Estaba absorta en la lectura de una novela de terror que la tenía seducida, cuando sonó el teléfono. Era Max, su marido, quería avisar de que llegaría tarde.
Qué coincidencia, en ese mismo instante, la protagonista de la novela también había recibido una llamada de su pareja, quien le comunicaba que no llegaría a cenar aquella noche y hasta era probable que no volviese a dormir. Tenían un problema en la plantación, alguien había contaminado el circuito de riego de los olivos. No solo eso, sino que esto había sucedido tres años atrás, por lo que los productos fabricados por la empresa familiar OLIVE, estaban afectados y, por tanto, quienes los hubiesen consumido, morirían. Los propietarios habían recibido esa misma mañana una carta en la que se les detallaba cómo lo habían llevado a cabo. Ofrecían las pruebas de que no era un farol.
Esa novela la estaba cautivando. En los últimos meses, se había puesto de moda y la comenzó a leer movida por la obsesión que tenía con el famoso oro líquido. Su gran amiga Catalina, era quien la había introducido en ese mundo cuando comenzó a trabajar de gestora en ACE-OLI, la empresa de un afamado cocinero.
Su querida Cata le había descubierto ese mundo, pero había sido su carácter obsesivo compulsivo el que la había llevado a no poder prescindir de su aceite, aceitunas en todas sus variedades, cremas y hasta té. A los beneficios del té verde se unían los del aceite, le parecía lo mejor del mundo. Llevaba casi un año consumiendo todos aquellos productos recomendados por su amiga, cuando una americana, una tal Kate Wislow, publica una novela titulada “El final de tu vida” que trataba sobre la plantación de olivos que una familia andaluza poseía. Sin embargo, tiene lugar un oscuro suceso que pone en peligro a todo el que haya consumido sus productos.
Era tarde, Anne tenía que preparar la cena, pero estaba en el clímax de la novela y no podía dejar de leer ahora. Volvió a sonar el teléfono. Max tenía que resolver un problema en la empresa, era una cuestión complicada, de vida o muerte. Sintiéndolo mucho no podría llegar a la hora de la cena, tampoco estaba seguro de a qué hora acabaría.
Antes de descolgar el teléfono, acababa de leer la misma frase en su libro. Se sentía emocionada, doble coincidencia entre la vida real y la historia, pensaba mientras miraba la nieve que se había acumulado ya en el alféizar del ventanal del salón. Volvió a su sillón de lectura junto a la chimenea y acurrucándose en la gran chaqueta de lana de oveja que le había tejido su madre, retomó la lectura. No se molestó porque Max no llegase a cenar, así podría continuar leyendo hasta que el sueño la venciera. Y así hizo. De pronto, un ruido sordo la hizo sobresaltar, se había quedado dormida con el libro abierto en su regazo. Se levantó y volvió a asomarse por la ventana. Vio como Max intentaba abrir la puerta con manos temblorosas y en su intento, había caído al suelo del porche la pala quitanieves.
Se apresuró a abrir y fue entonces cuando su marido cayó de rodillas al suelo del recibidor y se abrazó a sus piernas. Anne se asustó y se arrodilló junto a Max.
—¿Qué te pasa?, ¿no te encuentras bien?, ¿quieres que llame a un médico?
—Anne, no hay solución. De todas las opciones posibles, ha ocurrido la peor.
—Max, tranquilízate. Voy a prepararte una tila. Ven aquí, estás helado y temblando. —Ayudó a su marido a sentarse en el sofá y lo cubrió con una mantita. Fue a la cocina y volvió con una humeante tila—. Aquí tienes. Ahora cuéntame despacio qué es eso que ha ocurrido.
—¿Recuerdas ese cliente del que no te podía hablar? Es el famoso cocinero para quien trabaja Cata.
—¿Tu cliente es ACE-OLI?
—Exacto. Anne, ¿has notado algo extraño en tu cuerpo últimamente?
—No te entiendo, Max. Me estás asustando.
—Todos los productos están contaminados con una sustancia que va degenerando poco a poco el organismo. Es letal, no hay solución, Anne.
—Espera un momento, esto es… es lo mismo que ocurre en la novela que estoy leyendo. Espera —dijo mientras iba a su sillón de lectura a por el libro—. Mira, lee aquí.
—Está claro que se trata de un psicópata. Ha novelado la tragedia que ha gestado…
—Hay que llamar a la policía.
—Es absurdo. Hemos intentado todo en el laboratorio. No hay nada que hacer, solo podemos esperar. En pocas horas estaremos hablando de pandemia.
—Pero… No puede ser.
Anne no podía creer lo que estaba pasando. Estaba en shock. Hace unas horas no podía apartarse de la lectura de la novela y ahora necesitaba huir de ella, se ahogaba ahí dentro. Salió de su casa trastabillando, no podía caminar en línea recta, todos los muebles eran un obstáculo para ella. “Me quema la garganta. No puedo tragar, tengo que llegar a la puerta, que el aire frío golpee mi cara”.
Si todo sucedía como en el libro no vivirían más de una semana. Primero empezarían las fiebres, luego su piel se tornaría grisácea, los músculos se le reabsorberían y finalmente, morirían.
Tenía que leer el final, quizá había una solución. Si no para ellos, para el futuro. Debía continuar leyendo. Sin dudarlo, volvió a entrar a su casa y se sentó en el sofá junto a Max.
—Tenemos que saber cómo acaba todo esto, Max. Voy a terminar de leer este maldito libro.
“María no podía creer que los olivos estuvieran contaminados. Habían sido su vida desde el mismo día en que nació. Su abuelo le había enseñado a cuidarlos, a sentirlos y más tarde, su padre, a explotarlos en el negocio familiar que tan famosos los había hecho. Era una desgracia. Su vida se iba con ellos a la vez que había arrastrado a millones de personas que en ellos habían confiado. No entendía cómo había sucedido. Entonces, recordó algo que la hizo sudar y estremecer, ¿qué ocurriría con sus hijos? Su vida no podía torcerse de esa manera. Tenía que encontrar una solución.
Sin embargo, era tarde. Los telediarios comenzaron a abrir con la terrible noticia. En cuestión de horas hablaban ya de pandemia. Los hospitales no podían atender a tantas urgencias. El Estado ordenaba el toque de queda. Todo era caótico. Veía a través de la pantalla de su televisor morir a gente que llegaba de un extraño color gris, sudando por las altas fiebres y con el cuerpo como momificado, con ausencia de masa muscular. María sentía que le quemaba la garganta, que no podía tragar. Necesitaba salir a que el aire frío le golpeara la cara.
Algo más tranquila y despejada, pensó con la claridad que el estado de estrés en el que se encontraba le permitía, como era posible, que ella, que estaba en contacto directo con los olivos y todos sus productos, no estuviera sufriendo ningún síntoma todavía.
Volvió a entrar en la casa y se miró en el espejo de la entrada. Su color era bastante normal, algo blanca a causa del susto que tenía encima, pero nada fuera de lo habitual. Su cuerpo presentaba también buen aspecto. En las últimas semanas, había empezado a redondearse, lo normal en su estado. Entonces lo recordó. Estaba embarazada.”
Anne soltó el libro en ese momento como si sus hojas le hubieran quemado los dedos. Se encogió en el sofá y con la mirada perdida, comenzó a llorar sin consuelo.
—Anne, cariño, ¿qué te pasa? Debemos ser fuertes y continuar leyendo para conocer el final. Quizá haya un mínimo de esperanza. Este maldito libro es lo único que nos queda. El tiempo juega en nuestra contra y quizá haya algo que podamos hacer. Mira, encenderé el televisor para que veas que no hemos llegado aún a la pandemia. —Mientras decía estas palabras activaba el botón del mando a distancia para poner las noticias. Todas las cadenas habían interrumpido su programación habitual y empezaban a hablar de la plaga del aceite de oliva—. No puede ser, ya ha comenzado… Anne, dame el libro, continuaré leyendo.
“Lloró con tal amargura que perdió el conocimiento cayendo al suelo desplomada. La mala suerte quiso que se golpeara la cabeza con el pico del aparador sobre el que se encontraba el espejo en el que se miraba.”
Anne, que estaba sentada a su lado, se había puesto de pie para intentar tomar fuerza y decirle a su marido el secreto que guardaba hasta el día de su cumpleaños porque quería darle una sorpresa. Ya no tenía sentido esperar, debía contárselo ahora. Sin embargo, la tensión y el nerviosismo la hicieron caer al suelo golpeándose con la mesita que había delante del sofá.
Max gritó el nombre de su mujer. Era una locura lo que estaba pasando. No podía ser que estuvieran viviendo a la vez los mismos hechos. El paralelismo a tiempo real entre la historia y su propia vida no tenía sentido. Es más, asustaba.
—Anne, Anne, despierta. Cariño, estoy aquí, ya he llegado, estoy contigo. ¿Por qué gritas? Tranquila, sólo ha sido un mal sueño, una pesadilla. Todo está bien. —Le susurraba Max mientras la abrazaba e intentaba que despertara.
—Max, estoy embarazada.