La magia del olivar

Rudy Romero Más

Era otoño cuando llegué a España. Iniciaba octubre y Jaén me esperaba con sus suaves brisas. Había leído lo suficiente para poder disfrutar unas inolvidables vacaciones por la campiña, tal como me lo había prometido Ana, una amiga de trabajo, apasionada y orgullosa de sus raíces andaluzas.

Llegué a mi destino, Jaén, con sus calles en descenso. Sentí entrar a un mundo nuevo, un universo distinto para mí. Allá, al fondo, en el valle un tanto ondulado, miles de arbustos en desfile, cuasi militar, extasiaron mis asombrados ojos. Y entonces comprendí que mi amiga Ana, por la misma costumbre de vivir ahí, no había dimensionado la exquisita belleza que cualquier humano apetece conocer. Me sentí afortunado.

Un deje de preocupación rondaba mi cabeza. No había probado comida desde que bajé del aeropuerto, debido a mi infundado temor del cambio brusco de la dieta alimenticia que por varias décadas había seguido como parte de mi cultura. Además, mi abuela me había enseñado que cada ciudad del mundo tiene su propia cultura. Y creo que ahí estaba la razón de mis temores. No conocía a nadie. Estaba como un gatito recién comprado, echado sobre el sofá, asustado, mirando a su alrededor y previendo cualquier movimiento extraño que alterara su seguridad.

Estaba absorto a la vera del camino, con la vista fija en la inmensidad de los olivares, cuando de pronto, una mano se posó sobre mi hombro. Un sentimiento extraño invadió mi ser, pues estaba en tierra desconocida, buscando paz y tranquilidad, pero, sobre todo, la ilusión de conocer esos hermosos campos, productores del aceite divino que siempre hacía apetecibles las comidas en casa.

—¿Necesita ayuda… señor?

Una voz serena, apacible y tranquilizadora, me sacó de mi estado ensimismado. No pude responder inmediatamente, y pasaron varios segundos antes de reaccionar.

—Pues… ¡estaba admirando tanta belleza frente a mis ojos! –alcancé a balbucear.

—Oiga… ¡no parece de la región! ¡Menos español!

Menudo problema enfrenté. No sabía si era una acusación, una amenaza o una simple curiosidad. Traté de evitar pronunciar palabra. Sin embargo, hice de tripas corazón.

—Voy al olivar… puede acompañarme… si gusta! –fueron las palabras que me volvieron a la realidad.

No cabía dentro de mí tanto gozo. Pero, ¡no sabía su nombre! ¡ni dónde vivía! Sólo imaginé la madurez de su edad, como aquel árbol de olivo que, a pesar del paso de los años, se mantiene incólume, frondoso y productivo.

Hasta entonces recordé el motivo de mi visita a Jaén. Conocer y disfrutar aquella inmensa campiña, respirar su aire fresco hasta saciar mis pulmones y extasiarme hasta lo más profundo de mi ser.

—Me llamo José y mi vida la he pasado cultivando el olivar –dijo el desconocido.

—Sí… he notado a simple vista esa característica –contesté, sin saber por qué.

Llegamos al olivar, y José me fue contando la historia de cada surco plantado. Imaginé estar platicando con un académico en producción agrícola, pues su charla, amena y precisa, denotaba un profundo conocimiento del tema.

No pude contener la curiosidad.

—¿Graduado en agronomía? –Pregunté inconscientemente.

Giró la cabeza sobre su hombro, y me miró sonriendo.

—¡Aquí nos hacemos oliveros a la buena de Dios…! ¡O nos hacemos, o nos hacen!

Guardé silencio por un momento, evitando caer en imprecisiones. Pero luego comprendí a un jienense de pura cepa.

—Sembramos en otoño o primavera, la planta necesita de la luz por casi medio día, empieza a producir a los cinco años… pero… ojo… necesitamos proveerle mucho cuidado con nutrientes y riego. ¡Cerca de veinte años para una producción máxima!

Lo oía, pero no le escuchaba… sus palabras me llevaban de una esquina a otra del olivar. En mi subconsciente, daba vueltas toda una amalgama de ideas.

Sorpresivamente, luego de unas horas en el olivar, le vi con la mirada perdida en la lejanía. Pensé interrumpirle, para saber si podía ayudarle. Miró a su alrededor y fijó su mirada en mí. No comprendí la razón. Cambié el rumbo de mi mirada, para evadir la suya.

—¡Es hora de comer y necesitamos regresar a casa! –Dijo con tanta naturalidad, que casi se doblaron mis rodillas y estuve a punto de caer, con un sentimiento de agradecimiento, pero al mismo tiempo de placer.

—En Jaén nadie es un desconocido… los visitantes son hermanos peregrinos, a quienes damos la bienvenida y les hacemos sentirse en casa, no importa del rincón del mundo de donde vengan –expresó con mucha seguridad.

Estuve por varios días, y a pesar de que debía retornar pronto a mi país, al otro lado del océano, preferí pasar una buena temporada en Jaén, aprendiendo a amar a su gente, sus empinadas calles… su arquitectura impresionante y su paradisíaco Guadalquivir.

Al pasar de las semanas y los meses, mi corazón fue quebrantado por el encanto de las mujeres, la valentía y pundonor de sus hombres… y la inmaculada exquisitez de sus comidas.

Cada mañana despertaba ansioso por caminar entre los olivos. Ver los rostros sudorosos, preparando tierra, el intermitente goteo regando las plantas, la clasificación de las aceitunas recolectadas, que son la preferencia. Llegué precisamente en la época del trasplante. José me explicó los procesos ceremoniosos para el cultivo, y me contó que recién habían exterminado una plaga de mosca del olivo.

Por largas horas caminé por la inmensa campiña, por las lomas y sierras. El paseo se me hizo eterno, pero inolvidable. Debí haber vivido ahí hacía mucho tiempo, como otra persona. En la antigüedad, tal vez. Me sentía parte de esa comarca, de su gente, de su historia, y cada vez sentía más cariño por José y su familia.

Tenía miedo que ese lazo se hiciera más fuerte. Que me atara para siempre a ese mundo que hacía poco tiempo era desconocido para mí. Y la familia de José hacía su parte para lograrlo. En lo personal, no hacía nada para que aquello fuera una excusa para quedarme.

Aprendí que la exquisitez de las comidas se basa en el aceite de oliva. En cada comida, escuchaba nombres extraños a mi léxico. A la mesa se servían apetecibles ensaladas, las cuales me ayudaron a mantener el peso normal. Pero al mismo tiempo, a mi rostro de duda por la comida, siempre estaban atentos, y era José quien explicaba.

—Esta comida la llamamos “pipirrana”, y mañana comeremos el “rinrán”.

No sé cómo, ni por qué… pero mi estómago fue asimilando cada uno de los diferentes platos servidos a la mesa durante mi estancia en Jaén. Mis paseos a los pueblos circunvecinos fueron constantes, salidas a caballo… ¡olvidé completamente lo estresante de mi oficina al otro lado del océano!

Una noche, mientras revisaba el celular, me detuve en un número… de manera inconsciente marqué, y una voz femenina contestó al otro lado.

—¡Holaaa…! ¿Dónde habéis estado? ¡Que te he buscado por mar y tierra y os habéis desaparecido del mapa!

Mi ser se sacudió. Era Ana. Miles de pensamientos atiborraron mi mente. No quería más lazos ahí. No estaba en mis planes. No concebía la idea de quedarme para siempre en Jaén. Mis planes estaban al otro lado del mundo. Cruzando el océano.

—¡Hola… Ana! Gracias… —Murmuré.

Un silencio sepulcral me invadió completamente. No pude continuar, hasta que Ana nuevamente habló.

Me explicó que había regresado a Jaén por vacaciones, que ahora vivía en Madrid, que trabajaba por una noble causa, que eran quince días sus vacaciones y que esperaba disfrutarlas al máximo.

Nos pusimos de acuerdo y al siguiente día salimos a caminar por el olivar. Paseamos a caballo por el valle, platicamos extensamente de los proyectos de vida, saboreamos de exquisitos platos sazonados con aceite de oliva y cada vez, mis ojos miraban diferente a Ana. Había algo en ella que penetraba mis entrañas. En un momento, mi mano rozó la suya y aquello me estremeció. Aparté ligeramente mi mano, levantándola para acomodar mi cabello, pero mis ojos permanecieron sobre ella.

¡No!, pensé, no debo hacerlo porque soy un peregrino bienvenido a esta bendita tierra.

Ana sonrió. Alisó su pelo acomodándolo con la mano, y seguimos caminando por el olivar. Olvidamos el paso del tiempo. Hablamos de muchas cosas. Caminamos hasta el cansancio. Y otra vez, los latidos intermitentes del corazón.

—¡Soy hija de don José! –aseguró.

Quise que me tragara la tierra. Que me engullera inmisericordemente. Que un tornado me levantara para desaparecer en el firmamento.

Regresamos a casa. El resto del día fue para comentar experiencias de mi país, la cultura local y acordamos hacer una visita por las antiquísimas calles. En ese momento, con mucha nostalgia, José me contó de la gran depresión económica vivida a mediados del siglo pasado y cómo el aceite de oliva jugó un papel preponderante en el desarrollo de la comarca.

Opté por interrumpir mis vacaciones. Mis sentimientos por Ana crecían a pasos agigantados, pero el momento en que conocí a José y la hospitalidad que me brindó, me hacían reflexionar en lo inaudito de mis ideas.

Llegó el momento de partir, pero más me partió el corazón dejar tras de sí ese maravilloso mundo del olivar, con la convicción de regresar algún día a esa tierra bendita.

—¡Habéis comido sazonado con aceite de oliva… por lo tanto, debéis regresar algún día! –pronosticó sabiamente José.

Fue en ese instante cuando abrí los ojos. Somnoliento, miré a mi alrededor. Las horas habían pasado, y debía prepararme para ir a la universidad. La guitarra había quedado abandonada bajo la hamaca, y un fuerte viento pasó por mi rostro recordando que estaba en algún lugar de América. Quise volver a dormir para seguir soñando, pero la vida sigue su curso. Sin embargo, la invitación y la profecía de José… algún día será una realidad. Aunque no encuentre a Ana.