenidad—. Ezequiel, llama a Alejandro. Lucía. Tal vez hice mal en ocultarte esto, pero tienes que entender, querida, que todo lo hicimos por tu bien.
—Tía. Estoy lista. ¿Qué pasó con Carmen? ¿Qué hago yo aquí? ¿Quién es Don Alejandro?
—Alejandro es sobrino de mi difunto esposo, como un hijo para mí. Tú, mi querida niña, eres la hija de mi única hermana, Ágata —dijo con los ojos llenos de lágrimas y continuó— quien huyó de la casa para huir con tu padre. Nunca tuvimos noticias de ella —e hizo una pausa—. Yo no pude salvar a Ágata, pero sí pude salvarte a ti, gracias a Carmen y a Alejandro.
Yo estaba estática. Águeda era mi tía, mi familia y Alejandro, mi salvador. No me había comprado para ser su esclava, había pagado mi rescate para que fuera libre.
—¿Y Carmen, tía? —pregunté nuevamente.
—Carmen estaba muy enferma. De algún modo me encontró y pudo enviarme un mensaje. Alejandro fue a Barcelona. Logró hacerse amigo de los hombres con los que tu padre jugaba cartas y vio a Carmen. Así, nos enteramos del fin de tu madre y del riesgo que corrías en esa casa. Él tuvo la idea de comprar las deudas a los acreedores de tu padre. Alejandro se presentó en su casa con la policía, a cobrar su deuda y le hizo a tu padre una oferta que no pudo rehusar.
La verdad había salido a la luz. Alejandro no era un monstruo.
—Carmen, murió el mismo día que yo fui por ti. No te dijo adiós porque no quería que supieras su destino—dijo la tía con los ojos llenos de lágrimas. Don Demetrio se acercó a consolarla.
—¡Mi pobre Carmen! ¡A ella le debo la vida y ni siquiera se lo pude agradecer!
—Ella, te dejó una nota. Alejandro te la entregará.
—¿Por qué me hicieron creer que Alejandro me había comprado como esposa?
—¿Quién te dijo eso, Lucía?
—Mi padre, justo antes de llevarme contigo.
—¡Lo que habrás sufrido por eso, mi niña! Se lo dijimos porque de otro modo, no te hubiera soltado. Sabemos que planeaba venderte al mejor postor. Fue una suerte que Alejandro hubiera llegado antes. Hay algo más que debes saber…tu padre y tus hermanos murieron en un incendio hace unos meses. No quisimos decírtelo pues temíamos por tu salud.
—¡Eran unos barbajanes! Les debo todo a Carmen, a ti y a Alejandro—exclamé aliviada pues al fin era libre.
—No me debes nada, Lucía—dijo aquella dulce voz que había escuchado antes. Las piernas me flaquearon y tuve que sentarme. No me atreví a voltear.
—Todo lo hice por tía Águeda. Ella ha sido como una madre para mí. Y por ti. Cuando supimos tu historia, sabía que tenía que hacer algo y cuando te vi, supe que no podría vivir si no hacía algo para sacarte de esa casa—dijo con la voz temblando, una voz que estaba cada vez más cerca de mí. Frente a mí, el Dr. Macías sonrió y caminó hacia la puerta, seguido de Ezequiel.
—No se vayan —repliqué, aún sin atreverme a mirar al hombre al que debía la vida—. No tengo palabras para agradecer lo que cada uno de ustedes ha hecho por mí. Me han regresado la vida con su paciencia y sus cuidados. Tía, espero algún día poder pagarte lo que has hecho por mí. Don Alejandro… —dije al mismo tiempo que volteaba a mirar al hombre más hermoso que hubiera visto en mi vida y cuyos ojos estaban llenos de lágrimas.
—Alejandro, Lucía. No me digas “Don”. Para ti solo soy Alejandro.
—Alejandro, a ti, te debo la vida y por lo que entiendo, una fortuna. Trabajaré arduamente para pagarte.
—No, Lucía—exclamó—No me debes nada. Mi único pago es verte a salvo. Tu felicidad y la de nuestra tía son mi recompensa. Tu voz, cuando te escucho cantar cada noche en el balcón, ha sido pago suficiente.
Todos en la habitación se miraron y salieron lentamente, mientras yo miraba, en el espejo mi reflejo y el de Alejandro parado detrás de mío.
—¡Me escuchas cantar en las noches! Eso significa que tú ya me habías visto antes.
—Sí, Lucía. Te miré por vez primera una noche en que Carmen me llevó a verte mientras dormías en la despensa. Te veías tan sola e indefensa que quise en ese momento protegerte del mundo y de los planes que tu padre tenía para ti. Fue ese el momento en que me enamoré de ti —dijo con ternura.
—Pero ¿por qué no me dijiste nada a mi llegada?
—Porque esperaba que primero te curaras y que te enamoraras de mí. Soy productor de olivos, querida mía y sé que hay que tener paciencia para que las buenas aceitunas maduren.
—¡Amor mío!
—¿Me has llamado “amor mío”, querida?
—Sí, Alejandro. Eres el amor mío, el único que he conocido después del de mi madre. Hoy más que nunca, estoy agradecida contigo por haberme salvado de un futuro terrible y te entrego mi vida.
Entonces, Alejandro me besó y ese fue el inicio de una nueva historia, que muy pronto llenó las páginas de mi diario. Mi vida, a partir de entonces fue maravillosa. Rodeados de la buena gente de Jaén, Alejandro, la tía —que se convirtió en abuela de nuestros hijos— y yo, supimos entonces, que la vida puede ser tan hermosa como los árboles de olivo en plena primavera.