¡Pum!, sonaba la pelota al chocar contra la pared blanca de la casa.
Había hecho calor y eso que todavía no era verano, pero a estas horas del atardecer ya había refrescado un poco y se estaba muy bien en el exterior. Los padres de Jaime le habían dejado salir con el balón. Se divertía chutándolo contra la pared más alejada a donde estaban sus progenitores para no molestarles. Estos estarían distraídos recogiendo los restos de la temprana cena o viendo la tele desde el viejo sofá antes de irse al piso donde vivían muy cerca de allí.
A Jaime le gustaba la vieja casa. No era muy grande, pero la extraña distribución que tenía hacía que hubiera un montón de recovecos donde explorar e inventarse mil historias con los muñecos. También creaba infinidad de rutas para hacer con los coches pequeños. Donde nunca subía era al piso superior, la escalera no estaba muy bien, sus padres se lo habían prohibido expresamente por ser peligroso y sinceramente, le daba un poco de miedo…
No había otros niños ya que la casa se encontraba algo alejada del pueblo. Muy de vez en cuando había invitado a algún amigo del colegio. Echaba de menos tener compañía de su edad en algunas ocasiones, pero estaba acostumbrado y se lo pasaba bien solo. Y siempre estaban sus padres. Con su padre jugaba con la pelota y se la pasaban chutando. Con su madre le gustaba más divertirse con juegos de mesa y los puzles, que le encantaban. De vez en cuando les hacía bonitos dibujos que colgaban en la nevera de la casa o de su piso.
Alrededor de la casa estaba el pequeño olivar, herencia de su abuelo materno, del que sacaban alguna aceituna para vender y hacer algo de aceite con una mini almazara para consumir ellos y regalar a algún amigo o pariente cercano.
El olivar era viejo, pero daba unas aceitunas muy ricas que preparaba su madre de distintas maneras, generalmente con romero y tomillo, ajo seco y algunas cosas más de las que no se había preocupado. El arbolado no ocupaba una gran extensión y el área se extendía por un terreno con pequeñas ondulaciones.
Jaime en el olivar no jugaba mucho a la pelota, como hacía ahora, o con los muñecos o a guerras infinitas con monstruos imaginarios a los que siempre vencía indemne.
¡Pum! Cuando se cansó de chutar directamente contra la pared, Jaime decidió coger tres ramitas de olivo de las que había por el suelo, colocarlas en vertical, apoyadas sobre la pared y chutar a darles y tirarlas.
Ya había derribado dos, sólo le quedaba una que se le resistía… esta vez era la buena… cogió más carrerilla y ¡chuto bien fuerte! y … desviada a la izquierda… ¡muy desviada a la izquierda! Tanto, que la pelota ni dio en la pared y salió disparada hacia el olivar. La pelota cayó al suelo, rebotó y salió botando por la pequeña pendiente, perdiéndose en la zona donde estaban los olivos más viejos.
Allí que se acercó a ver si encontraba el balón, no creía que se hubiera ido muy lejos…
La zona donde había caído tenía una pequeña pendiente y eran los olivos más viejos de la finca. Eran bien bonitos, pero… ¡de día! Ahora al anochecer… daban cuando menos respeto y un poco de temor y eso que Jaime no se consideraba un cobarde… ¡Pero tampoco un valiente!
Le parecía ver en los huecos, protuberancias y fisuras que forman los gruesos troncos retorcidos de los árboles, ojos y bocas, así como extrañas caras. Siguió avanzando despacio. Encontró una piedra y la cogió. Un canto rodado con un buen tamaño para su mano. ¡Era perfecta para lanzarla! Se la metió en el bolsillo para por si acaso…
Pero ¿dónde podría estar la dichosa pelota?
Miraba en todas direcciones, detrás de los nudosos troncos, en las retorcidas ramas. No había arbustos ni piedras donde se pudiera ocultar, no tenía que ser muy difícil. De repente la vio en una rama cerca del tronco principal de un olivo bien retorcido y añoso.
Pero estaba muy alto y eso que los árboles no lo eran. El olivo parecía el más viejo del lugar. No recordaba haberse fijado en él nunca y eso que seguro que llevaba allí plantado desde mucho antes de que naciera el abuelo de su abuelo.
Jaime era alto para su edad, o eso decía siempre su madre, pero aun así no llegaba a la rama del enorme olivo donde descansaba su pelota. Ni se acercó al árbol, estaba demasiado alto el balón.
Imposible mover el grandioso tronco del árbol para que de la rama cayera la pelota.
Podía tirar algo a ver si alcanzaba el balón y lo derribaba. No había nada alrededor, algún hierbajo pequeño y de un verde apagado, alguna ramilla seca de olivo y tierra que ni siquiera formaba un mazacote con una buena consistencia como para lanzarla. Recordó la piedra del bolsillo.
Esta vez tenía que apuntar bien y no como cuando chutó la pelota que le había traído allí. No podía fallar, que no había piedras tan buenas como esa… Se concentró en el objetivo, estiró el brazo y con fuerza lanzó el canto. Este voló rápido. Parecía que iba en la buena dirección… pero sólo era una impresión. Se desviaba hacia el tronco y chocó con el mismo. ¡Crack!
¡Ay! Se oyó al momento.
La cara de asombro de Jaime era de libro. ¡Los árboles hablaban! En el fondo no le pareció tan extraño ya que parecía que tenían boca…, pero se equivocaba.
Lo que inicialmente le había parecido una rama pegada al tronco ¡se movía!, ¡era una culebra! Una enorme culebra del mismo color gris claro que el tronco, donde estaba descansando o durmiendo.
–¿Quién ofa defpertarme de efa manera? ¿Por qué hablo afi?
Y la culebra escupió un colmillo roto que cayó al suelo.
El niño comprendió que la piedra había impactado en la cabeza de la culebra y le había partido un colmillo y ¡ahora le hablaba! No hablaba bien, pero se le comprendía. Jaime no podía ni moverse de allí, ni dejar de mirarla… ¡Era enorme!
La culebra se giró. Miró a Jaime, miró la pelota, miró la piedra en el suelo y a su lado su colmillo y entendió lo que había sucedido.
–¡Te voy a estrangular con lof mufculof de mi cuerpo! ¡Maldito niño!
Fue entonces cuando los pies de Jaime reaccionaron y salieron escopeteados hacia la casa.
No estaba lejos, pero ahora era cuesta arriba y anochecía muy rápido.
Oía a la culebra reptando detrás de él, pero no se atrevía a mirar.
Parecía que se le acercaba cada vez más, aunque la casa también se veía más y más cerca.
¡Corre, corre, corre! No pensaba en nada más.
Entró como un torbellino por la puerta entornada donde se almacenaba el aceite, los aperos de labranza y donde él tenía algunos de sus juguetes.
Su madre siempre le decía que recogiera y Jaime desganado lo hacía. Hoy no lo había hecho y nada más entrar tropezó con el camión negro que tenía para transportar coches y que tanto le gustaba. Salió despedido y cayó contra las garrafas de aceite rompiéndolas y cayendo todo el viscoso líquido sobre su cuerpo.
La culebra entró en el habitáculo. Jaime se arrastró como pudo hacia la esquina. No le resulto fácil, resbalaba. Estaba completamente embadurnado de aceite.
Tocó la pared del fondo. Estaba perdido: no había escapatoria y la culebra se acercaba lentamente.
–Ya te tengo. Vaf a pagarme lo que me haf hecho. Te eftrangulare poco a poco.
Y se lanzó hacia Jaime.
Cuando iba a enroscarse sobre él ¡flich! ¡Jaime sale disparado!
De nuevo lo intentó la culebra con el mismo resultado. Pero el animal no se rendía y lo siguió intentando.
Jaime comprendió lo que pasaba: al estar embadurnado en aceite, la culebra no podía agarrarle. Ya no tenía miedo e ideó un plan: dejar que la culebra se cansara y cuando se agotó y no pudo más, le dice:
–¿Te has cansado ya? Yo tengo poderes y ya ves que puedo desde verte camuflada en tu tronco hasta evitar que me agarres.
–No me hagaf nada, por favor… Folo era broma lo de eftrangularte…
–No me engañas culebra, pero te voy a perdonar. No quiero que molestes, ni a mí ni a mi familia.
–Lo haré poderofo niño.
–¡Ah! Y se me olvidaba: me traes la pelota que se ha encajado en tu árbol.
–Ahora mifmo.
Y la culebra se fue. Jaime respiró tranquilo. ¡De buena se había librado!
Al rato volvió el animal con la pelota y se fue sin mirar al niño en ningún momento, no fuera a cambiar de opinión y le pidiera algo más difícil…
Jaime no volvió a saber de ella. Nunca supo si se fue o vivía en la zona sin que él tuviera constancia. Lo que sí sabía era que cumplió su palabra y no molestó.
Pero la historia no acaba aquí. Cuando Jaime fue todo emocionado a contarles a sus padres su increíble aventura, estos le escucharon con detenimiento, o eso parecía ya que no sólo no le creyeron, sino que además le riñeron, ya que por su desorden se habían perdido varias garrafas del preciado líquido.